Con las políticas antiinmigratorias del presidente estadounidense Donald Trump, la migración deja de ser tratada como un fenómeno social para convertirse en una cuestión de seguridad. Esta violencia derrama hacia el resto de América Latina, que no sólo debe endurecer sus fronteras, sino también asumir roles de contención para los que no está preparada.

En las décadas siguientes al fin de la Guerra Fría se consolidó a nivel global un ideario liberal que, al menos en la retórica, proponía como valores fundamentales la integración regional, la democracia y el capitalismo económico, pero también la diversidad y la tolerancia cultural. Eran tiempos en los que desde la academia se pensaban mecanismos para asegurar la ciudadanía multicultural o incluso la perspectiva de un orden mundial supraestatal que pudiera apuntalar la paz mundial. Es cierto que ese consenso liberal, con la excepción de la Unión Europea, nunca llegó a abrazar por completo la libertad de personas con el mismo énfasis que defendió la libre circulación de bienes y de capital. Pero la diversidad cultural y la movilidad internacional habían ganado legitimidad como valores centrales del cosmopolitismo.

Una bandera trumpista

Ese consenso, como sabemos, se desmoronó. Aunque todavía no está del todo claro qué lo reemplazará, la legitimidad global de algunos de esos principios ha sido puesta en duda. Los partidos tradicionales europeos que comandaron el extraordinario período de prosperidad de posguerra han perdido centralidad en manos de fuerzas nacionalistas. Y en Estados Unidos, piedra basal de ese orden democrático liberal, Donald Trump fue electo dos veces con un programa que, entre otras propuestas, incluía una hostilidad explícita a los valores de la diversidad, la tolerancia cultural y la integración regional. Un segmento importante del electorado “MAGA” [sigla en inglés del eslogan Hacer a Estados Unidos Grande de Nuevo] es lo que queda de la vieja clase trabajadora industrial en una sociedad posindustrial que percibe como ajeno (e incluso ofensivo) el optimismo de la élite educada y cosmopolita que exalta la diversidad, la globalización y la economía del conocimiento. De ese modo, ese electorado sostiene una narrativa nacionalista xenófoba que canaliza esa frustración contra la inmigración, vista como una amenaza a la soberanía, al empleo y a la seguridad estadounidenses.

Así, las propuestas de Trump en materia migratoria son mucho más que políticas públicas. Son cuestiones identitarias centrales al movimiento MAGA. El muro con México refuerza la sensación de seguridad frente a la amenaza externa. El endurecimiento de las deportaciones agrega la percepción de la restauración del orden y la ley. El gobierno impulsó además restricciones a las visas, recortes en la admisión de refugiados y el programa Remain in Mexico [Quédese en México], que obligaba a los solicitantes de asilo a esperar la resolución de su caso fuera del territorio estadounidense, transfiriendo el costo a su vecino del sur. Y en tiempos en los que la crueldad se puso de moda como disuasivo político, se aplicó la separación de familias en la frontera. Más que medidas técnicas, son banderas que movilizan a su base e intentan demoler la idea de Estados Unidos como “nación de inmigrantes”.

Ese quiebre no se dio en soledad: fue parte de una ola más amplia de reacción contra la globalización, visible en el Brexit británico [salida de la Unión Europea], en el ascenso de Marine Le Pen en Francia o de Viktor Orban en Hungría. En todos esos casos, la inmigración funcionó como catalizador de un malestar social más profundo con la pérdida de seguridad económica y cultural.

Temblores regionales

El impacto sobre América Latina fue inmediato. Muchos países de la región tuvieron que hacerse cargo, a alto costo, de contener los flujos inmigratorios hacia Estados Unidos; una dinámica que además comprometió la situación humanitaria de esos sectores. Presionado por Washington, México tuvo que aceptar reforzar sus propios controles migratorios, en especial en la frontera sur con Guatemala, transformándose de hecho en una extensión de la política represiva estadounidense. A su vez, el vínculo bilateral en otros ámbitos se vio afectado. En 2019, por ejemplo, Trump amenazó a la administración de su entonces par mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con una suba de aranceles del cinco por ciento en todas las importaciones si México no lograba contener los flujos migratorios. Para Trump era matar dos pájaros de un tiro: atacar la impopular integración económica con México entre los votantes trumpistas y dar un mensaje contra la inmigración. Así, el vínculo comercial, que había sido un hito clave en las relaciones entre ambos países desde la década de 1990 con la creación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN o NAFTA por sus siglas en inglés), quedaba para Trump en un plano secundario frente a la cuestión identitaria de la inmigración y la voluntad de su administración de convertir a México en el primer filtro de inmigración centroamericana. El gobierno de AMLO, presionado, desplegó más de 15.000 efectivos de la Guardia Nacional (originalmente creada para combatir el crimen organizado y no para lidiar con flujos migratorios) en las fronteras norte y sur y aceptó ampliar el mencionado programa Remain in Mexico.

La relación expuso una asimetría estructural difícil de sortear: México (“tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”) quedó atrapado entre la necesidad de satisfacer las demandas de Washington, su principal socio comercial y vecino ineludible, y el deseo de preservar su imagen regional de país defensor de los derechos de los migrantes. En la práctica, el gobierno de López Obrador se vio obligado a militarizar fronteras y endurecer controles, aun cuando ese rol de “gendarme de Estados Unidos” contradecía buena parte de su discurso político y debilitaba su liderazgo moral en América Latina. Pero México no podía permitirse una guerra comercial, por lo que para AMLO contener migrantes se volvió un mal menor.

El impacto de la política migratoria trumpista no se limitó a México. La externalización de las fronteras alcanzó también a América Central y el Caribe, que se vieron forzados a asumir los costos sociales y políticos de contener flujos crecientes.

Honduras, El Salvador y Guatemala (países golpeados por la pobreza estructural, la violencia y el cambio climático) fueron presionados para firmar acuerdos de “tercer país seguro”, que en la práctica los transformaban en zonas de espera para solicitantes de asilo rechazados en la frontera estadounidense. Al mismo tiempo, países del Caribe como Haití, Cuba o Venezuela quedaron atrapados en nuevas restricciones: miles de ciudadanos fueron deportados o se vieron obligados a permanecer en México mientras aguardaban procesos inciertos. El resultado fue una regionalización del problema migratorio, con gobiernos frágiles que cargaron con el costo humanitario sin contar con recursos adecuados, y que al mismo tiempo vieron erosionada su legitimidad política frente a sociedades saturadas de demandas y crecientes actitudes xenófobas.

Las consecuencias humanitarias fueron inmediatas. Países de origen y de tránsito se vieron forzados a asumir un rol de contención para el que no estaban preparados, lo que derivó en hacinamiento en albergues, colapso de servicios básicos y mayores oportunidades para el crimen organizado en materia de trata y extorsión. El derecho de asilo, históricamente defendido en América Latina, quedó debilitado frente a la lógica de seguridad impuesta desde Washington.

Institucionalización de la persecución

En el plano interno, la migración se convirtió en el principal eje de polarización electoral en Estados Unidos: fue central en la campaña de 2016, volvió a serlo en 2020 (cuando Trump perdió su reelección) y en 2024 (cuando recuperó la presidencia). Las encuestas mostraban que la mayoría de los estadounidenses quería reducir la inmigración; en especial entre los votantes blancos de Trump es muy popular el miedo al “declive demográfico” propio y la eventual transformación de Estados Unidos en un país “marrón”. Por eso, basó su campaña en un discurso abiertamente nativista, con retórica cada vez más extrema: describió a los inmigrantes como “animales”, “monstruos” o “depredadores”, y sostuvo que “envenenan la sangre de la nación”.

Sin embargo, lejos estuvo la cuestión de ser una mera obsesión de blancos racistas. En otro nivel y con otro tono, la administración previa del demócrata Joe Biden también había impulsado nuevas restricciones de asilo. Y la candidata [a la postre derrotada por Trump] Kamala Harris defendió una política de “seguridad fronteriza fuerte”, proponiendo reglas de asilo más estrictas que las que había implementado Biden, más agentes fronterizos, mientras que como vicepresidenta impulsó un proyecto (que obtuvo apoyo inicial entre los republicanos) para cerrar la frontera cuando se saturara. Es cierto también que propuso cierta flexibilidad para la ciudadanía de los inmigrantes ilegales e impulsó inversiones privadas en América Central para mitigar la pobreza, causa estructural de las migraciones.

En síntesis, aunque la administración demócrata de Biden y Harris también adoptó medidas restrictivas (como mayores limitaciones al asilo, refuerzo de agentes fronterizos y cooperación con México para contener flujos), la lógica que guía sus políticas es distinta. Para los demócratas, la migración aparece sobre todo como un problema de gestión y administración: cómo ordenar los ingresos, aliviar presiones en la frontera y al mismo tiempo sostener un discurso de derechos humanos. En cambio, para Trump y el movimiento MAGA, la cuestión migratoria es una bandera existencial que define quién pertenece y quién queda fuera de la nación.

La narrativa de la campaña de 2024 no quedó sólo en el discurso. La administración institucionalizó esta nueva fase de trumpismo migratorio, vinculando migración y seguridad nacional. Para eso, avanzó con nombramientos clave en agencias como el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) y el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS) y con el respaldo intelectual de think tanks [usinas de pensamiento] antiinmigración reforzó la lógica de su primer mandato. No sólo retornó a las políticas del primer turno presidencial (enero de 2017-enero de 2021) –como la restauración de la prohibición de viaje a pasajeros provenientes de países de mayoría musulmana, la expulsión de solicitantes de asilo bajo el argumento de enfermedades contagiosas, la creación de campamentos masivos de detención y “cuotas diarias” de deportación para el ICE–, sino que desmontó los principales mecanismos de gestión migratoria de la administración Biden. Eliminó la aplicación CBP One, que había servido para programar turnos de asilo y ordenar los ingresos en la frontera; con eso buscó desalentar solicitudes legales y obligar a que la presión migratoria quedara contenida en México. Reinstauró la declaración de emergencia nacional en la frontera sur, lo que le habilita mayores recursos presupuestarios y discrecionalidad ejecutiva, incluida la posibilidad de movilizar a las Fuerzas Armadas. Ordenó además a los militares preparar planes de despliegue directo en la frontera, reforzando la idea de que la migración constituye una amenaza de seguridad nacional.

Además, en una medida sin precedentes, les otorgó facultades de deportación a agencias tradicionalmente ajenas a la política migratoria, como la Administración de Control de Drogas (DEA), la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF) o el Servicio de Alguaciles (US Marshals Service). Para eso, se aprovechó del sonado caso de Laken Riley, una joven estudiante asesinada por un inmigrante ilegal, y sancionó una ley con el nombre de la víctima que autoriza a las fuerzas federales a intervenir cuando un inmigrante ilegal es arrestado por algún delito menor. La medida buscó convertir la persecución migratoria en una tarea de “todo el aparato federal de seguridad”, difuminando las fronteras entre lucha contra el crimen organizado y control migratorio. Finalmente, otorgó al ICE la potestad de deportar incluso a inmigrantes que habían llegado legalmente bajo programas creados por Biden, eliminando garantías que hasta entonces habían protegido a beneficiarios de permisos temporales o humanitarios.

De modo más radical, firmó una orden ejecutiva para terminar con la ciudadanía por nacimiento que actualmente está bloqueada en tribunales y puso fin a la protección que prohibía arrestos en escuelas, iglesias y hospitales.

El efecto Trump se extendió al Partido Republicano en su conjunto, que endureció sus posiciones y normaliza un enfoque restrictivo, aun entre dirigentes que no comparten el estilo de Trump. En ese sentido, la inmigración dejó de ser una cuestión sectorial para transformarse en el núcleo ideológico y organizador del movimiento MAGA.

Instrumento de presión diplomática

En la dimensión internacional y geopolítica, las políticas migratorias de Trump transformaron la imagen de Estados Unidos: de país receptor y abierto, construido sobre la narrativa de la “nación de inmigrantes”, a potencia que endurece fronteras y restringe el asilo. El contraste con la administración Biden fue relativo: aunque se revirtieron algunas medidas simbólicas, se mantuvo la lógica de contención y militarización en la frontera, lo que confirma que Trump desplazó el eje del debate. En el hemisferio, la migración dejó de ser tratada como un fenómeno social para convertirse en una variable de política exterior, estrechamente ligada a la seguridad, el combate al narcotráfico y la cooperación para el desarrollo. Así, la agenda migratoria terminó siendo también un instrumento de presión diplomática con el que Washington negocia recursos, acuerdos y alineamientos en toda América Latina.

En definitiva, la política migratoria de Trump no solamente redefinió la frontera sur, sino que reconfiguró el lugar de la inmigración en la identidad nacional y en la proyección internacional de Estados Unidos. Ya no se trata de gestionar flujos, sino de moldear el sentido mismo de en qué consiste ser estadounidense.

Juan Negri, director de las carreras de Ciencia Política y Gobierno y Estudios Internacionales y profesor ordinario exclusivo del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato Di Tella. Es doctor en Ciencia Política por la University of Pittsburgh.