Marginada de las negociaciones de paz en Ucrania, con aranceles del 15 por ciento para sus exportaciones hacia Estados Unidos y siguiendo a rajatabla los lineamientos de la Alianza Atlántica en materia de defensa, el sometimiento de Bruselas a Washington es total. Lejos de ser novedosa, esta subordinación maquillada de “intereses comunes” hunde sus raíces en la Guerra Fría.
Rara vez se han escuchado discursos tan exaltados sobre la grandeza de Europa, faro democrático azotado por la ola “populista”. Y rara vez la Unión Europea (UE) ha sufrido tantos reveses en materia diplomática, estratégica y comercial. Más apegados al vínculo transatlántico que al interés de sus poblaciones, los dirigentes del viejo continente multiplican las genuflexiones ante el presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
La UE se creó como un medio para reforzar al conjunto frente a las grandes potencias, en particular Estados Unidos. Sin embargo, durante el cuarto de siglo que siguió al Tratado de Maastricht, ha ocurrido todo lo contrario: hoy en día, Europa se encuentra más sometida política, económica y militarmente a Washington que antes y, por lo tanto, más débil y menos autónoma. En materia de comercio, energía, defensa o política exterior, los países europeos han actuado en los últimos años, de forma sistemática, en contra de sus propios intereses para ajustarse a las prioridades estratégicas estadounidenses.
El anuncio el 27 de julio de un acuerdo comercial entre la UE y Estados Unidos en virtud del cual los productos estadounidenses entrarán libremente en Europa, mientras que las exportaciones europeas pagarán un arancel fijo del 15 por ciento, lo ilustra hasta el absurdo. Esta rendición va acompañada de la promesa de comprar hidrocarburos estadounidenses por un valor de 645.000 millones de euros e invertir 515.000 millones de euros al otro lado del Atlántico. El economista griego Yanis Varoufakis ve en ello la versión europea del Tratado de Nankín de 1842,1 el primero de una serie de “tratados desiguales” impuestos a China por las potencias occidentales, que le otorgó importantes concesiones al Reino Unido y marcó el inicio del “siglo de humillación”. Pero “a diferencia de China en 1842, la UE ha elegido la humillación de forma libre”, en lugar de sufrir una aplastante derrota militar, prosigue el exministro de Finanzas helénico.
Las imágenes de Ursula von der Leyen desplazándose por el campo de golf escocés de Trump el 27 de julio para escuchar al presidente estadounidense despotricar contra los aerogeneradores y anunciar medidas comerciales punitivas contrastan con la espectacular bienvenida que recibió Vladimir Putin en Anchorage unas semanas más tarde. Esta escena resulta aún más desconcertante si se tiene en cuenta que Europa tenía importantes cartas que jugar en una pulseada transatlántica.
¿Intereses comunes?
En el ámbito diplomático, el viejo continente oscila entre la relegación y la marginación. Confinados a las antesalas y a papeles secundarios tras la “cumbre de paz” entre Trump y Putin en Alaska, los líderes europeos se ven reducidos a mendigar migajas de información y a adular sin reservas al inquilino de la Casa Blanca. “Se esfuerzan por no parecer superados”, se burla The Washington Post (10 de agosto), mientras las negociaciones versan sobre el futuro de su propio continente.
“El mejor paralelismo histórico no se encuentra en Europa sino, irónicamente, en las prácticas imperiales que Europa instauró en su momento con respecto a las naciones más débiles”, explica el empresario y analista geopolítico francés Arnaud Bertrand.2 Dos días después de que Trump renunciara al alto el fuego como condición previa para las negociaciones, alineándose así con la preferencia de Rusia por un tratado de paz global, la presidenta de la UE dio a su vez un giro de 180 grados. “Ya se llame alto el fuego o acuerdo de paz, hay que poner fin a la matanza”, declaró el 17 de agosto, cuando hasta entonces había defendido la posición contraria.
Al igual que en el caso del acuerdo aduanero, Europa se ha creado su propio calvario. Sus representantes han seguido sucesivamente la estrategia estadounidense de desestabilización de Rusia, se han sumado desde 2022 a la guerra por poder de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), han minado sus propias economías al privarse del gas ruso barato y luego han intentado sabotear las iniciativas de paz de Trump prometiendo apoyo financiero y militar ilimitado a Kiev. Al hacerlo, no sólo comprometían sus intereses económicos y de seguridad fundamentales: al alienarse tanto a Moscú como a Washington, se excluían de facto de cualquier papel importante en las negociaciones.
Aunque los dirigentes de la UE suelen justificar su conducta en nombre del vínculo transatlántico, los intereses comunes a ambas orillas del océano no son fáciles de identificar. Incluso se podría plantear la hipótesis de que, al prolongar la guerra, Washington no sólo pretendía debilitar o “desangrar” a Rusia, sino también socavar a Europa, rompiendo los vínculos económicos y estratégicos que el viejo continente –y, en particular, Alemania– mantenía con Rusia. Este objetivo se ha logrado de dos maneras. En primer lugar, mediante la reactivación y la expansión de la OTAN, una institución controlada de facto por Estados Unidos, cuya función principal siempre ha sido garantizar la subordinación estratégica de Europa a Washington. En segundo lugar, mediante una dependencia a largo plazo de las exportaciones energéticas estadounidenses, como ilustra el sabotaje del gasoducto Nord Stream, una operación llevada a cabo directamente por Estados Unidos o a través de países amigos. El silencio de Berlín y de las capitales vecinas sobre el peor atentado industrial de la historia del continente, su probable complicidad en el encubrimiento y su obstinación en impedir cualquier puesta en servicio de esta infraestructura son prueba de su servidumbre voluntaria.
Desde esta perspectiva, las consecuencias de la guerra en Ucrania pueden interpretarse como un triunfo estratégico para Washington, obtenido a expensas de una Bruselas cuya franja occidental, en primer lugar Alemania, se debate entre el estancamiento y la recesión. La erosión de la base industrial europea abre el camino a la canibalización económica del continente por parte del capital estadounidense, liderado por gigantes como BlackRock y otros megafondos. Como escribe el demógrafo francés Emmanuel Todd en La derrota de Occidente: “A medida que su poder disminuye en el mundo, el sistema estadounidense acaba pesando cada vez más sobre sus protectorados, que siguen siendo los últimos bastiones de su poder”. El acuerdo aduanero entre la UE y Estados Unidos, cuyos aspectos se asemejan a tributos coloniales disfrazados de “inversiones”, pone al descubierto esta realidad.
Otro emblema de la subyugación europea es el gran rearme emprendido, cuya traducción es, en primer lugar, el compromiso solemne de satisfacer la exigencia de Trump de que todos los Estados miembros dediquen a la Alianza Atlántica no el 2 por ciento, sino el 5 por ciento de su producto interno bruto. Presentado como un paso hacia la “autonomía estratégica”, este refuerzo del brazo europeo de la OTAN, lejos de significar una ruptura con el orden existente, “tiende a consolidar la subordinación estructural del continente europeo al poder norteamericano”, como han escrito recientemente varios intelectuales destacados de la izquierda española.3
Desde hace casi dos años, Bruselas no ha expresado la más mínima reserva respecto a la colaboración militar, política, diplomática y económica de Washington en el genocidio que se está produciendo en Gaza, y reitera periódicamente su apoyo a Tel Aviv. Esta postura pone de manifiesto la doble moral del bloque, cuyo contraste con su reacción ante la invasión de Ucrania por parte de Rusia no podría ser más llamativo. También destruye la poca credibilidad moral que aún le quedaba a la UE en la escena internacional y la aísla aún más del resto del mundo. A la vista de la delegación de jefes de Estado europeos que acudieron a Washington el lunes 18 de agosto para reafirmar su apoyo al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, ¿es posible imaginar que estos se apresuren a la Casa Blanca para defender la causa del pueblo palestino masacrado y hambriento no por un enemigo estratégico de Occidente, sino por uno de sus aliados, Israel?
Historia de una subordinación
¿Cómo hemos llegado a esta situación? Evidentemente, hay varios factores que influyen, pero uno de ellos destaca por encima de los demás: la enorme incidencia que Washington ejerce sobre Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial, en especial a través de la red de instituciones transatlánticas creada en los Estados de Europa occidental y, en particular, en el seno de los aparatos militares y de inteligencia. Pero la subordinación del viejo continente también se debe al incesante trabajo de socavamiento llevado a cabo por Washington para evitar que Europa adquiera un poder militar independiente. Este enfoque fue reafirmado en 2005 por Robert Kaplan, influyente periodista e intelectual especializado en cuestiones de defensa: “La OTAN no puede coexistir con una fuerza de defensa europea autónoma. Una debe prevalecer sobre la otra, y debemos asegurarnos de que sea la primera”.4
La hegemonía cultural ofrece una tercera explicación: tras 70 años de construcción comunitaria, la influencia del establishment estadounidense en el discurso público europeo supera con creces a la de cualquier país miembro. El inglés sigue siendo la lengua franca de la Unión, y todos los grandes medios de comunicación anglófonos –la mayoría con sede en Estados Unidos o el Reino Unido– muestran un fuerte sesgo atlantista. Por último, el ecosistema intelectual transatlántico se articula en torno a think tanks [usinas de pensamiento] como el German Marshall Fund, la Comisión Trilateral, el Council on Foreign Relations y el Aspen Institute, todos ellos vinculados con las agencias de inteligencia estadounidenses.
Bajo la acción combinada de estos factores, Europa se ha vuelto prácticamente incapaz de pensar –y mucho menos de actuar– en función de sus propios intereses. Sus dirigentes han interiorizado tan profundamente su subordinación que colman de halagos a su explotador, como el ex primer ministro neerlandés y actual secretario general de la OTAN, Mark Rutte, que envió a Trump un mensaje de un servilismo sin precedentes para preparar la cumbre de la Alianza Atlántica en La Haya en junio, antes de llamarlo “papá”.
Se objetará que estos elementos son conocidos y se debaten desde hace mucho tiempo, en especial en los círculos de la izquierda europea. Pero hay otro que sigue siendo ampliamente desconocido, en particular en este entorno: el papel desempeñado por la propia UE en el refuerzo de la subordinación del continente a Estados Unidos. Al contrario de la idea dominante de una Comunidad Económica Europea concebida desde el principio como un contrapeso al poder estadounidense, la integración europea fue apoyada y promovida por Washington como un baluarte contra la Unión Soviética durante la Guerra Fría. De hecho, el establishment tecnocrático de Bruselas siempre se ha adherido más estrechamente a Estados Unidos que los gobiernos de los Estados miembros. Y la creciente centralización de la Unión en torno a la Comisión acentúa esta tendencia. Durante los últimos 15 años, Bruselas se ha apoyado en la sucesión ininterrumpida de crisis (finanzas, deuda, inmigración, terrorismo, seguridad, covid, guerra en Ucrania, etcétera) para aumentar de forma radical, pero discreta, sus prerrogativas en ámbitos que antes correspondían a los gobiernos nacionales. De forma imperceptible, la UE está adquiriendo, a través de la Comisión, los atributos de un poder casi soberano y la capacidad de imponer sus prioridades por encima de las aspiraciones democráticas de los pueblos.
Así, Von der Leyen –apodada “la presidenta estadounidense de Europa”–5 ha aprovechado recientemente la crisis ucraniana para promover una supranacionalización de facto de la política exterior (aunque la Comisión no tiene ninguna competencia formal en este ámbito) en detrimento de los intereses fundamentales de Europa. ¿Se puede hablar siquiera de “intereses comunes” entre los Estados miembros? A 35 años de Maastricht, la Unión sigue dividida por fracturas económicas, diplomáticas y culturales. En materia de política exterior, estas diferencias se han acentuado desde la integración de los países bálticos y de Europa central, tradicionalmente atlantistas. Un año antes de su adhesión simultánea a la UE y a la OTAN, en 2004, apoyaron la invasión ilegal de Irak por parte de Estados Unidos antes de enviar tropas al país. A falta de una “síntesis” imposible de intereses, prevalecen las prioridades de los Estados dominantes y las élites tecnocráticas supranacionales.
La crisis de la deuda de 2009-2012 puso de manifiesto cómo el rígido marco de la Unión bajo el dominio alemán erosionaba la capacidad de las naciones para actuar en función de sus necesidades económicas y sus aspiraciones democráticas. Esto es aún más cierto hoy en día. Como es sabido, la respuesta habitual atribuye todos los problemas a la insuficiente transferencia de soberanía de los Estados a Bruselas. Sin embargo, Europa no adolece de una falta de integración, sino de la integración en sí misma. Para escapar de su “siglo de humillación”, debe afrontar y superar la causa profunda del problema: la propia UE, comprometida con un federalismo cada vez más avanzado.
Thomas Fazi, periodista, sus análisis se pueden leer en thomasfazi.com. Traducción: redacción de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.
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Yanis Varoufakis, “Le siècle d’humiliation de l’Europe: Trump a déjoué von der Leyen”, unherd.com, 9-8-2025. ↩
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Arnaud Bertrand, “Not at the table : Europe’s colonial moment”, arnaudbertrand.substack.com, 10-8-2025. ↩
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Héctor Illueca, Augusto Zamora R, Antonio Fernández, Manolo Monereo, “Salvar a Europa de la Unión Europea”, publico.es, 16-6-2025. ↩
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Robert D Kaplan, “How we would fight China?”, The Atlantic, Washington, junio de 2005. ↩
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Suzanne Lynch y Ilya Gridneff, “Europe’s American president: The paradox of Ursula von der Leyen”, politico.eu, 6-10-2022. ↩