El naufragio de los desterrados

Al cuarto día de espera miraron el horizonte ya inquietos. El sol había superado sus latitudes matinales y se ensañaba, desde su cenit, con la superficie de la isla. Podían cansar la vista todo lo que quisieran, someterla a los peores perjurios de los trópicos, pero la verdad insondable no cambiaría: seguía sin haber señales de la barcaza. Los hombres emprendieron el camino hacia las formas dilatadas de la sombra, el borde de la selva verde y anaranjada que les había servido de refugio durante esos días, pero ahora era una condena. Las hachas junto a la pila de troncos reposaban bajo el sol plácido y cruel. Eran el pago de un pasaje de regreso que los responsables de las embarcaciones no parecían tener intención de cobrar ni realizar. Los madereros se miraron entre ellos sin ganas, comprobando que cada uno seguía ahí, disminuyendo en ese acto de presencia, de forma casi mágica, las raciones disponibles para cada uno. La miseria dividida en mayor miseria, las migajas en menos y, sin noticias a la vista, la muerte en más muerte.

Se trataba de prisioneros llevados hasta esa isla para realizar trabajos forzados, reponer las reservas de madera de la prisión de Río Acolço y exportar, en una clandestinidad a la vista de todos, el constante sobrante. Por lo habitual, el procedimiento para obtener la materia prima no implicaba muchos miramientos. Un grupo de alrededor de doce convictos, elegidos por sorteo o a causa de rencores personales de las autoridades de la cárcel, era cargado en grandes barcazas y transportado durante varios días hasta islas perdidas en el océano. Se lo dejaba con algunas herramientas rudimentarias y apenas comida suficiente para sobrevivir algo menos de una semana. La barcaza sólo se volvería a aproximar de haber una buena pila de troncos reunida en la costa. De lo contrario esperaría hasta que hubiera suficientes troncos o a que el capitán se aburriera y decidiera regresar a puerto dejando a su suerte a los reos indisciplinados.

Esta lógica reposaba sobre ciertos presupuestos. Primero, el riesgo que implicaría el mar de la región, particularmente embravecido durante las noches, para cualquiera que intentara lanzarse al agua con una embarcación precaria, que es lo poco que podrían lograr en tan limitado tiempo antes de que se acabaran las provisiones. Segundo, los prisioneros no portaban en sí mismos, inherentes, las bases de su civilización: tecnología. Su propia modernidad y dependencia eran también su mejor prisión en una realidad que los removía hacia lo primitivo, edades regresivas sobre la progresión de los metales. Entre sus filas nunca había ningún ingeniero ni esforzado naturalista, nadie que conociera más allá de su esfera inmediata de actividad; los prisioneros eran siempre operarios del fragmento, la producción en serie subyugante, aun en las esferas más elaboradas. Individuos que ni siquiera unidos hubieran sido capaces de recomponer la sociedad de la que provenían, ausente el rigor o ellos mismos ejemplares en descomposición de ese mundo. Criminales de lo cotidiano, pequeños malhechores, vástagos usuales y perentorios de la existencia.

Los capataces no se esforzaban mucho en seleccionar las islas, de las cuales había una miríada esparcida y que podían servir por igual. Además de la obviedad de elegir lugares razonablemente lejanos de todo otro territorio, sólo se fijaban en la presencia de árboles más o menos gruesos, y no siempre. Algunas veces terminaban desembarcando a los presos en islotes desérticos, quemados por las brisas marinas, de los que hubiera sido imposible sacar el más mínimo tallo, mucho menos la pila de troncos que se exigía en pago por el regreso, una condena implícita. Sólo de vez en cuando algún capataz miraba de elegir una isla con abundancia de algún tipo de madera que tuviera especial demanda en el mercado negro. No era grave que los convictos no volvieran, y todos los capitanes acataban la disciplinante orden de no acercarse si la pila de troncos no era visible desde la lejanía.

La escasez

Hay algo cuando el hambre espesa las leyes. Empantana sus disposiciones y el engranaje se enreda internado en la selva más turbia que el agua de los océanos puede rodear: lo humano. Si alguien dice “no hagas”, con hambre harás. Los hombres, ya de nuevo a la sombra de los árboles, se reunieron desganados a revisar sus posibilidades. No eran muchas ni auspiciosas. La comida se había acabado la noche anterior sin que ningún racionamiento tuviera ya sentido. El agua, apenas lo que había quedado depositado en pequeñas cavidades luego de una lluvia tan breve como esperanzadora, no duraría mucho más. El hambre y la sed eran de una inminencia amenazante, las sensaciones actuales un adelanto limitado pero suficiente de efectos que se agravarían de no encontrar remedio. Todos lo habían sufrido ya, de una forma u otra, en la prisión o antes, en carne propia o al ver a otros enflaquecer hasta poderse contar sus huesos a través de la camisa de piel que queda cada vez más grande con los días sin alimento. El hambre, cuando se ve venir de lejos, como en estos casos, es algo que se aborrece por adelantado y con la clara convicción de que una vez instalada no se irá sino con la muerte. Contemplar el trayecto entre ese momento de inicial carencia y el de expiación final es lo que aterra; la muerte es una liberación certera pero antes espera el abominable abismo de las penurias, todo cada vez más difuso y desalentador.

Como adelanto de esto último, los experimentos con la flora local habían resultado nefastos. Dos desventurados yacían muertos y expuestos al sol, carcomidos desde afuera hacia adentro en un inverosímil color naranja. Las bayas que se podían encontrar por toda la isla habían podido con la cordura de estos dos, y en la complicidad de distanciarse de los demás habían probado algunas. Era cierto que invitaban al apetito, del tamaño de moras y con la misma distribución de pequeños frutos arracimados en torno a un fruto mayor, pero de color naranja y algo ásperas al tacto, con un olor agrio muy fuerte una vez arrancadas, lo que en combinación había hecho dudar que fuera buena idea comerlas. Por lo que llegaron a balbucear los dos hombres, entre ataques de epilepsia, les habían resultado dulces, a uno, y amargas pero gustosas, al otro. Pasados apenas unos minutos, aún saboreando el alivio al que creían haber sometido a sus estómagos, ambos empezaron a sentirse mal, débiles y pesados, incapaces de dominar sus propios cuerpos para ponerse de pie y abandonar, con la consciencia culpable, el lugar de su improvisado almuerzo. A sus gritos inhumanos acudieron sus compañeros, y de las bocas ya espumantes pudieron escuchar las explicaciones, murmullos expiatorios tal vez más dirigidos a una deidad que a sus congéneres. Cualquier propósito de socorro se había cortado de repente cuando vieron que de la piel de los infortunados manaba la misma espuma que de sus bocas. Una sustancia gelatinosa que recién ahora podían ver era del mismo color naranja y despedía el olor de los frutos cortados amplificado mil veces. Después de escuchar la confesión, como por instinto, todos se echaron atrás: la piel de los hombres, cada vez menos visible bajo la espuma que sudaban, se empezaba a resquebrajar, como el desescamar de un ofidio que no se ha preparado correctamente y debajo aún no se ha desarrollado la siguiente capa de piel, por tanto, llegado el momento, podemos contemplar todo el ensamblaje de su interior, los órganos en pleno funcionamiento. Así los dos hombres se pudrían frente a sus compañeros asqueados y, unos pocos, tristes porque el suceso de la muerte no fuera a mitigar sus ansias. Idiotas, ¿para qué envenenarse y privar a los demás de la carne de sus cuerpos?

No parecía haber otras opciones, ni todavía nadie se sentía tan valiente o estúpido como para intentarlo. La isla exudaba uniformidad, una monotonía opresiva. Ningún pez parecía dispuesto a acercarse a su costa y nada quedaba en las orillas uniformes golpeadas por las olas. Se podía ver un solo tipo de árbol y todo lo que pudiera asemejarse a una alternativa en realidad resultaba un estado intermedio de desarrollo de la misma especie vegetal desconocida para los madereros. Desde los juncos ocasionales que pugnaban por beber luz hasta los colosos verdes que lo impedían. Una familia que eventualmente unificaba todos sus significantes a través del paso del tiempo. Se podía dudar, incluso, de si realmente era tierra lo que recubría el suelo o una novedosa forma, final o primigenia, de la misma vegetación, sin alteraciones ni presencia disidente de otras especies. La fauna estaba igualmente ausente, sin señal de animal alguno, desde los grandes carnívoros que algunas veces habitan estas islas hasta las inocentes suricatas que, saltando de rama en rama, alegran la vista y los estómagos de quienes puedan terminar en sus costas. Nada, ni nadie, salvo los prisioneros y sus ansias, y ahora dos nuevos cadáveres que eran todas las respuestas disponibles, expuestas para los que todavía dudaran. Llegado un estado de cosas la muerte no puede hacer otra cosa más que propagarse.

La cacería

¿Cómo podía un animal de ese tamaño haberse ocultado tanto tiempo? Tal vez había rodeado y evitado a los hombres en un acto de calculada prudencia. Sin embargo, la docilidad de su cercanía ahora hacía improbable esa explicación. Más parecía haberse materializado de a poco frente a los ojos de los desdichados, un ángel enviado a liberar o aliviar sus penas.

Todo acto por describir lo que vieron hubiera sido robar a las cercanías aparentes su vocabulario, cuando los categoristas aún no han desembarcado y la lengua del lego es todo el instrumental de la ciencia. La crin del animal, formada por cientos de púas, se erguía y distendía con su respiración, más afín a un puerco espín que al equino que inicialmente se podría haber asumido. Sus hebras de pelaje azul, celeste de a momentos, entibiaban las almas que lo contemplaban. En cambio, sus cascos dorados hablaban del frío del norte, con runas herradas como si la montura divina de alguna raza extinta hubiera sobrevivido a sus amos y llegado a estas tierras. Y sólo imaginar tales seres pudiera helar la anatomía y volver a quien los pensara, de a poco, parte de esa raza. Un encuentro que rompería las capas de la percepción y aun haría imposible verse igual que siempre. El cuerno, asentado sobre la frente del animal como una marca divina, había sido labrado con el mismo cuidado, tal vez encantamientos dispuestos para protegerlo de la amenaza de otras bestias imposibles, pero que olvidaban riesgos más mundanos.

La sensación de calma producida al contemplar la majestuosidad de la criatura pasaba al alejarse. Los hombres rodeaban el promontorio donde se encontraba, siguiendo su búsqueda de una forma de sobrevivir, como si aquel encuentro fuera un incidente único pero irrelevante para sus apremios, salvo por alterar, con su aura de claridad, la cada vez más naranja y verdosa monotonía del paisaje. Tarde o temprano se darían cuenta de que llevaban adelante una búsqueda de solución vedada. Ningún otro animal ni fuente de sustento sería encontrado. Estaba claro lo que debían hacer. Un acto tan terrible como el que conversaron en voz baja, sus ojos fijos en el piso, como si desde ya pudieran ser juzgados por lo que recién ideaban, y el pecado estuviera en concebir mucho antes que en realizar.

La bestia, como presintiendo algo, aun en su apacible actitud, comenzó a levantar la cerviz, recortada sobre el cielo del claro en el medio de la isla, como el clímax de un guion predispuesto. La selva retraía el verde de su follaje, palideciendo frente a su presencia. La bóveda, la catedral, la jungla, en acto de constricción; su ministro cuadrúpedo en el púlpito reconfigurado en altar sacrificial. Uno de los hombres elevó el hacha tres veces y tres veces la dejó caer dubitativa hacia un lado sin entregar sus fuerzas al golpe. No entendía cómo dar muerte a aquel ser maravilloso, que aun al borde de la erradicación lo contemplaba desde sus pupilas también doradas, como el ruego indirecto de los inocentes, la oración de los simples, un acto sin dedicar ni reclamado por ningún dios. Ahora podría haberse relatado la contienda divina entre la bestia mitológica y los hombres. El pulso inminente entre el ingenio racional y la bravura del instinto salvaje. Las púas erizadas dispuestas en primer acto de defensa, los mortíferos embates del cuerno de runas, su entrar y salir de los cuerpos despellejados, de la sangre coagulando hacia el naranja verdoso de la isla, empatizando en su entrega distin...

El cuarto elevar del hacha cortó el miedo, desembarazó la consciencia por pura inanición y la virtud fue abortada en pueril necesidad. El arma hincó la tierna carne hasta la mitad del cuello, arrepentida y aterida cuando ya era tarde y un gemido había ensordecido a todos. Un gemido que aturdió a los árboles y desplomó el cielo verde, erradicando de las ramas hojas y frutos. Como habiendo sucumbido a un otoño repentino e inexorable, los árboles se presentaban desnudos y amenazantes, sus troncos de un tono entre marrón y naranja desnutrido. Todo verdor había decidido morir en ese grito. La vida había renunciado ante el sacrilegio. La próxima sería la última comida en la isla.

El festín

Inseguros ante el hecho consumado y aún aturdidos por ese aullido más allá de los reinos conocidos, los hombres comenzaron los preparativos para cocinar a la criatura, una decisión pactada en el grupo sin palabras. Como si todos los pruritos hubieran vuelto de repente y necesitaran comprar tiempo para hacer un duelo apresurado pero obligatorio. ¿Habían dado muerte al último ejemplar de una especie? ¿Habían estado frente al dilema de extinguir para no extinguirse? Quién sabe si tales ideas podían acceder a ellos, o era algo más instintivo lo que los guiaba. El fuego, como parte imprescindible de una ofrenda antigua, parecía el salvoconducto entre el horror del acto y la saciedad anhelada.

Ante la verdad evidente de la falta de interés de los barqueros de volver por ellos, los troncos y ramas de los árboles de la isla resultaron, entre sus dudosas propiedades, aceptables como combustible para la fogata. Algo ruidosos, es cierto, pero suficiente para el fuego que todo lo purifica. Era como una leña verde o húmeda que suda con espuma su líquido a medida que se quema y el humo de un tenor naranja apagado pero que ya habían comprobado que no era tóxico. Con un largo palo atravesaron distintas partes del voluminoso cuerpo de lado a lado —sorpresivamente denso, como de tamaño mayor al que aparentaba—, mientras que era girado en anhelante y desproporcionada espera. Los hombres no parecían poder responsabilizarse de sus actos, como si todo el sangriento ritual fuera ajeno, contrario a sus deseos, aunque sus manos hubieran arrastrado el cuerpo sangrante, aunque hubieran separado las extremidades y abierto la boca en búsqueda de la lengua vaporosa y ya púrpura. O cuando, a medida que el cuerpo se descomponía en manjares en potencia, los resabios desaparecían y cada parte, inicialmente descartada, era ensartada y puesta al fuego.

Ninguno de ellos parecía reunir la suficiente voluntad para pensar que aquel animal podía no ser saludable de ingerir; que su dieta, claramente en base a las plantas y bayas que dominaban la isla, debía ser letal para cualquier otro ser, y en su metabolismo los efectos se sostendrían hasta el punto de envenenar a cualquiera que probara un bocado. Hay algo en lo angelical o puro que lo hace parecer benigno, como una riesgosa cualidad intrínseca para su poseedor.

Por eso hubo menos ceremonia al acercarse la hora de probar. El fuego había sido todo el condimento al que se habían animado dados los resultados con las bayas. Como si ya no hubiera reglas, acercaron sus rostros al cuerpo de la criatura, aún suspendido sobre las brasas al rojo; era cuestión de olerla, verla de cerca y sentir el hambre vomitarlo todo —lo poco que habían consumido en esos últimos días, lo que apenas quedaba dentro de ellos si es que algo— para hacer espacio a lo sublime. No hubo orden para la primera boca que cayó sobre un flanco, sin fuerza pero ya determinada a llevarse algo cuando se retirara. Los otros, sin acuerdo, hicieron lo mismo sobre el resto del cuerpo. Su plan era pausar para seguir comiendo más tarde e ir cortando trozos de la res divina con cierto orden y tal vez un dejo de respeto. Fue imposible. Morder cualquier parte, por ínfima que fuera, era probar un todo milagroso y cautivante. Descubrir sensaciones ocultas, paladear menciones futuras de manjares imposibles. Entrar en éxtasis cada vez que tragaban, como si la caricia a sus sentidos, no sólo lengua y paladar, sino también encías e incluso sus dientes y labios, se fuera trasladando a sus tractos y luego a las bolsas de gases y ácidos que reposaban inquietas en sus vientres. Poder seguir cada miligramo, cada molécula de proteína en camino futuro por sus organismos. Sentir como si aun al momento de excretar fueran a sentir el mismo placer, el mismo deseo de prolongar al máximo la experiencia sin poder comprender por qué debía terminar. Todo el cuerpo de la criatura tenía el mismo efecto angelical, las achuras, el miembro, los testículos, la lengua, su estómago, cada órgano y cada hueso recorrido por dientes, cada parte era devorada con meticulosa entrega, en pequeños grupos de bocas que arrastraban por el piso pedazos a un costado y se ensuciaban y limpiaban sólo por no desperdiciar nada. Estar lleno y poder seguir engullendo. Cada bocado se volvía ambrosía reparadora, pero también insuficiente. Eran Proteos que habían asaltado sin saberlo la despensa divina. Dioses retroactivos que ahora comprenderían que no había vuelta atrás aunque aún no habían probado del árbol del saber.

Cuando la criatura sólo fue de los estómagos, sobre la mesa improvisada en que habían apoyado las presas antes de ponerlas al fuego restaba únicamente la sangre que el tronco bebía insaciable. Sus grietas parecían hundirse entre ellas, bandos míticos entre lo que había sido tocado por la sangre y lo que aún esperaba su turno, impaciente, beligerante.

Algunos de los hombres recorrían los alrededores del tronco en cuatro patas, como buscando algún resto escapado de la masacre. Un vacío tan grande luego de devorar, una abstinencia inmediata, insufrible. Mirando a todos lados, contemplaron ferales el reposo entre los que menos habían comido. Olían el tronco y vieron que una mano cayó dormida, y a la sangre escurrida por las grietas bajar hasta salpicar la piel, hasta aderezar las yemas y las uñas, bajar un hilo hacia el codo, como la más delicada decoración.

Vieron sin sorpresa que la mano era también una pezuña libre de herraje, y de un celeste empalidecido bajo el rojo de la sangre, sin fuerzas pero llamativo entre el verde y el naranja inagotables que de nuevo los rodeaba. Ellos mismos en cuatro patas, acercándose a ese fenómeno, degustaron un placer reencontrado. Probaron nuevos dientes en novedosos cuellos, y despertaron a todos en un gemido que se propagó en oleadas mientras unos se levantaban y otros se abalanzaban embistiendo con sus cuernos sin tallar, y todos veían el festín renovado en la presencia milenaria de un nuevo grupo de bestias y en la ausencia misteriosa pero auspiciosa del resto de los náufragos. Ya no había necesidad ni miedo a esperar el acto de la cocción o la muerte, ya no había más nada que esperar hasta que sólo quedara uno, saciado de todas las bestias. El exclusivo placer trascendental le estaba reservado y ya podía ser cualquiera de ellos mientras sólo de uno.

Sin saberlo, los madereros habían practicado un ritual secreto que los superponía y los convertía en mascotas enrabiadas de las hadas. Ritual de reproducción por ingesta que en las tradiciones milenarias era practicado a solas y de a uno, con las restricciones de un mundo más civilizado. Y que protegía, pues sabía que tan sólo podía haber una criatura a la vez. Así, los que lo practicaban conocían y evitaban el riesgo del morro húmedo de sangre de congéneres y la quijada forzada que no encuentra ya nada en qué saciarse y sólo por eso abandona su ansia. La escasez escapada, al otro lado de los puertos del espíritu donde sólo hay lugar para la insulsa conclusión de la existencia divina.