Me distraje mirando una paloma en el borde de la ventana. Los aleteos hicieron que las voces de Camila y Graciela, mientras discutían sobre las cobranzas, se volvieran lejanas. Recordé el día del cumpleaños de Pablo. Oscar le había regalado una bicicleta sin rueditas, insistía con que a los diez años ya tenía que empezar a andar solo. Era anaranjada, tenía luces, espejos y hasta una campanita de las que yo quería tener cuando era chica. Los brazos de Pablo eran dos ramitas sosteniendo el manubrio. Oscar agarraba la bici del asiento y Pablo le pedía que también sostuviera el manubrio. La bici se tambaleaba. Pablo gritó asustado, Oscar sostuvo la bici con torpeza, pero logró que no tocara el piso.

—¡No grites! —dijo Oscar.

—No me sueltes —pidió Pablo, enrojecido, con los ojos redondos.

Pablo se aferró al manubrio. Apoyó los pies en los pedales, las piernitas dudaban.

—Sosteneme —dijo mirando a Oscar.

—Mirá para adelante, te vas a caer.

—Sí, pero no me sueltes.

Pablo giró los pedales y la bici se puso en marcha. Oscar sostenía el asiento y el manubrio, pero la bici no dejaba de tambalearse. Varios metros adelante, Pablo vio un banco y se asustó.

—Hay un banco.

—Está lejos, mirá para adelante te dije.

—Así no voy a aprender nada, sos un malhumorado.

—Ahora es mi culpa.

—No sé por qué me regalaste la bicicleta.

—Tenés razón, llevala a la casa de tu madre y que te enseñen allá.

Cuando salí de la oficina fui a la farmacia.

Oscar había preparado la cena, a él le gusta cocinar. Pablo jugaba en la computadora mientras Manuela lo miraba. Saludé a todos y fui al baño. Sabía lo que tenía que hacer; no había sido fácil la espera de Manuela, fueron dos años eternos y tristes hasta que por fin Mauri saltó de alegría con el aparatito en la mano y nos abrazamos junto a la estufa a leña. Abrí el envoltorio y pensé que tendría que haberle contado a Oscar; enseguida me convencí de que sólo era una sospecha. Lo mejor era salir de eso e irme a cenar tranquila. Mientras hacía pichí en el recipiente escuché a Manuela festejar el juego de Pablo, a Pablo preguntar qué íbamos a cenar, y a Oscar responder: “Milanesas con puré, ¿no sentís el olorcito, pichón?”.

Esperé dos minutos y miré. Me pesó el cuerpo.

—Oscar —llamé.

—¿Qué?

—Vení.

—¿Todo bien?

—Sí, vení.

Le di el aparato. A Oscar se le arrugó la cara como para reír, llorar o gritar. Me miró con incertidumbre.

—Ahora es legal —fue lo único que pude decir, como si se tratara de una gestión.

—¿Cómo pasó?

La ingenuidad de la pregunta me irritó y me puse a hablar. Le dije que hacía poco vivíamos juntos, que los niños se estaban adaptando, que no quería empezar de nuevo —así lo dije, empezar de nuevo—, que trabajaba muchas horas. Pero pensé que no quería tener un hijo con él y que íbamos a terminar separándonos. Quería desplomarme, que Oscar me sostuviera, pero me quedé quieta, con la mirada pegada a los azulejos del baño.

En el living, los niños reían.

Nos abrazamos tensos.

Después de la cena los cuatro jugamos al Trivia Junior. Oscar se lo había regalado a Pablo para el Día del Niño con la intención de sacarlo de la computadora. Él nombró “quesitos” a los triángulos, a Manuela le pareció mejor llamarlos “doritos”, Pablo y yo elegimos decirles “pizzetas”.

Esa noche, cuando apoyé la cabeza en la almohada, pensé en mi madre. Me repetí: “Mamá, mamá, mamá, mamá”, como si al nombrarla me acunara. No le iba a contar. “Miren qué bien hace los deberes su hermana, no molesta”, les decía a mis dos hermanas menores, que me miraban con rabia y no sabían que yo había recibido unos cuantos cachetazos con las primeras cursivas.

Sola estaba a salvo.

Lloré en silencio. Oscar percibió los espasmos y apoyó una mano en mi hombro. Sentí la tibieza y respondí. Los dedos se trenzaron. Pensé en mi padre, en mi tía y mis abuelos. Los invoqué para que me acompañaran, como si creyera que podían escucharme. A los muertos podía pedirles.

Después del desayuno Oscar y Pablo se fueron juntos. Mauri pasó a buscar a Maua un poco tarde, y quedé nerviosa. Siempre me pongo nerviosa con el tiempo. Cuando terminé con las tazas pasé la esponja con fuerza sobre una mancha negruzca, redonda y gruesa que insistía en un borde de la pileta. Pasé la uña y luego probé con la punta de un cuchillo. Mientras raspaba me acordé del día en que Miu apareció con un pichón entre sus dientes. Lo soltó junto a los pies descalzos de Manu, que no entendió la ofrenda. Manuela le gritó. El gato empujó el pajarito hacia nosotras con una de sus patas. El pichón tenía la piel arrugada como un viejo, apenas unas plumas grises y húmedas, los ojos cerrados. Igualito a uno que encontré en mi infancia bajo la sombra de un eucaliptus. Aquella vez sostuve el cuerpito con las dos manos y busqué entre las ramas del árbol hasta que encontré el nido; demasiado alto. Di un pisotón al lado de la cola de Miu y grité imitando maullidos feroces para espantarlo. Miu saltó hacia el muro en silencio y desapareció.

—¿Está muerto, mamá? ¿Lo mató?

—Los gatos son cazadores, Manu.

La cabeza cayó flácida hacia el costado. Era apenas más grande que mi pulgar. Con la mano libre, acaricié a Manuela.

—Vamos a enterrarlo —me pidió.

Hicimos un pozo en el mismo sitio en el que habíamos enterrado a la tortuga. Tiramos el cuerpito en el hueco y lo tapamos con tierra. Manu quiso marcar el lugar con cantos rodados.

En el lugar donde estaba la mancha la pileta quedó exageradamente brillante y rayada. Me sequé las manos, agarré la cartera y cerré la puerta. Cuando encendí el auto sonó Paco Ibáñez y me pregunté por qué me olvidaba de cambiar ese disco. Hacía dos semanas que Oscar lo había puesto. Cuando yo era pequeño / siempre estaba triste / y mi padre muy serio / y moviendo la cabeza / me decía: “Hijo mío / no sirves para nada”, / me decía: “Hijo mío / no sirves para nada”. Bajé el volumen hasta silenciarlo. Me distraje mirando la gente que caminaba por la rambla. En el cielo se dibujaban nubes enormes como explosiones. Atrás, un Fiat rojo me hizo señas con las luces. Me moví hacia el carril de la derecha y enseguida volví a la izquierda. Prefiero ese lado, me gusta sentirme cerca del mar.

Estacioné en Río Branco. Saqué el celular. Esquivé baldosas flojas. Marqué cuatro, seis, seis y saqué la cuenta: faltaban cuatro horas para las seis, doscientos cuarenta minutos. No quería que me multaran otra vez. Miré a la gente. “Ellos no saben nada de mí”, pensé. “No saben si estoy cansada porque no pude dormir o si ando contenta porque este mes pagué todas las cuentas, no saben si voy a trabajar o a un velorio”. Me detuve en el cuerpo encorvado de una muchacha de piel tensa, tatuaje alrededor del ombligo y short. Tampoco yo sabía nada de toda esa gente.

En la oficina me dediqué a terminar un par de vencimientos cercanos. Un cliente llamó apurándome pero no me incomodó, respondí con amabilidad a pesar del desgano. A media tarde sentí náuseas. A partir de ese momento, mientras trabajaba, no pude dejar de pensar en si ir o no a la Emergencia. Me decía que para algo pago, si necesito consultar tengo que hacerlo; pero sabía que lo mío no era una emergencia y que no ameritaba la consulta; después me repetía que no iba a poder aguantar la espera de un día entero para ver a mi ginecólogo.

A las cuatro llamó Mauri para decirme que tenía una reunión y no podía ir a buscar a Manu a la escuela.

—No podés avisarme a esta hora.

—Perdón, no me di cuenta.

—No puedo salir antes. ¿Hablaste con tu madre?

—Anda fatigada y no la quiero sobrecargar, pensé que podía ir la tuya.

—Bueno, llamala. ¿Y después?

—¿Después qué?

—¿La vas a buscar a lo de mi madre?

—Pensé que ibas vos.

—No pienses, decime.

Al salir de la oficina caminé unas cuadras por 18. Tenía que comprar una camiseta lisa, de manga larga, para la fiesta de inglés de Manuela. Todas tenían algún estampado. ¿Por qué era tan difícil encontrar algo tan sencillo? Después de recorrer varias tiendas aparecieron dos: una roja y otra celeste. Agarré la roja y en ese mismo momento la volví a colgar. Si a mí me gustaba la roja, seguro Manu prefería la celeste; ella era muy clara en sus elecciones y en general no coincidíamos.

La Emergencia estaba llena. Me dieron el número noventa y ocho cuando llamaron al sesenta y uno. Pensé en irme, lo mío no era una emergencia, pero llamé a Oscar y le avisé que iba a demorar. Abrí un libro y recorrí las páginas sin leer: las líneas se estiraban como elásticos en los que rebotaban mis pensamientos, buscaba palabras para decirle al médico mientras me dolía del pecho hasta la punta de los dedos.

Después de dos horas me atendió un hombre grande, de manos morenas y gruesas, un oso de sonrisa amplia.

—¿Cómo se cuidan?

—Preservativos —dije, y en mi cabeza apareció Oscar acabando, mis manos aferrándose a su espalda traspirada, la nuca, el olor.

—Si el test le dio positivo, seguro es positivo. Esos aparatitos no fallan, pero ya que está acá le voy a mandar un examen de orina.

Pensé en preguntarle cuáles eran los pasos a seguir mientras lo miraba en silencio.

—Le conviene irse, el resultado del examen va a demorar dos horas al menos.

El oso me estiró la mano enorme.

La tarde siguiente Oscar me acompañó a la consulta. Se mantuvo a mi lado en la sala de espera. Contarle a Olivera no me pesaba tanto. “Ahí viene la rubia Manuela”, había dicho cuando apareció la cabecita de Manu, segundos antes de que la apoyaran en mi pecho y las palabras de bienvenida me salieran solas, una tras otra, como si siempre hubiese sabido qué decir en ese momento. Mauri lloraba y nos abrazaba.

Olivera me escuchó con respeto y me explicó todos los pasos a seguir. Salí con un abanico de recetas y formularios: tenía que sacar hora para la ecografía y el examen de sangre antes de ir a la reunión con el comité evaluador, todo eso iba a llevar una semana al menos. Una semana entera y el tiempo corría como el corazón de un niño.

El examen de sangre fue igual a muchos otros. La ecografía no. Una niñita rubia correteaba por la sala mientras su papá la llamaba, su mamá sonreía con ternura y se agarraba la panza redondísima. En la televisión había un programa de chismes. Me contenía para no hacer repiquetear mis pies contra el piso. Oscar leía a mi lado. Cuando entré le dije al ecógrafo que no quería ver ni escuchar, él me miró con una amabilidad tranquilizadora. Las pantallas estaban encendidas. Me acosté, abrí las piernas y giré la cabeza.

El comité estaba integrado por una psicóloga, una asistente social y un médico. Me saludaron y me ofrecieron un asiento al otro lado del escritorio. Se sentaron con lápiz y hoja. El interrogatorio comenzó con cuestiones generales sobre mi salud y se volvió progresivamente íntimo. Tuve que contarles sobre Manu, narré mi nueva vida en familia con Oscar y Pablo, les dije de mi trabajo, de mi necesidad de estabilidad en ese momento. Reiteraron preguntas, como si quisieran descubrirme mintiendo.

—¿Está segura?

—Sí.

Anotaron.

—Nos vemos la semana próxima —dijeron casi a coro, y estiraron una mano cada uno.

—¿Cómo? —pregunté mientras miraba las tres manos que buscaban despedirse y no sabía qué hacer con las mías.

Era obligatorio dejar pasar una semana más. Una semana de reflexión para asegurar la decisión. Una semana extra de espera. Una semana más de náuseas, de repetirme “mamá, mamá, mamá” en las noches; de pedirles a los muertos que me acompañaran.

Oscar me esperaba afuera enojado, creyó que no quería que entrara porque no lo invité a pasar y yo pensé que si quería entrar tenía que haberlo hecho. Peleamos todo el camino de regreso.

Llegamos a casa y preparé un té.

—Hay que esperar una semana más.

—¿Qué?

—Que hay que esperar una semana entera y recién ahí me dan las pastillas.

—¿Por qué?

—Porque lo dice la ley.

Tomé un trago largo de té.

—Tranquila, todo va a estar bien —dijo Oscar con cariño, mientras apoyaba la mano en mi hombro.

—¿Cómo sabés?

—Va a pasar rápido.

—No, no va a pasar rápido. Una semana, ¿entendés?, una semana entera. ¡No quiero!

Oscar agachó la cabeza.

Hubiese preferido que él también se desesperara. Que puteara contra la maldita precaución de la semana de reflexión, que dijera que las generalizaciones siempre son una mierda, que cada caso es un mundo y cosas así. Me imaginé parada, de perfil, vomitando Oscarcitos con ropas grises que caían desde mi boca en cascada como hombres de Magritte, pero sin paraguas. La imagen se repitió como un GIF toda la semana.

Ese sábado decidimos estar solos. Pablo fue con su madre y Manuela con su padre. A la mañana me puse las pastillas en la boca y me senté en la computadora a corregir cuentas sin saber qué esperaba. Me acordé del día de mi primera menstruación, estaba tan nerviosa que ordené todo el cuarto mientras mi madre fue a comprar adherentes. Era domingo, me acuerdo con claridad porque había venido a almorzar la abuela Gregoria. Después de ponerme el adherente me senté a mirar Cine Baby. No me animé a pararme cuando terminó, me imaginaba que si lo hacía iba a dejar un rastro de sangre a mi paso. Miré todo Vértigo, un programa lleno de zumbidos de motores, hasta que no tuve otra opción que pararme para ir a almorzar y comprobé que no sucedió lo que creía.

Oscar dejó de leer y me preguntó si quería almorzar. Resolvimos hacer algo sencillo, unos fideos. Puse a calentar agua y volví a la computadora. Recién cuando terminé fui hacia la olla. La espuma del hervor dibujaba una bailarina de pollera amplia que vi transformarse en una niña con una gran capelina, luego se volvió una nube y círculos que se alargaban. Oscar me abrazó por la espalda y sentí que lo quería mucho. Me gustaba que él me sorprendiera y me acordé de la primera vez que cocinamos juntos. Cortaba perejil cuando enlazó sus brazos en mi cintura y apoyó la cabeza en mi hombro. El aroma del perejil y el abrazo fueron uno. Le conté mi recuerdo, para él era igual de nítido. El recuerdo y la sensación. Puse los fideos y nos alejamos del calor de la olla. Elegimos el sillón. Me acurruqué, dolorida, en el pecho de Oscar y nos abrazamos con ternura. Cerré los ojos y corrieron lágrimas.