Lo que comenzó como un pueblito de casas de paja y troncos a inicios del siglo XX, al que los escasos visitantes llegaban en carretas, fue creciendo hasta convertirse en uno de los principales balnearios de Rocha. En la playa larga de Aguas Dulces, bordeada de dunas y vegetación costera, se puede contemplar el amanecer sobre el mar y, con suerte, ver el lomo de algún delfín surcar las olas.

Foto del artículo 'La paz de Aguas Dulces'

A lo largo del día, en la arena de Aguas Dulces se mezclan partidos de fútbol, caminatas románticas y charlas de esperanzados pescadores, que comentan entre ellos sobre la salinidad y la corriente y debaten si ese día es mejor para el lenguado o la corvina. Hay que estar atento porque las olas tienen la fuerza y el carácter típicos de las aguas rochenses, y por eso hay buen servicio de guardavidas en los meses de verano.

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Muy cerca de la espuma se puede ver a gente que escarba para encontrar berberechos, o que busca almejas de distintos colores; muchas serán usadas por artesanos locales para hacer collares y caravanas. De noche, en los puestos de artesanos del centro del pueblo es posible encontrar, además de ropa, pinturas, dulces y lámparas, el típico licor de butiá, que se hace con los frutos de las palmeras que abundan hasta en las veredas del propio balneario.

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Ahí cerca, al costado de la feria de artesanos, se encuentra la conocida cancha de vóleibol donde al atardecer se juegan épicos partidos con hinchada incluida.

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En el extremo más occidental de la playa aún se pueden encontrar, sobresaliendo entre las olas, restos del naufragio del buque portugués Arinos, que se hundió en 1875, cuando navegaba desde Brasil a Montevideo cargado de monedas de oro, sobre cuyo destino después del hundimiento existen teorías para todos los gustos.

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Caminando un par de kilómetros por la costa en dirección contraria, hacia el este, se llega a La Sirena, una playa en la que se puede disfrutar al desnudo de un contacto pleno con la naturaleza.

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La calle principal del pueblo, Cachimba y Faroles, se extiende en paralelo a la playa, y desde allí van saliendo angostos callejoncitos que van hacia el mar, entre flores y pasarelas de madera. De hecho, todo el pueblo está lleno de flores, e hibiscos, santas ritas, mburucuyás y margaritas adornan cercas, terrazas y hasta baldíos.

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Esta exuberancia vegetal favorece, entre otras cosas, la presencia de colibríes, calandrias y zorzales, que dotan al lugar de música con su canto a toda hora. Cada primavera las golondrinas llegan revoloteando y ocupan los cables de luz para pasar, igual que los visitantes, unas semanas cerca de la costa.

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El crecimiento del balneario se disparó después de la década de 1960 en forma un tanto desordenada, y hoy se ven las consecuencias: muchas casas derrumbadas por el avance del mar, en medio de rocas y bolsas de arena con las que se intentó en vano que la fuerza de las olas no llegara a destruirlas.

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Cuando se van las golondrinas y los turistas, quedan unas 400 personas. Son quienes viven todo el año allí, soportando frías tormentas cuando llega el invierno.

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Aguas Dulces tiene algo de pueblo y a la vez de balneario, con una atmósfera muy relajada y diversas opciones que permiten armar vacaciones a medida. El alojamiento va desde hoteles y posadas a casas particulares que se alquilan por día o semana, con la flexibilidad que es parte del espíritu del lugar. Se llega fácil, tanto en ómnibus como en auto, ya sea por la ruta 10 bordeando la costa, pasando Valizas, o por la ruta 9, que atraviesa Castillos. Desde Montevideo, el viaje es de poco más de tres horas.