Algunas apostadas con orden marcial, otras parecen tiradas a la marchanta. Reposeras que se acodan unas con otras. Las hay gemelas y también emparejadas a la fuerza, contrastando entramados divergentes. Sillas blancas de jardín que las miran distinguidas y también de hierro, que suben aún más el copete. Bancos que patotean un mayor espacio, sillones que se hacen los osos, sillas de tablado que saben bastante de esto. Hasta desconcertadas sillas de escritorio se han ido dando cita, enhebradas por sogas como si fueran un grupo de niños conducido por la maestra en un paseo escolar. Un largo tropel, conforme se acerca la fecha, ha ido apareciendo a lo largo de cuadras y cuadras, habiéndose hecho sitio entre los árboles, los canteros, las señales de tránsito, los basureros, los postes de luz, las baldosas rotas, infringiendo pasos vehiculares y rampas.

Así, los futuros espectadores van reservando sus lugares para disfrutar los dos desfiles que en breve sacudirán a Dolores con la algarabía de miles de chiquilines, dando vida a la Fiesta Nacional de la Primavera.

El domingo de mañana, los asientos ya comienzan a ser ocupados por cuerpos encapuchados, con bufandas y guantes, cubiertos con ponchos, mañanitas o cuanto trapo calentito haya en la vuelta. No faltan los lentes negros, las capelinas y las boinas anchas de la gente de campaña, los paraguas y las sombrillas. Y el mate, por supuesto, que resistirá hasta los primeros calorcitos de la media mañana, cuando las ropas invernales vayan cayendo y la improvisada platea empiece a achicharrase bajo el intenso sol sorianense.

Estos son sólo algunos de los síntomas que manifiesta la sexagésima edición de uno de los más increíbles eventos culturales de nuestro país, acaso únicamente comparable con el carnaval. Por su constancia manifiesta, por la cantidad de involucrados directa o indirectamente, por el grado de profesionalismo que ha ido alcanzando con el correr de las décadas y por el imponente público que convoca. Hay cosas que uno debe hacer al menos una vez en la vida y disfrutar esta palpitante festividad es una de ellas.

A cargo del alumnado del liceo Taruselli, el liceo 2 y la UTU, la celebración transcurre durante cuatro días de música, espectáculos y un desfile de carrozas, que en sus mejores épocas han sido más de 30. La ayuda de familiares, técnicos y empresas ha redundado en su evidente calidad, tanto en el diseño como en la confección (en general, a base de una estructura de hierro forrada con tejido de metal, sábanas viejas, capas de polifón y guata), lo que las ha convertido en la atracción principal.

El festival nace desde y por la comunidad educativa, hermanada en un vital espíritu solidario construido sobre trabajo y compromiso. Hace meses, cientos de estudiantes, padres, profesores y vecinos han comenzado a forjar el impulso colectivo que da forma a cada pieza de este gran espectáculo, juntando dinero con rifas, ventas y bailes, confeccionando trajes y carrozas, ensayando los pasos y las canciones. Los galpones, las calles, los gimnasios, las aulas, los descampados han sido escenario de la dedicación y el entusiasmo de los chiquilines para germinar esta maravilla.

El sentido de pertenencia que produce el trabajo integral y mancomunado de un pueblo que gesta un hecho cultural palpitante, un organismo vivo que crece y crece conforme se suceden las primaveras, ya es una fiesta. “Unos metros de soga, por favor, para los cuartos”, “Se necesitan sábanas viejas para los carros, contactarse con...”, “Si alguien conoce a alguien que pueda darnos una mano con...”: así, así de simple y hermoso.

La Fiesta Nacional de la Primavera genera, además, una inyección económica más que merecida a Dolores y a otros municipios aledaños, que aportan vendedores y abastecen de equipos de audio e iluminación para soportar la demanda de un público creciente. Este año, por ejemplo, seremos como 20.000 los visitantes.

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Cuenta la leyenda que Vicente Betervide, profesor y fundador del liceo de Dolores, mientras corría 1960, propuso a un grupo de estudiantes compartir un día en la península Timoteo Ramospé para festejar la llegada de la estación más efervescente del año. En su trayecto se inauguró la tradición, hoy consagrada, de realizar una ruidosa caravana de carruajes tirados por caballos y chatas remolcadas por tractores, adornados con palmeras, enredaderas y flores naturales y animados por instrumentos musicales. La jornada transcurrió con un pícnic, sketches, la elección mediante aplausómetro de la primera reina y un gran baile al cierre.

Sus primeras experiencias, más rudimentarias, fueron madurando y complejizando su producción hasta llegar a un presente de carrozas con movimientos mecánicos, potentes equipos de propulsión, pantallas gigantes, luces robóticas y un acabado de altísimo nivel. Otrora ocurría en setiembre, hoy en día se da cita los segundos domingos de octubre.

En 2022, la Fiesta viene con más fuerza aún luego del pequeño hiato provocado por la pandemia, que demoró el ansiado aniversario. Ni siquiera el tornado de 2016, una de las catástrofes más tristes que vivió la región, que reportó 900 damnificados, cinco muertos y más de 35 millones de dólares en pérdidas, ha logrado detener el alma pujante de este emprendimiento.

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Foto del artículo '60 primaveras para Dolores'

Semanas antes empieza a palpitarse a flor de piel el advenimiento de la Fiesta, a partir de La Noche de las Princesas, cuando se presenta a las aspirantes a reinas y princesas, en un evento que tiene fines mayormente colaborativos.

Este año, incluso, se han realizado como estrategias publicitarias la intervención de bandas y reinas en Montevideo (en la terminal Tres Cruces y en la Expo Prado), así como el lanzamiento de un video de expectativa que muestra a un sinnúmero de chiquilines con ropas coloridas bailando con la iglesia Nuestra Señora de los Dolores de fondo, guirnaldas de lado a lado, un carro de bomberos, tambores y batucadas al son de la pegadiza canción “Pepas”, de Farruko.

Cuando restan pocos días, la fisonomía doloreña se maquilla para la ocasión porque la gente empieza a decorar el frente de casas y escuelas, este año con variantes del motivo oficial, que es la torta de cumpleaños. En otras ediciones ha sido la cometa o el llamador de ángeles. Los vecinos de algunas cuadras se ponen de acuerdo para trabajar en forma conjunta y presentarse al concurso de calles, vidrieras, balcones, frentes y escuelas.

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Ha llegado la fecha. El viernes arranca la Caravana de la Alegría, un desfile en el que la gente participa disfrazada libremente. En forma recurrente, aparecen personajes parecidos a los mascaritos, hombres disfrazados de mujer con una máscara que oculta su identidad.

La jornada sabatina comienza por la mañana con un pícnic en el parque La Primavera, donde este año se ha montado un área infantil con juegos y castillos inflables. Luego comienza el Encuentro Nacional de Bandas Marchantes, que recibe participantes de Rivera, Tacuarembó, Montevideo, Rosario, Carmelo, Cardona y Colonia, y ahora, entre que voy llegando, varios espectáculos arrancan en el antiguo parque Camoatí, entre los que se destacan Los Estudiantes (mítica banda que nació junto con la Fiesta), en un hilo de voz Matías Valdez y Denis Elias. El broche de oro es el show de fuegos artificiales no sonoros, mientras la juventud se da cita en un frenético baile más o menos improvisado en el Rosedal.

Es de noche al arribar al granero del país, a la capital del trigo, como certifican los silos monumentales que dan la bienvenida apenas cruzado el icónico puente sobre el río San Salvador y tras abonar los 100 pesos del bono colaborativo.

Inmediatamente, dos testimonios vivos de la festividad, la feria y el parque de diversiones, son los anfitriones de una urbe claramente revolucionada. A las ocho, el clima citadino es de alegría a ultranza. La gente deambula con viajeritos que portan mayoritariamente fernet, heladeritas y bolsas de hielo entre improvisados puestos callejeros.

En el Rosedal, con temperaturas muy bajas y un viento que no da tregua, transcurre un descontrolado baile en el que reinan los ritmos latinos, confundidos con las músicas estridentes que escupen autos equipados con terribles parlantes. Hay varias tarimas peligrosamente ocupadas por decenas de jóvenes que saltan endemoniados. Una pituca casa ha sido copada por la multitud, que hace uso del jardín para bailar, preparar sus tragos, orinar y cosechar el beso que crece en la penumbra, ante la mirada resignada y cansina de su propietaria, que hace de blandengue intentando evitar que su terreno sea aún más vandalizado.

Las actividades ofrecidas por la organización oficial y por las fiestas privadas se superponen porque no están totalmente coordinadas, lo cual de a ratos es una verdadera pena, porque dan ganas de disfrutarlas todas.

Después de un par de horas de brincar con la multitud, y viendo que mi ausencia no va a mermar el fandango, me voy a cenar una colita de cuadril que es una manteca en compañía de los Gottero y los Sasso, que son como los Pérez de Dolores.

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Con el relato oficial de Freddy Planchón, ubicado en el palco principal frente al liceo Doctor Roberto Taruselli, sobre las nueve de la mañana comienza el plato fuerte: el primero de los desfiles, que fluirá por Artigas, Asencio y Treinta y Tres Orientales. Ambas procesiones, la nocturna y la matutina, tienen su encanto, sus matices distintivos. La primera encierra la adrenalina de la curiosidad, ante la sorpresa de las magnificentes carrozas alegóricas, y la segunda maravilla mostrando su faz iluminada, cuando los efectos especiales cobran relevancia.

Comienza el desfile comercial, en el que los patrocinantes hacen presencia con publicidad y promotores. Destaca la radio San Salvador, que lleva al conductor de la transmisión caminando detrás de una camioneta que propaga lo que transmite en vivo, saludando a vecinos y conocidos al aire. Entonces, tras un autobomba donado por “el pueblo de Japón”, inaugura el desfile de carrozas la agrupación Lonjas Siete y Tres del Puerto, que le pone candombe a la matina. Posteriormente, engalana el pavimento un sulky tirado por un caballo blanco y decorado con flores naturales, algo que hacía casi dos décadas que no se hacía, exhibiendo a la reina vigente y a su pimpollo.

Los niños corretean de un lado para otro, con los pelos pintados, jugando, bañándose con espuma, con la adrenalina de saber que en pocos años ellos mismos estarán ahí desfilando, encarando orgullosos este mandato popular.

Por entre la gente, y de arriba abajo, los vendedores ambulantes ofrecen productos carnavalescos: máscaras, nieve en aerosol, fosforescentes avioncitos que vuelven a la mano, cosos para hacer burbujas de jabón gigantes, yoyós de silicona, juguetes luminosos y ametralladoras con láser. Porque esto es como en El baño del papa y todos han salido a las calles con pequeños emprendimientos que van desde la venta de choripanes, panchos, hamburguesas, papas, latas de cerveza, vino, fernet y algodón dulce hasta afilados y, obviamente, el alquiler de baños y casas para alojar a los foráneos. El decorado se completa con guirnaldas y el público, de lo más variopinto, con mates, conservadoras repletas de bebidas y táperes rebosantes de especialidades caseras, en las sillas, agarrados de los árboles, colgados de los balcones, donde sea. Hay quienes están acomodados en la caja de las chatas que se han puesto de culata en las bocacalles como privilegiados balcones. Y la muchachada que conforme aumenta la graduación alcohólica más amiguera se hace entre sí y con quienes desfilan, lo que deriva a veces en situaciones graciosas. También está el Colorado de Omar Gutiérrez, porque si no esto no sería Uruguay.

Cada agrupación presenta dos o tres estandartes (estructuras móviles de menor tamaño que una carroza) con diferentes cuadros de baile encarnados por personajes vinculados con el tema elegido y un imponente carro alegórico al cierre, impulsado por un tractor que empuja desde atrás y necesita que algunas personas vayan orientando su lento y cauteloso paso para que ande recto, porque los conductores no pueden ver hacia adelante.

Los carros transportan a las aspirantes a reina y a pimpollo, que, vestidas como la nobleza, saludan ceremonialmente desde sus tarimas, y, apertrechado en algún recoveco, al técnico de sonido y luces, junto con los parlantes que dan ritmo a las diferentes coreografías. Estas, compuestas en su mayoría a partir del mashup de canciones populares de reguetón, trap, cumbia, plena, pop, cachengue brasileño y, dada la impronta nostálgica de esta edición de la Fiesta Nacional de la Primavera, clásicos de todos los tiempos, pero especialmente de los 90.

Toda esta fanfarria es espoleada por arengadores que agitan por el micrófono a la tribuna y escoltada por padres que sostienen los diferentes elementos de utilería, los aguateros y los esenciales levantacables, que con unas cañas recubiertas de caño plástico evitan que las altas carrozas se tranquen con el tendido eléctrico.

Los chiquilines, maquillados y lookeados de forma impecable, son quienes recorren el trayecto, cercano a los dos kilómetros, bailando, haciendo piruetas, interactuando con un público enfervorizado.

Así, tras haber pasado los diez grupos, acaba esta primera etapa y, ya siendo cerca de las cuatro, nos apuramos en ir a almorzar. Observo la fisonomía que el tornado modificó hace seis años: una iglesia que quedó a cielo abierto, una casa que ya no está, un nuevo terreno baldío... Aunque también hay un rancho inmortal, testarudo, hecho con latas de aceite y de creolina hace más de 100 años, con el que el cataclismo no pudo.

Foto del artículo '60 primaveras para Dolores'

Después de comer un pollo a la llama exquisito, partimos raudos a disfrutar de las canciones bonitas del gran Chacho Ramos, como entremés de los desfiles de postulantes a reina, escoltado por una platea compuesta por un mar de reposeras. “Lluvia de verano”, “Será porque te amo”, “Habla con ella” al son de las palmas, los vítores y los recuerdos de un público agradecido.

Aprovecho para recorrer la vera del San Salvador, moteada de pintorescos botecitos, mientras, pasando la plaza de comida de food trucks (una de las novedades de este año), la fiesta de anoche se ha reavivado, impulsada por los más jóvenes, que dan batalla. Doy una vuelta por la península, hermosa con este atardecer furioso, con el reflejo de silos y molinos en sus aguas. Cerca de las seis de la tarde la Policía manda cortar la jodita y un éxodo de zombis comienza a marchar rumbo al centro, donde ha de sucederse la segunda pasada del desfile.

En la vuelta nocturna, que es un poquito más ágil que su predecesora, el recorrido ocurre en el orden inverso al matutino, pero finaliza frente al liceo Taruselli, a la espera de los fallos. Ahora es momento de que se luzcan el humo, las lentejuelas y los reflectores. La novedad es que ya sabemos quién ha sido elegida nueva reina, así que todos vamos a saludarla.

Abre el grupo Samba Bahía y cierra, pisando la medianoche, un cortejo de policías, con toda la gente bailando y ya volviendo a sus casas después de casi cuatro horas de cortejo. Muertos de cansancio y desbordados de felicidad, volvemos a escuchar por la radio los resultados de la elección de princesas y pimpollo. Escucho que la Fiesta de la Primavera de Cardona, a partir de este año, abandona esta modalidad para implementar, en su lugar, un concurso de talentos, en la búsqueda de fomentar otro tipo de valores entre los pibes. Bien ahí.

Los premios, que comenzaron a ser otorgados en 1975, en esta edición han sido encabezados, en la antesala del Mundial, por la propuesta “Rumbo a Qatar” de los Terceros (años) Unidos. La cuantía es el dinero de las ganancias obtenidas; una parte se destina al liceo y la otra se divide en partes iguales entre las diez carrozas participantes (unos 100.000 pesos para cada una).

Mañana lunes se cierra esta maratónica celebración con el Entierro de la Primavera, en el que desfilan algunas carrozas y el público festeja con quienes fueron premiados y quienes no.

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Cuando vibra Dolores ya sabemos que comienzan los buenos tiempos, como un germinador de algarabía... y pensar que a poco de aquí, en la desembocadura del río San Salvador en el Uruguay, en 1527, lo que comenzaba a germinar era la Banda Oriental, cuando Gaboto instaló un fortín que años después evolucionó a la ciudad Zaratina, que no prosperó mucho tampoco y fue abandonada a causa del hambre, las deserciones y las hostilidades charrúas. En cambio, la Fiesta de la Primavera no ha sufrido tal suerte. Ni por asomo.