“Jaime, acá estamos: en la playita que usted mostró al mundo”, dice un señor que está cómodamente sentado —como si le sobraran tiempo y vida— contra el murito de la rambla, a pasos del dique Mauá, de espaldas a la playa chica que muere en el gas. Es una tarde de esas que son hasta demasiado calurosas incluso para ser de verano y los que pueden aprovechan para conseguir una pizca de mar y sol. En Uruguay —pero sobre todo en Montevideo—, el nombre Jaime, a secas, no puede remitir a otro ciudadano que no sea el de apellido Roos, y mientras el músico se pasea por los alrededores de Durazno y Convención para la sesión de fotos que ilustran esta nota, se comprueba que todos se le acercan como si lo conocieran, por eso para llamarlo no hace falta mencionar más que su nombre de pila.

“¡Arriba, Jaime! ¡Con todo, eh!”, le grita un veterano que acaba de estacionar su auto en la rambla. Podíamos imaginar que llevar a Jaime Roos al barrio que lo vio crecer atraería a la gente —admiradores, curiosos y afines—, pero no a tanta, al punto de que por momentos se complica la tarea de sacar fotos, sobre todo porque los que se acercan quieren las suyas. Algunos son jóvenes, de esos a los que todavía les faltaba bastante para nacer cuando se editó Mediocampo (1984), el disco que abre con “Durazno y Convención”; hasta le pide un recuerdo fotográfico un niño que ni siquiera estaba en este mundo cuando Jaime publicó su —por ahora— último disco de estudio, Fuera de ambiente (2006).

Un muchacho le da la mano y simplemente le dice “gracias por la música”, esa que sonó con todo en su regreso triunfal a los escenarios y que luego de reprogramaciones infinitas se dio por fin en diciembre de 2021 en el estadio Centenario. El espectáculo se llamó Mediosiglo —por sus 50 años como músico— y fue la celebración en vivo de Obra completa, la publicación de 20 volúmenes —en CD y plataformas digitales— con todas las grabaciones existentes de Jaime Roos, un proyecto que le consumió más de la cuenta y se publicó en tandas, entre 2015 y 2020. Mediosiglo se cerró hace pocos meses, en noviembre de 2022, también en el coloso de cemento, y en verano brindó un show en la rambla de Atlántida, con entrada libre, como aquellos que solía realizar hace demasiado tiempo.

Algunos de los que se acercan al músico le comentan que estuvieron en tal o cual de los últimos conciertos, como para que conste en actas que no quieren una foto por simple capricho o cholulez. La sesión de fotos duró dos horas. Cualquiera de nosotros no aguantaría ni 35 minutos esas abrumadoras muestras de cariño, pero es evidente que Jaime Roos está más que acostumbrado a ser Jaime Roos, porque hace casi 70 años —la edad que cumplirá el 12 de noviembre de este año— que lo es.

La canción “Durazno y Convención”, ya más que un clásico de la música nuestra, tiene tres partes bien definidas. La primera, dedicada a la calle Durazno —que canta Jaime—, es un candombe-toco, la segunda, que pinta el paisaje de Convención —con la gola de Jorge Vallejo—, es un candombe salseado —al galope del piano hipnótico de Alberto Magnone—, y en la conjunción de las dos esquinas la canción llega a una tercera parte, instrumental. Jaime siempre está en los detalles y no sólo de sus canciones. En la punta donde se encuentran los dos balcones del primer piso del edificio que está justo en la esquina que le mostró al mundo hay dos carteles que homenajean la canción, con el nombre de cada calle, y Jaime siempre que los ve se lamenta porque a la palabra Convención la escribieron sin tilde. “Estoy condenado”, le dice un vecino del edificio esquinero, porque ese punto concreto del universo es un imán de jaimeroosófilos, que buscan sacarse una foto o lo que sea. “Perdón, no fue mi intención”, le contesta el músico.

Otro vecino también se acerca y cuenta que vive en el edificio ubicado en Convención 1126 bis, que el músico conoce muy bien porque es donde vivió toda su infancia, hasta 1966. El muchacho abre la puerta de la calle y nos deja entrar para sacar fotos. Jaime le cuenta que hace más de 40 años que no entra, por eso al ingresar le viene un mareo de recuerdos y se da un atracón de magdalenas proustianas. Por ejemplo, al mirar las baldosas amarillas del piso del palier de la entrada rememora el futbolito con botones que jugaba con sus amigos —y vaya a saber qué otros recuerdos le llegan que no verbaliza—. Va hasta el final del pasillo de planta baja, se para frente al apartamento 006 —que antes era 002— y le llama la atención lo chica que le parece la puerta.

Cuando pensamos que no se va a acercar nadie más, marca presencia un muchacho con un regalo para Jaime: una camiseta negra con la imagen de los capitanes más representativos de la selección uruguaya, en orden cronológico: José Nasazzi, Obdulio Varela, Horacio Troche, Luis Ubiña, etcétera, hasta llegar a los Diegos: Lugano y Godín. El músico la mira y se le dibuja una sonrisa.

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Foto del artículo 'Jaime Roos: “Estoy lidiando con mi ego desde que apareció mi primer álbum”'

Foto: Alessandro Maradei

La misma sonrisa con la que ahora nos muestra los botines del 50. Y no, no es una referencia a su himno “Cuando juega Uruguay”, sino que literalmente son los botines del 50. Estamos a más de 53 kilómetros de Durazno y Convención, en el balneario La Floresta (Canelones), y no hay interrupciones para sacar fotos o comentar conciertos, sólo el entrometido pero musical canto de algún pajarito. Es el hogar de Jaime, el lugar indicado para entrevistarlo, porque desborda tranquilidad —la casa y el músico—.

Saca unos papeles viejos y amarillentos, nada menos que las facturas que comprueban que eso que tiene en exposición, entre muchos libros, son efectivamente los botines del 50. A fines de los 90, años después de estrenada su oda a la Celeste, Jaime se cruzó por la calle con un tipo que resultó ser nieto de Aquilino Combi, dueño de la casa de deportes que confeccionó la ropa y los zapatos de la selección uruguaya que ganó el Mundial de 1950. Sin explicarle nada, de un tirón, lo abrazó y le dijo: “¡Tenés que tener los zapatos que hizo mi abuelo, sos el que les cantó a los botines del 50!”.

El hombre le pidió a Jaime la dirección de su oficina y se fue. Tres días después, se los dio en una bolsa de nailon al portero, junto con las facturas de la Asociación Uruguaya de Fútbol y otros papeles que confirmaban que no era un verso, pero no dejó su teléfono. El músico nunca más supo de él. Los botines eran de la partida de aquel Mundial, pero no los llegó a usar ningún jugador; por eso ahí están, flamantes, como el día cero, descansando en un estante de la casa de Jaime.

Entre los libros que rodean los botines no faltan textos sobre The Beatles, como cualquiera podría prever. Los genios de Liverpool no sólo le pegaron fuerte a Jaime por su música, sino también por su imagen, y son responsables nada menos que de su bigote: ambicionaba que le creciera desde que vio la tapa del disco Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (1967). Cuando se le pregunta cuál es su disco preferido de The Beatles, subraya que le cuesta dejar afuera a ese de la tapa multicolor y llena de personajes, aunque, en realidad, aclara que si le piden elegir los mejores diez discos de la historia, “para empezar, diez son de los Beatles, y después vienen los demás”. Pero al final se la juega y dice que del primer período se queda con Rubber Soul (1965) y del segundo, con el “álbum blanco” (1968).

Hace ocho años que Jaime se vino a vivir a La Floresta, balneario que frecuenta desde hace cuatro décadas. La mudanza se dio como parte de un reordenamiento de su vida, que incluyó todas las formas en las que se puede reordenar una vida e implicó un período sin presentarse en vivo y alejado de la prensa. En la actualidad, a Jaime se lo nota serenamente pletórico. Cuando deja de explicar con onomatopeyas y entusiasmo la genealogía de la percusión murguera y simplemente conversa, aún mantiene una musicalidad, porque, como bien escribió su biógrafa, Milita Alfaro, Jaime Roos habla como canta y canta como habla; por eso, leyendo sus palabras podemos escuchar su decir. Se prende la lucecita roja del grabador y, con esa gola tan uruguaya y única, Jaime lanza: “Avanti!”.

¿Recordás cuándo te diste cuenta de que para vos la música era algo serio?

Desde que tengo memoria, y no estoy exagerando. La música es seria para un niño cuando se pone serio al cantar o aporrear un tambor. Se puede decir que el mío fue un caso muy notorio de vocación. Mis padres se dieron cuenta pero no querían que fuese músico, porque tenía un tío músico [Georges Roos] que era el símbolo de la bohemia y de andar a los saltos. Mis padres eran conservadores, con la idea de M’hijo el dotor, y querían que yo progresara. Recién me compraron una guitarra cuando tenía 12 años, porque la situación ya era insostenible. Lo curioso es que mi padre dijo: “Bueno, si tenés una guitarra, vas a ir a aprender al Conservatorio para que toques bien”. Ya que la hacemos, la hacemos bien... Estudié dos años de guitarra clásica, pero después tenía tantas otras cosas en mi vida cotidiana que no tenía tiempo para seguir estudiando, y esos fueron todos mis estudios académicos. Pero, volviendo a tu pregunta: ya a partir de los nueve años, que fue cuando aparecieron los Beatles, la música pasó a ser algo realmente fundamental en mi vida. Iba a jugar a la pelota a la canchita que quedaba enfrente al gas —nosotros, los del barrio, a la Compañía del Gas le decimos “el gas”—, a las seis menos cinco me iba a mi casa, escuchaba Beatlemanía, el programa que tenía Elías Turubich en Radio Sarandí, hasta las 18.30. A esa hora volvía y seguía jugando a la pelota.

También podrías haber querido ser jugador de fútbol.

También quería ser jugador de fútbol, por supuesto, pero era demasiado malo como para tomármelo en serio.

¿Qué tan ocupado estabas en tu vida diaria?

Estaba terminando el liceo, pero además estudiaba inglés y francés y hacía deportes tres veces por semana. Y un año después de que dejé de estudiar guitarra ya entré en preparatorios, a estudiar Ciencias Económicas, y además tenía vida. Parte de esa vida consistió en armar mi primer grupo de rock, cuando tenía 15 años. A los 16 ya empezamos a tocar en forma semiprofesional, en bailes; cobrábamos, pero no vivía de eso. Si te ponés a pensar la carga horaria de todo eso... Con el diario del lunes te digo que después de cuarto de liceo —cuando empezaba preparatorios de una carrera especifica— tendría que haber entrado en el Conservatorio Nacional para aprender armonía, composición, contrapunto, dirección de orquesta y todo lo que se te ocurra. Pero el diario del lunes no existe en nuestras vidas. Entonces, me fui haciendo a los golpes, en forma autodidacta.

Foto del artículo 'Jaime Roos: “Estoy lidiando con mi ego desde que apareció mi primer álbum”'

Foto: Alessandro Maradei

Pero mal no te fue sin haber estudiado todo eso.

Con el diario del lunes, mal no me fue, pero sólo yo sé las enormes carencias musicales que tengo, que muchas veces me angustian o deprimen. Me consuelo pensando en que si hubiera hecho una vida musical académica seguramente no hubiera agarrado hacia el género canción popular y no hubiera escrito mis temas. Pero, evidentemente, hacer historia contrafáctica es absurdo.

Los Beatles atravesaron a todo el mundo.

No es cierto, te corrijo: ahora todo el mundo dice que le gustaban, pero son una manga de subidos al carro. Sí a la gran mayoría de los músicos, para nosotros fueron muy importantes, y para la sociología mundial fueron un elemento absolutamente disruptivo. Es cierto que incidieron en la vida de todos, fueron un agente revolucionario; sin embargo, desde el punto de vista musical, no te creas que todos eran fanáticos de los Beatles.

¿Qué fue lo que a ese Jaime de nueve años le atrajo del cuarteto de Liverpool? Obviamente, era diferente a lo que se escuchaba por la vuelta.

Lo que escuchaba previo a los Beatles que me emocionara era cierta música clásica, de algunos discos que había en casa de mi abuela, pero sobre todo jazz, de las big bands, que tenía mi padre; me apasionaban Duke Ellington, Stan Kenton y Benny Goodman. Es más: mi primer disco —mío propio— fue de Benny Goodman, con Teddy Wilson en piano, Lionel Hampton en vibráfono, Gene Krupa en batería y Harry James en trompeta. Te puedo decir el cuadro completo.

Como si fuera la selección de Brasil de 1970.

Sí, tenía mucha admiración por los jazzistas. No escuchaba bebop ni jazz moderno, pero eso era jazz. También me gustaba mucho la murga, pero era una vez al año. Más adelante hubo un programa de radio que se llamaba Adelantando el carnaval —por CX24, “la voz del aire”— que fue muy importante para mí, lo escuchaba dos meses antes del carnaval propiamente dicho. Y los tambores de mi barrio, que sonaban todas las semanas, también fueron importantes. Pero tanto a la murga como a los tambores los tenía en otra casilla: eso era la música de mi barrio, aunque con el tiempo me di cuenta de que me ponía la piel de gallina. Cuando tenía siete u ocho años iba al tablado que quedaba frente al bar Coruñés, por la subida de Wilson Ferreira —que se llamaba Río Branco, entre Durazno y Maldonado. No tenía ni que cruzar la calle, simplemente dar vuelta la manzana.

¿Tus padres qué escuchaban?

Mi madre, esencialmente folclore y tango, pero también boleros, música brasileña, mexicana y española, y mi padre, jazz, cantantes como Frank Sinatra o Nat King Cole. Muchos años después me di cuenta de todo lo que había aprendido de todas esas músicas que escuchaba en forma subconsciente en la radio de mi casa. Pero pocas cosas me gustaban. Ahora, cuando aparecieron los Beatles, que tanto se habló de que eran un producto del imperialismo, sonaron por la radio y recuerdo perfectamente el lugar donde estaba. Vivía en Convención casi Durazno, era domingo, habíamos ido de paseo con mis padres, mi madre estaba haciendo la cena, yo estaba en un sillón con la radio prendida —en mi casa no había televisión— y sonó “Love Me Do” [1963]. Quedé galvanizado, me pareció que había escuchado algo absolutamente maravilloso: el sonido de las voces, esa tímbrica y al mismo tiempo el buen gusto, los arreglos —esto lo digo habiéndolo estudiado a posteriori—. Después, yo entraba a la escuela a la una de la tarde, mi madre me hacía de comer cerca del mediodía; escuchaba el programa Aquí está su disco y alguien pidió “Anochecer de un día triste” —así la traducían—, que era “A Hard Day’s Night”, por los Beatles. Sonó el primer acorde, arrancó y me volví loco. Recién después vi una foto de ellos y vi cómo tenían el pelo y las pintas, y también me pareció maravilloso. Yo quería ser como ellos, pero el mundo de los adultos era muy agresivo hacia los Beatles, les producían una alergia, incluso su música, lo cual nunca entendí. Para mí se convirtieron en una cruzada personal, pero además su música constituyó una fuente de felicidad.

En paralelo a los Beatles, ¿cómo fue creciendo tu amor por el fútbol y Defensor?

Y la Celeste... Fue constante, yo era un niño uruguayo. El Mundial de Inglaterra de 1966 me lo tomé muy en serio, me acuerdo de llorar cuando perdimos contra Alemania y nos eliminaron. Mi padre quería que fuera hincha de Nacional y me llevaba a verlo, pero a mí me tiraba Defensor. Recién cuando estaba en el liceo lo enfrenté y le dije: “Soy hincha de Defensor”.

Saliste del clóset futbolero.

Exactamente. Me gustaba esa farola que veía cada día cuando iba a jugar a la pelota a la rambla. Me gustaban la camiseta, los jugadores, el club... y no tenía familia en Punta Carretas ni tenía nada que ver con Punta Carretas, pero La Farola la veía todos los días de mi vida.

Y en esa época Defensor todavía no había salido campeón uruguayo.

Claro, no era exitista. Mirá que hubo varios subidos al carro después del primer campeonato, porque incluso tuvo un significado político, en plena dictadura [1976]. Además, el profe [José Ricardo] de León era un tipo de izquierda, entonces tuvo curiosas connotaciones, que en realidad no tenían absolutamente nada que ver con el fútbol. Pero el hecho de que el débil le ganara al fuerte, en momentos en que el grande era un tirano, repercutió en forma muy curiosa en Uruguay. Yo estaba en París —ya lo conté muchas veces—, me enteré un mes después, cuando recibí un sobre —no una carta— en donde estaba el diario El País de los lunes, que decía “Defensor campeón, la historia quedó de rodillas” y en la tapa aparecía el equipo formado. Yo no sabía cómo iba el campeonato, sabía que andábamos bien porque un mes atrás había recibido una carta en la que algún amigo me comentó “qué cuadrazo tiene Defensor”, pero yo no hablaba con mi familia porque llamar larga distancia era muy caro.

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Foto: Alessandro Maradei

Hablando de todo esto: la versión original de “Cometa de la farola”, que abre tu primer disco, Candombe del 31 (1977), más allá de que tu voz aún no estaba madura, ya tiene todos los ingredientes de tu estilo.

Para mí es la voz de un niño, pero hay determinado ritmo e inflexiones que manejo que generalmente se traducen como el swing particular de tal o cual cantante. En esa canción ya estoy llevando el ritmo de una manera particular, en los distintos volúmenes de las diferentes sílabas de la canción. Eso es algo en lo que no se piensa cuando se escucha a un cantante, ni siquiera yo lo pienso cuando canto, pero está ahí y está el redoblante de la murga.

En todas tus canciones murgueras aparece la fusión de eso que de niño tanto te gustaba del tablado con la idea de hacer canciones populares. Más allá del disco Todos detrás de Momo (1971), de Los Olimareños, no había muchas canciones populares de estilo murguero fuera del carnaval.

Hice “Cometa de la farola”, luego “Retirada”, “Los olímpicos” y “Adiós juventud”. Fue curioso, en aquel momento ya conocía a Estela Magnone, que participó en el disco Siempre son las cuatro [1982] con su trío Travesía. Me acuerdo de que le dije: “Esta es la última murga que voy a escribir [por ‘Adiós juventud’], porque ya está, no tengo más nada para decir; este género es muy crudo y austero, es muy difícil agregarle otras cosas”, pero resultó que no fue así... Hay que tener en cuenta que en mi barra éramos tipos no solamente músicos, sino también estudiosos, musicólogos en potencia; constantemente intercambiábamos ideas, polemizábamos, nos llegábamos a pelear por credos artísticos, era todo muy intenso. Con respecto a la murga: en 1975 tomé una decisión estética: que iba a llevar adelante la murga canción. Es más, nadie le decía “murga canción”, es una expresión mía, que empecé a repetirla y después quedó. Todo el mundo decía “una murga”; era obvio que se trataba de una canción, pero a mí me molestaba porque una murga podía ser un espectáculo de 45 minutos. Para mí fueron muy importantes las canciones “Al Paco Bilbao” [de Rubén Lena, interpretada por Los Olimareños] y “A mi gente”, del Sabalero [José Carbajal], más que Todos detrás de Momo, que es un gran disco, que escuché pero en el que no profundicé. Era notorio que esas dos canciones eran murgas, populares y tenían el alma de nuestro pueblo. Y lo que notaba en aquellas murgas que escuchaba de chico, en el tablado o en el programa Adelantando el carnaval, no estaba en esos dos temas. Después me di cuenta de que pertenecían a músicos que hacían folclore rural.

¿Cómo los ubicás a Los Olimareños en el mapa musical uruguayo?

A mi entender, son los folcloristas más importantes que dio Uruguay, por arriba de Zitarrosa, que es el Frank Sinatra de acá, pero ellos, como músicos de terruño, son incomparables. Como me dijo un panadero: “Los Olimareños son el interior profundo y el Sabalero es los pueblos del interior”. Pero no tenían bombo, redoblante y platillo ni el ritmo de murga tocado como tal, no hacían marcha camión: hacían una murga que no era murga pero que era murga. Y a mí me pareció que había que profundizar la raíz montevideana. Entonces, mi fusión de las distintas músicas del mundo con la murga tradicional fue realmente diferente a lo que habían hecho ellos antes, pero hay algo que está claro: la murga canción la inventaron ellos. Y lo otro que está claro es que mi estilo musical y mi forma de llevar adelante la murga no tienen influencia de ellos. La influencia está en que ellos hicieron canción en ese estilo, una influencia global, casi racional. Pero desde el punto de vista musical no, yo busqué mi camino. En realidad, mi fusión fue con pinceladas de rock, ya que, salvo un par de canciones, no se trata de murga tradicional de los años 50, hay otros elementos. Era consciente de que lo que estaba haciendo era original.

Los versos “parece mentira las cosas que veo / por las calles de Montevideo”, de la segunda parte de “Adiós juventud”, son de los más populares que escribiste, gracias, en parte, a que se usaron en Telecataplum y luego en Plop! para el segmento de imágenes pintorescas de Montevideo.

Sí, esa canción fue el primer hit nacional que tuve e hizo que Siempre son las cuatro fuera mi primer disco de oro. El flaco [Jorge] Denevi, un gran amigo, junto con Jorge Scheck, que eran los libretistas de Telecataplum, decidieron que era una muy buena cortina —la ponían en loop, solamente esa parte— para mostrar cosas absurdas de la ciudad, como que el embaldosado nuevo de la plaza Libertad provenía de lápidas de algún cementerio y tenía labradas las fechas de nacimiento y muerte de las personas. O de repente cosas muy cómicas. En la época de la dictadura, todo lo que fuera transgresor era considerado una suerte de acto de resistencia. El muro del fascismo nacional era tan cerrado que cualquier cosa que fuera a contrapelo o que mostrara algo que estuviera mal, aunque no tuviera nada que ver con lo político, se tomaba como resistencia. Esa canción no les gustaba a los milicos. ¿Se puede creer? Era así. Pero no la podían prohibir, obviamente, porque no decía nada. “Los olímpicos” la prohibieron, no me la dejaron cantar en 1981 y estaba prohibida en [el programa radial] Aquí está su disco porque hablaba de algo que estaba mal, de uruguayos que se iban, pero era una canción sobre el exilio económico, que era previo a la dictadura; sin embargo, estaba prohibida.

¿Qué recuerdos tenés de la dictadura?

Fue muy dura. Ustedes, los más jóvenes, han tenido mucho acceso a la información de las zonas más tenebrosas, como los presos, los muertos, los desaparecidos, los torturados y el exilio; todo ese horror, obviamente, escalofriante. Ahora, lo que no se registra, porque es muy difícil de transmitir y de comprender, es la vida cotidiana, el día a día en épocas de dictadura. Era realmente vivir con un nudo en la garganta cada vez que uno salía a la calle, se tomaba un ómnibus o prendía el televisor. Fue una especie de inyección de angustia que duró 12 años.

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Foto: Alessandro Maradei

En “Los olímpicos” y en “Aquello”, ambas del mismo disco, Aquello (1981), hay algo de nostalgia.

En aquella época se me acusaba de nostálgico, como algo negativo, de que vivía en el pasado y negaba el presente, e incluso de que desde el punto de vista artístico me refugiaba en cosas que ya no estaban. Cuando salió “Brindis por Pierrot” [1985] dijeron que era el “himno a la nostalgia”, pero yo lo único que les decía era que todo eso que contaba era mi vida cotidiana, ¿de qué nostalgia me estaban hablando? Lo que pasa es que para tipos que vivían en un apartamento del Centro hablarles de una sobremesa con el Canario Luna y el Negro Omar era como hablarles de algo de 1940. Por otra parte, siempre le tuve no solamente respeto al pasado, sino que lo consideré como parte del presente, y una cosa es que el pasado se haga presente en una obra artística y otra cosa es vivir en el pasado. Pasaron los años, las décadas y hoy nadie me considera nostálgico. Es curioso. ¿A vos te parece que la gente joven me considera un nostálgico?

No creo. ¿Pero cómo te llevás con la nostalgia?

¿Ves esa biblioteca? La mitad de los libros son de historia. Ahora, ¿quiero vivir en esas épocas? De ninguna manera. En algún período mágico, como el París de los años 20 o de los 30... El de los 20, mejor, me encantaría visitarlo como en la película de Woody Allen Midnight in Paris [2011], que es extraordinaria. Pero yo viví el París de los años 70 y era mejor que el de los 20, porque —dijera Woody Allen— había antibióticos y píldoras anticonceptivas... Pero era prácticamente el mismo París de los años 20.

Leí algunas críticas que te hacían en la prensa en la década del 80 y en varias decían bastantes bolazos. Recuerdo, en particular, palos a Mediocampo (1984), que es de tus mejores trabajos y un disco fundamental de la música uruguaya. ¿Cómo te llevaste con lo que escribían sobre tu obra? ¿Te enojabas?

Sí, me enojaba porque me trataban mal, especialmente la prensa especializada. A veces por odios personales, otras por odios políticos o celos profesionales, y a veces por todo junto. Y a veces porque tenían razón cuando hacían alguna crítica... Pero, aunque parezca mentira, les tendría que agradecer porque me reforzaban; quizás por mi manera de ser, me mojaban la oreja y me hacían pelear más. Llegué al colmo de poner “que los eunucos bufen” en el librillo de Mediocampo, citando a Roberto Arlt en el prólogo de Los lanzallamas [1931] —que tenía el mismo problema en aquellas épocas—, y sabían que iba para ellos.

Vos también ejerciste la crítica musical, en el semanario Jaque, a mediados de los 80. ¿Cómo te sentías del otro lado del mostrador?

Nunca escribí sobre música uruguaya, me negué a hacer crítica de mis colegas; sí me animé sobre músicos internacionales. Pero fue un error, porque yo creía que iba a estar siempre en Uruguay, y de repente un día me encontré con esos mismos músicos y a algunos los había despellejado.

A Charly García le diste palo.

Sí, pero con él no me crucé, sino con Pablo Milanés, que terminó invitándome al Festival de Varadero, en Cuba. Me recibió en su casa y yo pensaba: “Qué vergüenza me da, a nivel personal y profesional, haber dicho que su música era del siglo XIX”. No debí hacerlo, pero no pensé que iba a terminar entreverado con esa barra, de la crema de la música latinoamericana.

“Hermano te estoy hablando”, la canción que abre Siempre son las cuatro, es muy particular porque en ella “interpretás” a dos personajes; tiene una cosa teatral, incluso en el tratamiento del sonido de la voz. ¿Recordás cómo te nació la idea? Es oscura, el muerto que habla...

Surgió de algo que yo no sabía que iba a tener un estribillo, que es la parte central: “Hermano, te estoy hablando”. Se había muerto mi querido amigo chileno Botánico [Raimundo Chaigneau]. Teníamos una barra en París, todos de veintipico, pero él era mayor que nosotros, de cuarenta y pico. Se murió de un cáncer galopante y en cierto momento sentí que él estaba hablando a través de mí. Entonces, cuando estaba escribiendo yo era Botánico que me hablaba a mí: “Hermano, te estoy hablando, / quizás me puedas oír, / aquí no hay ningún misterio, / no quieras llegar al fin”, me estaba hablando de la muerte… “Tú diles que los recuerdo —al resto de los amigos—, / que lo que quedó detrás / me voy sin averiguarlo”, y nos dice a nosotros: “Sus versos me lo dirán”. O sea, “escriban lo que yo no pude escribir, lleguen hasta al lugar al que no llegué”. A partir de ahí imaginé que ese personaje era yo mismo y empecé a imaginar mi propio sepelio. Yo quería que me cremaran —en mi familia somos de cremarnos— y me tiraran en la playa chica que muere en el gas; todavía no estaba escrita “Durazno y Convención”, pero fue un lugar muy importante para mí, porque ahí jugué a la pelota hasta que tuve 13 años. “Las cenizas al viento / se pierden sobre el mar picado, / frente a la misma rambla / donde le tocó crecer”. Es la película de mi sepelio. Después decía “que cada uno entienda / cómo aguantarse la tacada”...

“Solo en la cama de un cuarto / o en brazos de alguna mujer”.

Cuando murió Botánico, una amiga me invitó a ver una película, salí con ella y terminé en su cama... por no decir en las nubes; era una amiga maravillosa. Nunca le dije que me acababa de enterar de que mi gran amigo se había muerto. Cuando uno hace estas canciones nunca es lineal, echa mano a distintas cosas de la propia vida, pero que pertenecen a distintas épocas y también a vidas de otras personas a las cuales uno observa. Y después, a vidas que no existen, cosas que uno imagina, dándole color dentro de su mambo poético.

De “Brindis por Pierrot” ya se dijo mucho, sobre todo acerca de quién era cada personaje nombrado; de hecho, hay generaciones posteriores que supieron de ellos a raíz de la canción. Pero me interesa saber, por ejemplo, qué significaba para vos escribir “este brindis por Zelmar” [Michelini] en 1985.

Zelmar era mi pollo. Cumplí 18 años dos semanas antes de las elecciones de 1971, pero no lo voté a él sino a Vivian Trías, del Partido Socialista, y estoy arrepentido hasta el día de hoy... Está claro que era un agente de la KGB, ¿no? Nuevamente, no vamos a hacer historia contrafáctica, pero en aquel momento me interesaba más el socialismo que Zelmar. Pasaron los años y me di cuenta de que mi ideología apuntaba hacia lo que pregonaba Zelmar, que era muy parecido a lo del Partido Socialista pero con un tinte más real, era una socialdemocracia más uruguaya, y además él era un ser excepcional —como político, obviamente, porque a nivel personal no lo conocí—. Entonces, en el momento en que se legalizó el Frente Amplio, que siempre fue una coalición, era importante el sector al cual pertenecía cada uno, y me saqué las ganas de hacer brindar al personaje por Zelmar. El pollo del Canario Luna era [Enrique] Erro, y en el recitado final lo mencionó. El primer recitado, que dice “te largan a la cancha...”, lo escribí yo, pero al final, cuando la canción empieza a agarrar el fade out —la bajada de volumen—, él se puso a divagar: “el Niño Calatrava, Raviol, que se nos fue hace poco...”, y siguió, siguió y siguió, y allá, como cuatro estrofas después, nombró a Erro, pero el fade out tenía que bajar antes y quedó afuera. El Canario Luna quedó muy enojado. Después la volvió a grabar y puso a Erro primero.

¿Y por qué quisiste mencionar a Martincorena, que era un famoso delincuente?

Cuando te digo que para mí eso no era vivir con los parroquianos de los boliches de los años 40, sino que era en tiempo real, es porque en dos o tres bares diferentes escuché que mencionaban con admiración al Mincho Martincorena, que había muerto hacía 20 años. Martincorena se entregó y le metieron más de 30 balazos, con las manos en alto. Era un tipo que tenía un prontuario frondoso, pero resulta que era querido y todos hablaban bien de él: “Era el verdadero Robin Hood, que afanaba y repartía con los del barrio, no como el Chueco Maciel, que era un violador; ¡cómo se comió la pastilla Viglietti!”. La canción “El Chueco Maciel” era extraordinaria, pero resulta que en el ambiente de los malandras no les gustaba porque era violeta. “Ahí está Martincorena, escuchando esta canción”... Son cosas que iban armando un entramado que, sin embargo, no es el principal de la canción, porque el principal son las conclusiones, pero son puntos de referencia que eran como acupuntura para la población, mencionar esto y lo otro. Pianito [Cipriano Castro, director de Araca la Cana] está porque tiene que estar; ahora, el Picho López [integrante de Falta y Resto] está porque era uno de los que cantaban en el coro y era amigo mío.

Siempre fuiste al cine

El 1º de enero de 1975 se estrenó la película Amarcord (1973), una de las obras maestras de Federico Fellini, en el cine Plaza. Jaime la fue a ver y durante la primera semana repitió dos veces más y se quedó a verla de vuelta en ambas oportunidades; por lo tanto, la vio cinco veces en siete días. Dice que hasta hoy esa película lo sigue enamorando, porque le pega en algún lugar del cerebro que no sabe cuál es. Hace poco tiempo anduvo por Italia, y la buscó y la buscó hasta que la consiguió en DVD, en versión original remasterizada.

“¿Sabés lo que es poder llevarte una película a tu casa como te llevás un disco? No existía”, dice Jaime al recordar la revolución que significó —para todos, pero sobre todo para él— el invento del casete VHS y el correspondiente reproductor, que en Uruguay empezó a aparecer a mediados de los 80. Jaime se considera cinéfilo y dice que de joven veía cerca de diez películas por semana en el cine, lo que da un promedio de 500 por año. Cuando quería ver una película más de una vez, le seguía el circuito, entonces, de repente pasaba del Metro al Casablanca y luego al Independencia, y también iba a los ciclos puntuales de Cinemateca o el Cine Universitario, y recalca: “Pero cuando apareció el VHS significó lisa y llanamente que te podías llevar una película a tu casa”.

¿Extrañás la bohemia?

No, como tampoco extraño el vino... Cuando me ofrecen a veces digo “ya me lo tomé todo”, para que no se ofendan, y surte efecto, entienden. Con la bohemia me pasa lo mismo, pero quizás sea porque aquella bohemia se fue; hay otras bohemias, que son las que ustedes viven. Cada cosa a su debido tiempo, como decía aquella canción de The Byrds en la que toman las páginas de la Biblia que dicen “tiempo para vivir, tiempo para morir, tiempo para cosechar, tiempo para sembrar” [“Turn! Turn! Turn! (To Everything There Is a Season)”]. No lo extraño. En este momento vivo otras cosas que son intensas y me dan felicidad. Entonces, cito al Sabalero: “Lindo haberlo vivido pa poderlo contar”.

Sos un tipo muy montevideano, ¿qué se te dio por venirte a vivir a La Floresta?

Bueno, tampoco me fui a vivir al Chuy... estoy cerca. Lo pensé mucho y quizás tenga que ver con que vengo a La Floresta desde los años 80, y esta casa está construida en un lugar particular del balneario, en donde me siento muy bien. Hay que tener en cuenta que me vine a vivir acá cuando tenía 62 años y había bajado mucho el ritmo de mi actividad, pero estoy yendo constantemente a Montevideo, no siento que haya cortado ese vínculo de ninguna manera.

Este año vas cumplir 70. ¿Cómo te cae ese número redondo?

Hasta me gusta, lo pienso con cierto alivio de que no me morí joven y con cierta alegría de estar como estoy con 70 años. Me parece cool.

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Foto del artículo 'Jaime Roos: “Estoy lidiando con mi ego desde que apareció mi primer álbum”'

Foto: Alessandro Maradei

Los dos recitales que hiciste con la Banda Completa en el estadio Centenario, en 2021 y 2022, imagino que le dieron una nueva inyección a tu carrera, porque hay mucha gente que te escuchó por primera vez en vivo. ¿Cómo los viviste?

Sí, lo pude comprobar. No lo tomé en cuenta, fue un regalo. Siento que esos conciertos, que fueron construidos con un gran sacrificio, concentración y felicidad, florecieron. Mirá que estuve meses, junto a los músicos, escuchando los arreglos originales de las canciones, y luego los arreglos posteriores, tomando decisiones sobre si en la frase de guitarra de acá o de allá se usaba la de la grabación original o no, con un nivel de precisión, pero por sobre todo de amor, para llevar adelante esa puesta en escena de las canciones en vivo. Puedo entender que hayan tenido éxito, que está claro que lo tuvieron, pero no me imaginé el voltaje y la emoción compartida, tanto de los artistas como de la audiencia al momento de tocar, especialmente en el primer concierto. Me siento enormemente feliz, porque es muy difícil emocionar a alguien hoy, y al mismo tiempo sentí el privilegio de decir: “Si yo puedo emocionar a alguien con casi 70 años, y si se puede lograr una comunión colectiva como la que sucedió en el primer Estadio, entonces soy un privilegiado, le tengo que dar gracias a Dios y al público y no puedo ser tan corto de miras de no regocijarme con lo que pasó”.

¿Cómo afecta eso el ego? Se te debe inflar.

Mirá, estoy lidiando con mi ego desde que apareció mi primer álbum. Todos los artistas tienen un ego concreto, es un motor y es un gran error pensar que es algo negativo; el problema es cuando los egos se manejan en forma negativa. No es fácil lidiar con el ego, pero una vez que uno se acostumbra ya se convierte en algo incorporado. Entonces, debo decirte que luego de esos conciertos yo sigo siendo el mismo tipo que antes, si hablamos de ego. Tomo esto que sucedió como un premio que me dio la vida, porque esos conciertos perfectamente podrían no haber acontecido.

En la conferencia de prensa que brindaste antes del toque del Centenario de noviembre de 2022 te pregunté si tenías planes de grabar un nuevo disco y contestaste que andás con ganas de hacer sonar la música que tenés en la cabeza, pero que no está demasiado relacionada con la realidad musical actual. Pero ya en 2006, cuando publicaste Fuera de ambiente, tu último disco de estudio, te sentías de esa manera, así que calculo que ahora mucho más. ¿Qué te hace sentirte así?

Todo. Porque se abolió la perilla del swing, que para nosotros, los músicos, era muy importante. Por otro lado, desde el punto de vista letrístico ha habido un gran descenso en el nivel de los escritores. Quizás haya un par de grandes cancionistas por ahí que no conozco y estoy hablando de más, solamente me refiero a lo que llega a mis oídos y veo constantemente en televisión. Me interesa mucho cada vez que veo a un artista joven; antes nosotros no teníamos presencia en la televisión, hoy sí, aunque sea en canales alternativos, de cable o lo que sea, pero están, no solamente a nivel nacional sino también internacional. No quiero entrar en la del viejo amargo diciendo “todo esto que escucho es una porquería”, no me quiero poner en cascarrabias, simplemente digo que mi visión de la música está aún más fuera de ambiente de lo que estuvo en 2006, cuando publiqué aquel álbum, que salió y allí se quedó, no lo pasaron por la radio, no tuvo hits.

Pero se vendió muy bien.

Sí, se vendieron muchísimos discos, cinco discos de platino [20.000 unidades] en 20 días, porque tuvo una modalidad de venta muy especial, una gran idea que se me había ocurrido. Porque Ancap no nos compró los discos, no puso un peso, nosotros hicimos un acuerdo de distribución. Ancap simplemente aprovechaba su cadena de distribución, que encarece 40% el costo de un disco, y en sus camionetas, donde llevaban el aceite y los repuestos para los autos, ponían las pilas de discos y llegaban a las estaciones de servicio. La gente no tenía que entrar a un shopping para buscar una disquería, iba con el auto a la estación y decía “¿me da tres?”, y compraba los discos. Ahora, es uno de mis mejores discos, no tengo dudas en decirlo, pero pasó casi desapercibido en lo profundo. Si supuestamente un artista importante de un país saca un disco nuevo, alguna canción van a pasar por la radio... En Uruguay no tuvo críticas. En la conferencia de prensa los periodistas se vengaron de mí, me la hicieron bien: hice la presentación, “el disco se llama así por esto y por aquello, tocaron tales músicos”, hablé un par de minutos y le dije a la prensa presente: “Estoy a disposición para las preguntas que quieran hacer”. No me hicieron ninguna. Un minuto y medio de silencio, tras el cual di un golpecito en la mesa, dije “buenas noches”, me levanté y me fui.

Justo a esta entrevista traje una sola letra impresa y es la de “Tema del hombre solo”, que es de ese disco y me parece de las mejores de tu carrera.

Esa canción les gustó a mis amigos de la noche, fue un hit para diez personas. Me decían “me la hiciste a mí” y les contestaba: “No te la hice nada a vos, me la hice a mí, pero si a vos te parece, también es para vos”.

¿Pero al final en que está la idea de hacer un nuevo disco?

Voy a sacar un disco nuevo si creo que realmente tengo canciones buenas, las grabo y me gusta cómo quedan, y voy a hacer lo que hice siempre: si creo que tienen que ser publicadas, las voy a publicar. Pero hace tantos años que no saco un disco con canciones nuevas que ponerme a hacer promesas sobre esto me parece patético. De todos modos, ¿sabés una cosa? Nunca paré, nunca tuve un año al santo botón. Yo estuve tres años para hacer la película Tres millones [2011], pero resulta que nadie se acuerda de ella. Me acuerdo de aquella frase que una vez escuché, que en la vida tenés que hacer una sola cosa, no hagas ni dos ni tres: si sos carpintero, dedicate a la carpintería, no seas vidriero. Bueno, a mí se me ocurrió dirigir esa película y es como si no la hubiera hecho, pero para mí a nivel creativo es un objeto artístico muy querido. Ahora, si algún día entro al estudio y estoy con los auriculares calzados, voy a cacarear y decir “entré a grabar un disco”.

¿Tu obra te pesa mucho a la hora de componer canciones nuevas?

No, lo único que me pesa es si lo que voy a grabar es realmente bueno; en todo caso, se conecta con la obra anterior, puesto que no puedo hacer algo inferior a lo que hice. Además, la alergia que le tengo al autoplagio es muy poderosa y tengo el orgullo de gritar a los cuatro vientos que en mi discografía no van a encontrar un autoplagio, jamás hice eso.

En El montevideano (2017), tu biografía, que escribió Milita Alfaro, dijiste, ante el insistente reclamo de la gente para que saques un disco nuevo: “Hagan de cuenta que me morí”. Ahora no estás tan tajante.

Lo que pasa es que en el momento en que dije eso me estaba construyendo esta casa y junto con mi mujer, que es un ser celestial que un día apareció en mi vida, estaba recomponiendo mi vida, juntando los pedazos que estaban sueltos, desde todo punto de vista. Además, estaba llevando adelante el proyecto Obra Completa, que resultó ser muchísimo más difícil, engorroso y angustiante de lo que creí en un comienzo, que había pensado “palo y a la bolsa y listo”. Pues no. En aquel momento les estaba dedicando el tiempo a cosas de mi vida que habían quedado tiradas, precisamente por no haberles dedicado tiempo en su debido momento. No tenía tiempo real, horas en el día, como para dedicarme a hacer más cosas que las que estaba haciendo. Entonces, “hagan de cuenta que me morí” fue como decir “déjense de joder”.

¿Escuchar tu discografía entera mientras trabajabas para reeditarla te hizo cambiar la perspectiva de tu obra luego de tantos años? ¿Qué te movió?

Fue todo un viaje sumergirse en esas grabaciones, así como fue todo un viaje sumergirme en el pasado cuando Milita Alfaro hizo el libro El montevideano. En relación con lo emocional, siempre es muy doloroso zambullirse en el pasado, uno no sale indemne de un viaje al pasado. Con respecto a la música, muchas veces me sorprendió, porque creía que había cosas que eran tan buenas que nunca iba a poder superarlas, y otras veces porque escuché cosas tan malas que dije: “Las tengo que grabar de pe a pa”... También percibí que era un obra muy compleja, multidimensional, pero no quiero ponerme crítico de mi propia música.

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Foto: Alessandro Maradei

Me interesa saber cuáles son las canciones que pensás que son tan buenas que no las vas a poder superar.

“Pirucho”, por ejemplo.

Ahí hay swing.

¿Y qué querés? Si tocabas con esos tambores y durante diez segundos apagabas la perilla del swing, te pegaban un piñazo, literalmente. Eran duros esos muchachos, el que aún vive es el Hurón [Fernando] Silva: ese tambor es tremendo, repique.

En los dos recitales del Centenario dejaste muchas canciones afuera, obviamente, pero para mí hay dos que son imperdonables.

Pero mirá que cada persona que me habla me dice lo mismo. Vamos a ver si las imperdonables tuyas coinciden con las de los demás.

“Una vez más” y “Despedida del Gran Tuleque”, que para mí es una de las mejores de tu repertorio de murga canción.

Es que la música del Gran Tuleque la hice yo, ¿qué querés que te diga? Obviamente, la letra es de Mauricio [Rosencof]. Lo que pasa es que fue una canción muy importante desde el punto de vista político. Fijate que fue la primera murga canción política que se hizo luego de que volvió la democracia; además, se convirtió en la canción insignia de la campaña del “voto verde” [a favor de revocar la ley de caducidad en el referéndum de abril de 1989], entonces, es una canción con connotaciones sociales muy concretas. La quiero mucho, pero ¿sabés cuántas murgas había en ese espectáculo? Tampoco fueron “Que el letrista no se olvide” y “Al Pepe Sasía”, sin embargo, ahora entraron a la cancha, en Atlántida. Quizás en algún momento entre “Despedida del Gran Tuleque”, antes de que nos vayamos del escenario, que va a ser en el otoño de 2024.

“El hombre de la calle” también es una canción política.

Únicamente política.

Y me parece que está muy vigente aún, porque cambiaron los medios de comunicación pero la esencia de lo que expresa sigue intacta.

Sí, es el hartazgo del hombre común ante el verso, así de simple. Además, recalcando que la verdad está en cada esquina. Con respecto a “Una vez más”, es una de mis canciones favoritas de esa época, pero es un poco complicada para ponerla en el escenario. Quizás entre a la cancha, porque ya son varios los que me la han pedido.

¿Y qué pasa con “La hermana de la Coneja”? Hay quienes en el último tiempo la acusaron de machista.

No me parece machista, pero el autor de la letra, Raúl Castro, así lo declaró, por lo cual no voy a tocar más esa canción. Pero yo, que siempre fui feminista —desde 1975 en adelante de forma consciente—, en el momento de grabarla no la consideré una canción machista. Si hubiera escrito una canción sobre el flaco Tito, que terminaba en cana porque era transa de merca y le pegaban una puñalada en el Penal de Libertad, ¿resulta que hubiera sido feminista la canción? No. Ahora, comprendo que para alguna gente pueda ser una canción que tenga un tinte machista, pero —reitero— para mí no lo es, si no, no la hubiera cantado. Pero como el autor dijo eso, ya está. Quedó grabada, es parte de su tiempo, de mediados de los 80, patatín, patatán, listo.

En tu disco en vivo Candombe, murga y rocanrol, que salió en 2004, a “La hermana de la Coneja” le cambiaste la frase del final, que originalmente era “pero la marca una sombra / que nunca pudo esquivar: / cómo la vino a quedar / allá... por la Ciudad Vieja”.

Porque no me gustaba. Efectivamente, el verbo quedarla me parecía machista, y esa versión es del Concierto aniversario, de 1997. En los años 90 ya le había cambiado la letra, dos frases finales. La cambié por “pero la marca una sombra / que no la deja dormir, / cómo la hacían vivir / allá... por la Ciudad Vieja”. El verbo quedarla significaba, en forma despectiva, perder la virginidad. Entonces, dicho de esa manera me parecía machista, por eso lo cambié; estoy hablando de un verbo. Ahora, los hombres también perdemos la virginidad, y a veces es traumático; en el caso de la mujer, obviamente, es mucho peor puesto que conlleva un dolor físico. Veo que reparaste en ese cambio; cuando cantás te das cuenta, cuando sale una palabra de tu boca te das cuenta de si hay algo que te molesta.

Más allá de la letra, es una pena que no la vuelvas a tocar nunca más, porque la coda tiene una brisa montevideana única.

Fue un arreglo de chelo que escribí con base en una improvisación de bandoneón tocado con teclas. Y sí, está linda esa coda; en el disco 7 y 3 [1986] quedó un poquito larga.

Tenés varias codas largas, eso se lo copiaste a los Beatles.

No, las mías son más largas que las de ellos, por eso las mías quedaron mal y las de ellos quedaron bien.