La Tecnicatura Universitaria en Corrección de Estilo (TUCE), que forma parte de la oferta académica de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (FHCE) de la Universidad de la República (Udelar), está cumpliendo diez años. En su creación, en 2008, confluyeron una larga lucha emprendida por un grupo de correctores editoriales “de oficio” que pugnaban por la certificación profesional de sus saberes, y un contexto propicio para el desarrollo de carreras cortas y la apertura a “nuevas dimensiones del conocimiento, con otras exigencias y necesidades de formato”, tal como explicó el decano de la FHCE, el historiador Álvaro Rico, en la celebración de la primera década de la TUCE. El festejo, bajo el lema “La profesionalización de la corrección de estilo en Uruguay”, se llevó a cabo el viernes 28 de setiembre en el salón de actos de la FHCE e incluyó la conferencia “Modos de leer, antes de publicar”, de la profesora argentina Marcela Castro, y la ponencia “Acerca de Palabras más, palabras menos. Herramientas para una lectura eficaz”, a cargo de dos de sus autoras, Silvana Tanzi y Maqui Dutto. La jornada, que fue sin duda un marco ideal para el encuentro de estudiantes, docentes, egresados y correctores de aquí y de allá, fue también, como en todo aniversario que se precie, oportunidad de reflexionar, de hacer balances, de pensar en el futuro de esta profesión invisible que se propone conseguir lo imposible (¿cómo podría calificarse, si no, a la ausencia absoluta de errores que persigue sin descanso el corrector?).
Cómo se hacía un corrector
En 1995, cuando terminaba de cursar la licenciatura en Lingüística que finalmente nunca terminé aunque me falta tan poco, empecé a trabajar como correctora en la revista Posdata. Ahí me encontré con Ivonne Trías, una jefa amorosa que me enseñó y bancó mucho, y con Mecha Espínola, una compañera de tareas solidaria, que también fue generosa en compartir conmigo sus conocimientos y experiencia. Y me adentré en un ámbito que me iba a conquistar para siempre: una redacción de prensa. En adelante, nunca dejé de ser lingüista –para ser estrictos, estudiante de Lingüística– y empecé a convertirme y a definirme también como correctora. En Posdata contaba con el auxilio de una biblioteca técnica bastante nutrida –el diccionario de María Moliner que había aportado Ivonne era la joya más preciada y cuidada– y de la experiencia de mis dos compañeras de sección, y me vi ante un universo por conocer, en el que me zambullí sin pensarlo dos veces porque me fascinó. El camino estaba lleno de piedras con las que tropezaba a cada momento, pero me tuvieron paciencia. Aprendí como se aprende un oficio: con las manos en la masa, equivocándome mucho, escuchando, estudiando en cuanto libro llegaba a mis manos, leyendo, prestando atención a las correcciones que me hacían, pasándome piques con colegas.
Por romántico que suene, esa manera de aprender tiene sus bemoles y está lejos de ser la ideal. Los tropiezos pueden ser demasiado frustrantes y encontrar el camino resulta agotador: muchas veces se tiene la sensación de andar a tientas y, es evidente, suele haber inseguridad en el ejercicio de la tarea. La correctora de estilo Pilar Chargoñia –profesional de amplia trayectoria y docente de la TUCE desde el inicio de la carrera– lo explicaba de esta manera, en 2016, en el Cuarto Congreso Internacional de Correctores de Texto que tuvo como sede la capital peruana, Lima: “Quienes somos correctores de estilo formados de manera autodidacta tuvimos la suerte de descubrir una vocación apasionante. El ámbito de trabajo de la mayoría de los correctores uruguayos fue el editorial. Comenzamos a corregir textos en editoriales uruguayas, en distintas etapas, entre las décadas del 60 y del 90 del siglo XX. El problema de entonces en Uruguay era la falta de formación en la corrección de estilo, la falta de respaldo bibliográfico adecuado y la falta de reconocimiento social de un oficio actualmente devenido profesión. Por esto es que hace ya más de diez años los correctores de estilo autodidactas sentimos el imperativo de obtener una certificación –universitaria o de nivel terciario– que avalara nuestro oficio, una certificación de nuestra experiencia, de nuestra tekhné. Era difícil distinguir adónde dirigirnos, a quiénes pedir esta certificación, cómo gestionar su recepción, establecer sus justificaciones y proponer una evaluación pertinente. Ni siquiera era posible reconocer cuántos correctores más estaban en nuestra misma situación. ¿Quiénes eran los correctores editoriales uruguayos en la década del 90 del siglo XX?, ¿quiénes eran los correctores editoriales a comienzos del siglo XXI en Uruguay? Sólo teníamos clara la necesidad de garantizarles, a los editores del medio uruguayo y a los clientes particulares, nuestra calificación profesional en la tarea de corregir textos para su publicación. Esta seguridad la amparábamos en que contábamos con bibliografía específica en corrección de estilo y una experiencia considerable en la corrección de libros publicados con estándares de calidad”. Paralelamente, aunque los caminos no siempre se cruzaban, había un puñado de correctores que se desempeñaban en medios de prensa, con inquietudes similares.
Que diez años son mucho
Ese camino hacia la profesionalización del corrector de estilo fue arduo, tuvo momentos de estancamiento burocrático, pero finalmente se concretó en 2008 en el ámbito de la Udelar, en la FHCE. Allí, la tecnicatura surgió como una propuesta híbrida, que echaba mano de la oferta académica de las licenciaturas en Letras y en Lingüística, a la que se agregaban materias específicas, de carácter técnico. El plan de estudio se modificó en 2014, con el aprendizaje que da el trayecto recorrido, y los cambios atendieron, entre otras cosas, a darle mayor relevancia al bagaje de conocimiento específico del corrector de estilo. Quizá una buena definición sea la que esbozó el decano: “La TUCE es un cruce de disciplinas; esa es una de sus fortalezas”.
Sobre estos diez años de recorrido, Rico resumió: “En el caso de la TUCE, el éxito nos desbordó. Cada año se inscribe un promedio de 180 estudiantes, una cifra que impacta en el número global de la FHCE. Desde su creación se han inscripto 1.500 estudiantes, y hay casi un centenar de egresados. Son indicadores que permiten a la FHCE posicionarse más favorablemente en las discusiones en la Udelar, en particular la del presupuesto. En este momento, en que estoy por finalizar mi decanato, sostengo que la TUCE es uno de mis orgullos”. Chargoñia comentó, cuando la diaria le pidió un balance de la primera década: “El balance de diez años es bueno. Como logros, la creación de una tecnicatura que es oficial: universitaria y pública. Es mucho. Hay carreras de este tipo, pero privadas. Las universitarias engloban la edición toda. La TUCE es lo mejor de ambas propuestas. Dos años, conocimientos técnicos específicos, gratuita... Las necesidades: mejorar el aspecto técnico-editorial específico, como la relación con autores y lectores, formar en edición textual como complemento... y poco más. Es decir, la formación académico-gramatical ya estaba dada con los aportes de la lingüística y las letras, propios de la FHCE; falta mejorar aspectos técnico-editoriales. No mucho más, ya hubo revisión programática en el año 2014 y los ajustes que se hicieron fueron buenos”. La coordinadora de la carrera, la lingüista Sandra Román, destacó: “Hay un número importante de egresos: entre 17 y 20 por año. El número de inscripciones va en aumento: en 2008 hubo 154 inscriptos, y en 2017 fueron 229. Además, en estos diez años fue muy interesante ver cómo cambió el perfil de ingreso a la carrera. Al principio teníamos correctores de oficio que venían para acreditar sus conocimientos, licenciados en Lingüística y en Letras que con un par de materias cursadas sumaban un título más, o estudiantes de Lingüística y de Letras que habían desertado y, de nuevo, que con pocos cursos lograban alcanzar una titulación. Los primeros dos años de la TUCE se caracterizaron por ese perfil de ingreso. Ahora tenemos muchos traductores, gente de la Facultad de Información y Comunicación, profesores de Literatura y de Español, maestros y, sorprendentemente, algunos bachilleres”.
“Lo que falta es presupuesto”
El propio éxito de la carrera mostró su costado frágil: “Lo que falta es presupuesto”, resumió Chargoñia. “El número de docentes estaba pensado para algo más chico, igual que los convenios para las pasantías”, dijo el decano, que explicó que la carrera no está presupuestada: “Hay cero peso para el rubro salarial docente, que se debe sacar de otros lados. Hay que pelear para que se presupueste en la Comisión Sectorial de Enseñanza”. En este aspecto ahondó Román: “Somos un satélite de Decanato, no estamos previstos en el organigrama académico. Eso es una dificultad porque tenemos un plantel docente que, a excepción de la coordinación, es contratado para tareas docentes, por lo que es muy difícil desarrollar tareas de investigación y de extensión. El gran desafío es lograr una consolidación que nos permita proyectarnos de otra manera. Con lo logrado en los diez años tenemos argumentos de sobra para pelear por la consolidación de nuestra carrera, la presupuestación de nuestros docentes y para seguir proyectando. Un punto importante es la cantidad de egresos, por su significado en el contexto de la FHCE”.
Hacia afuera
Más allá del camino recorrido y de lo alcanzado, surge una pregunta-inquietud: qué encuentran esos egresados al enfrentarse al medio laboral, con un mercado editorial pequeño, en el que no siempre existen las condiciones laborales adecuadas y persiste cierta resistencia a contratar correctores. “La formación no está acotada a un único perfil. Las posibilidades laborales de quien egresa de la TUCE son altas: puede entrar a trabajar a un medio de prensa, puede corregir textos académicos, puede corregir literatura; se los prepara para trabajar en ámbitos muy diversos”, afirmó Román. “Las pasantías permiten generar la conciencia de la necesidad. Porque muchas veces uno no ve la mala calidad de los textos, le parece que quedó un libro precioso, pero cuando tiene un técnico al lado y ve en qué consiste el trabajo que hace, le cae la ficha”, agregó. Chargoñia, por su parte, sostuvo: “Las condiciones de trabajo y las tarifas que aplicamos dependen de nuestra formación y de nuestra experiencia. Es difícil para los recién egresados, pero se logra haciendo didáctica a los autores y, lamentablemente, incluso a editores-gestores. Estamos obligados a demostrarles las diferencias de un texto sin corregir respecto de un texto con corrección de estilo, para publicar. Es respeto por el lector que paga la compra de un libro o de una revista. Este es un medio chico: los buenos correctores se distinguen enseguida. Sin embargo, el medio editorial uruguayo no pasa los estándares de Buenos Aires, por ejemplo. Con tal de pagar poco, editores y autores publican libros mal editados y mal corregidos. Revisar las publicaciones nacionales sin corregir, en las librerías, da pena”.
Este viejo oficio que ejerció, entre otros, el poeta Líber Falco –“A mis compañeros y compañeras de Corrección y Talleres del diario Acción” les dedicó el poema “Despedida”, sin ir más lejos–, resiste. ¿Quién no respondió, una y mil veces, las preguntas de un sorprendido interlocutor que está segurísimo de que el corrector de Word es garantía de calidad? ¿Quién no tiene que explicar cada dos por tres en qué consiste este trabajo? Y ese misterio también es parte del encanto. “El corrector es el golero de una redacción, el que ataja los penales”, decía un compañero del diario. Algo de eso hay. También de zurcido invisible. Y de masticar la bronca al descubrir el error rebelde que se escapó, en el papel, cuando ya es tarde (si hasta parece que se ríe).