La potencia narrativa de Samanta Schweblin (Buenos Aires, 1978) engendra exquisitos acontecimientos literarios que sorprenden por sí mismos. Con una condensación extrema del lenguaje, y una mirada extrañada que registra las fisuras desde adentro, sus personajes surgen de pronto, como si el pasado no existiera por sí mismo sino sólo como una distorsión del presente. Entre la multiplicidad de vínculos mediados por la tensión, la soledad o la violencia, estas criaturas nunca logran acceder a la comunicación y se limitan, involuntariamente, a reproducir diálogos sordos que acrecientan la confusión y el desasosiego.
A partir de una cadencia directa, cotidiana y brutal, Schweblin se ubicó entre las mejores cuentistas argentinas: ya con su primer libro de cuentos, El núcleo del disturbio (2002) alteró el juego entre lo fantástico y lo real. Le siguió su segundo volumen de relatos, Pájaros en la boca (2009), protagonizado por seres que deciden abandonarse ni bien perciben la ruptura díscola de lo real, y en 2014 publicó su primera novela, Distancia de rescate –que será llevada al cine por Claudia Llosa–, en la que aborda la realidad del campo y los agrotóxicos, pero esto es sólo la punta de un iceberg que se descubre cada vez más desquiciado. Con esta novela volvió a recibir importantes reconocimientos: luego de ganar los premios Juan Rulfo, Casa de las Américas y Kónex, fue finalista del Man Booker y se convirtió en la primera escritora argentina en obtener el Shirley Jackson.
El sábado, Schweblin –que vive en Berlín desde 2012– llegó a Montevideo para presentar Kentukis (Random House), su última novela sustentada por una realidad suspendida: haciendo un revés en su propuesta, en esta historia los humanos conviven con mascotas virtuales (los kentukis) que son controladas por otros usuarios desde cualquier parte del mundo. Estos muñecos, y la falta de sentido moral de su existencia, despliegan un inquietante escenario, en el que el lenguaje es el triunfo soberano de la virtualidad, aunque algunos resilientes aún se pregunten por qué las historias continúan siendo tan pequeñas, tan minuciosamente íntimas, mezquinas y previsibles, “tan desesperadamente humanas”. Del mismo modo que, en el cuento “Un sueño de revolución”, alguien aventuraba: “Hay una idea en la mente de todos. En el hombre la esperanza de que todo sea un sueño, y el deseo de pertenecer, alguna vez, a esa revolución de hombres valientes. En los otros la extraña certeza, cargada de angustia, de que todo lo que ocurre es real. Lejos de ellos, la posible imagen de manos ásperas de esposas o jefes, que los despierten sin piedad de sus sueños para reincorporarlos al trabajo, que los despierten sin piedad, como cada mañana, para que al fin dejen, sobre la almohada o sobre el escritorio, la baba pegajosa de un sueño de revolución”. Porque, a fin de cuentas, esto nunca sucede, y en el universo narrativo de Schweblin todos son conscientes del dictamen.
De adolescente dejaste de hablar, frustrada con el lenguaje. ¿Dirías que esa imposibilidad, ese vértigo que se abría frente a los demás, se convirtió en una fuente de tu literatura?
Sí, mi relación más fuerte con la literatura empezó en esa época. Al cortar de una manera tan radical mi comunicación con el exterior, se abrió un mundo interno muy grande. Me acuerdo de que constantemente buscaba espacios para concentrarme en la lectura. Entonces, por ejemplo, como mis papás estaban muy preocupados por mis niveles de sociabilización, me mandaban a todos los cumpleaños y bailes que había, y yo los odiaba. Me llevaba escondido en el bolso algún libro y me encerraba en el baño a leer. A veces, cuando cuento eso, la gente se preocupa y me dice: “uy, estabas angustiada”, “qué soledad”. Y yo realmente sentía que le estaba sacando jugo a ese momento perdido, en el que había que charlar y bailar, que eran dos cosas que no me interesaban para nada. Había algo hasta de picardía, de decir: “Ja, ja, mientras todos están haciendo tonterías yo estoy leyendo. No puedo ser más ganadora”.
En tu obra, el lenguaje no alcanza para dar cuenta de lo que sucede, y el silencio, la sugerencia, lo no dicho, ocupan espacios centrales, siempre acompañados por la sensación de que algo se escapa, de que algo aturde la razón.
El lenguaje, al menos para mí, es algo que se padece. Siempre que trasladás el mundo al lenguaje escrito u oral, hay muchas cosas que se pierden y que no pueden existir en su esencia más luminosa, vital y precisa. No sé cómo explicarlo; es como una transferencia en la que siempre se va a algo más pequeño. Quizá no sea así en la escritura, que tiene otros tiempos para pensar y las palabras pueden, realmente, invocar determinadas sensaciones o momentos; tiene ese espacio en el que el lenguaje se puede controlar un poco más. Pero en la oralidad es como si es lenguaje me fallara constantemente. Para mí la oralidad es un espacio de pura decepción. Los argentinos tenemos un peso muy fuerte del psicoanálisis, y nos gusta mucho que haya que pensar todo, conversarlo con el otro. Si tenemos un problema hay que hablar sobre él. Yo no estoy tan de acuerdo con eso. Creo que hay un montón de cosas que el lenguaje [oral] termina enredando más que dando espacio al pensamiento. Al final, tanto la oralidad como la escritura utilizan el mismo lenguaje, pero se comportan de maneras muy distintas.
“La extraña certeza, cargada de angustia, de que todo lo que ocurre es real”. ¿Siempre intentás eludir la representación de lo real?
Depende en qué historia y en qué contexto. En todo caso, el problema de lo estrictamente real es que, si el reflejo es muy preciso, no hay ruido. Cuando vemos, escuchamos o sentimos algo que es del orden de lo normal, no hay análisis sobre lo que sucede, no nos detenemos a escucharlo o a mirarlo. Cuando la anormalidad se presenta, nos obliga a tratar de entender qué es lo que está pasando. Cuando hay una situación que pone luz sobre lo cotidiano, pero con cierta extrañeza, nos permite un distanciamiento que nos obliga a repensar lo que está pasando. Tiene algo de esa cuestión del monstruo; todo lo que podemos etiquetar nos tranquiliza. Decimos: “Esto es un caballo, es marrón y está en el campo”. No hay nada extraordinario en eso. Pero cuando vemos algo monstruoso tenemos que repensarlo, no podemos etiquetarlo. Nos preguntamos qué es, por qué es tan pequeño, por qué no lo podemos ver del todo. Lo que logra el extrañamiento es obligarte a mirar cosas –que antes observabas de manera adormecida– como si fuera la primera vez.
¿Dirías que este extrañamiento también forma parte de la noción de normalidad?
Creo que en el fondo lo es. Pero socialmente construimos una serie de normas, entredichos y etiquetas que hacen que nos movamos en un mundo muy naturalizado, cuando en realidad no es tal. Es casi una contradicción. Incluso nosotros mismos, como ciudadanos de este mundo, nos enfrentamos a un esfuerzo doble: por un lado, tenés que pertenecer, y para pertenecer tenés que seguir un montón de normas y tratar de formar parte de una manera de ser, de pensar, de moverte; por otro lado, la sociedad también te exige cierta originalidad en lo que hacés. Se da esa pelea entre lo que realmente sos y lo que la sociedad te demanda.
¿Cómo surgió Kentukis?
En general, es muy difícil hablar de cómo surgen las ideas, porque a veces son un choque entre muchas que están dando vueltas en un momento particular y, de repente, surgen.
¿Esta siempre es la dinámica?
Este es mi proceso, pero en Kentukis fue diferente porque lo que se me había ocurrido era un dispositivo. Tuve la ocurrencia y tardé en entender que eso se podía llevar a lo literario. La ocurrencia surgió como una tontería: cómo puede ser que todavía no exista algo tan elemental como lo que después llamé un kentuky. Es como pensar en un mundo tan tecnologizado en el que existen las fiestas de disfraces y los juegos de mesa, pero no los videojuegos. No fue nada más que eso, y ahí quedó. Después tuve un almuerzo familiar y conté la tontería que se me había ocurrido, y mi papá me dijo que eso había que registrarlo, y otro familiar comentó que todo el proceso de registro era muy complejo, y empezaron a proponer que presentara un mapa. Pero eso no era para mí, y mi papá, muy desilusionado, dijo: “Bueno, escribí una novela”. Y la verdad es que desde un principio apareció la forma de la novela.
¿Incluso su estructura coral?
Sí. Ahí ya había varios personajes, una estructura que avanzaba capítulo a capítulo, y la narración en tercera persona. Distancia de rescate y “La respiración cavernaria” [cuento largo de Siete casas vacías, 2015], que fueron mis dos experiencias previas con textos más largos, en realidad fueron cuentos que, de pronto, tomaron un protagonismo y necesitaron un mayor espacio. Acá, por primera vez en mis textos, desde el principio era clarísimo que esta historia no se podía contar en un relato; necesitaba otro espacio.
¿Y la idea de la intimidad atacada por la virtualidad?
Esa es una sensación constante que tengo como usuaria. Porque hay algo curioso y perverso en nuestras nuevas formas de ser ciudadanos de este mundo, que tiene que ver con la exposición como penalización. No sé cómo será en Uruguay, pero en una ciudad como Berlín ya es sabido que vos salís de tu casa y estás siendo filmada de manera constante. Es la ciudad europea con más cámaras en la calle. Todo el tiempo estás frente a esta exposición, pero te olvidás de eso. Y es una exposición que nadie ve, porque nadie mira esas cámaras, pero si llegaras a hacer algo o algo llegara a pasarte, todo ese recorrido va a ser público a nivel mundial. Es una penalización, incluso cuando sos víctima. Hace poco se dio el caso de una chica a la que habían golpeado muy feo en un subte: ella no sólo tuvo que vivir ese momento, sino además la exposición de la filmación, que la mostraba saliendo de un boliche, bajando las escaleras del subte, y después cómo se subía al subte y la mataban a palos.
Un espacio público que vuelve a victimizarla.
Claro, porque si te salís de la norma o pasa algo extraordinario, la sociedad te penaliza poniéndote todas las cámaras encima, tanto si sos víctima como si sos victimario. Y creo que eso no sólo pasa puertas afuera. Me llaman mucho la atención los argumentos que rondan a Black Mirror, que es la serie que todos estamos mirando y que me parece muy interesante porque piensa por primera vez espacios argumentales en los que era imposible pensar cinco años atrás. Es una ciencia ficción muy cercana. Y hay muchas películas sobre esto. Los pedófilos, los que ven pornografía por internet, el que engaña a su mujer, la que hace algo que no debería; la penalización social siempre consiste en mostrarte haciendo eso. Así que todos estamos siendo vistos, pero mientras nos portemos bien, eso permanece en la oscuridad.
“Quizás algunos amos hacían por sus kentukis lo que no podían hacer para sí mismos”, se dice en un momento. Como algunos personajes de Pájaros en la boca, muchos esperan un detalle liberador que en realidad los termina condicionando y limitando.
Hay algo muy fuerte con el deseo de cada uno y con cómo ese kentuki tiene un carácter muy parecido al de una mascota. Es un espacio en el que el ser tecnológico y el ser mascota se parecen mucho, porque no hay lenguaje. Después cada vínculo construye un lenguaje para poder comunicarse, como trampa al propio dispositivo. Pero en el momento cero de esa conexión el lenguaje no es posible. Por eso, ese dispositivo es casi la mirada de un animal; está vacía de juicio: lo que vos esperás del otro es lo que el otro te da siempre. Es lo que nos sucede con una mascota: siempre creemos que sabemos lo que opina de nosotros o qué es lo que quiere. “Qué expresivo que es”, se dice de los animales. Y, supuestamente, lo que hace la expresividad es mostrar con gestos físicos lo que la persona está pensando. Pero no tenemos la menor idea de qué está pensando el gato; esa expresividad, en realidad, es un reflejo de lo que nosotros mismos pensamos. Todos tus deseos y tus juicios de valor sobre vos mismo están reflejados en esos gestos. El gran problema de esas conexiones es que, cuando el lenguaje entra en acción y lo que piensa el otro se pone por escrito, genera un ruido enorme entre lo que vos pensabas que estaba pasando y lo que realmente sucede. El juicio de valor es algo muy pesado en nuestras sociedades.
Y se vuelve un determinante de los vínculos.
Determina mucho. Es increíble lo rápido que imponemos nuestro juicio de valor a la gente que acabamos de conocer. Si alguien te presenta a una persona, o te subís a un taxi, lo primero que querés es saber dónde está parado el otro y lo que sea que eso implique para cada uno, entre cuestiones políticas, morales, de profesión, sexuales. Hay una pregunta enorme del otro lado, que necesitamos contestar enseguida. Mientras no se confirma, todo está bien. Nos llevamos mucho mejor con alguien que no conocemos en absoluto que con alguien con el que ya hemos mediado juicios; el terreno está limpio. Eso es raro, porque si uno lo piensa, debería ser mucho más cómodo y sincero el conocido –con el que no estás tan de acuerdo pero ya hay cosas habladas y límites acordados– que alguien absolutamente nuevo. O sea que hay algo muy fuerte en el juicio negativo, porque preferimos no saber nada a saber un poquito pero que nos disguste.
Se mantiene la ilusión de alcanzar esa plenitud.
Exacto. La ilusión de un ser perfecto que está absolutamente de acuerdo y en sincronía con lo que vos sos y pensás, incluso cuando es una esperanza tontísima e infantil.
En Kentukis sólo Alina, la “inartista” que busca el anonimato, se interesa por no franquear el límite, por no comunicarse con su kentuki.
Claro, Alina es la que deja al kentuki en un lugar absolutamente de mascota, porque no le da el lenguaje. Y como no le da el lenguaje, logra un espacio más tranquilo y de control, aunque eso, hacia el final, tenga un precio.
Eso se acompaña de cierta suspicacia hacia el arte contemporáneo.
Sí, absolutamente. Sobre todo hacia el costado que le aporta Sven [pareja de Alina] a la historia, que tal vez sea el momento que funciona más claramente como espejo del ruido y el desorden en la novela.
El abismo que provoca esa intimidad violentada se emparenta con Distancia de rescate: ahora nuestra casa, así como la realidad del campo, también se contrapone a una nueva lógica: el campo ya no es el binomio de civilización y barbarie, ya no es un lugar apacible donde pasar unas buenas vacaciones, y nuestra casa ya no es un espacio de contención ni de seguridad.
Son dos mundos muy diferentes, y cuando escribo la idea siempre es generar un mundo cercano que sucede en lo cotidiano y en lo real pero que, de pronto, de una manera muy explícita y muy amenazante, demuestra lo peligroso que puede ser todo eso. En Distancia de rescate lo hice pensando en el campo, en Kentukis, en el espacio más íntimo; en Siete casas vacías el espacio de la casa era muy importante. No es algo que haga de una manera estratégica o formal; sale así.
El lenguaje es la puerta entre la virtualidad –que no es tal– y su propia realidad. ¿Te interesaba trabajar esa dimensión del lenguaje como quiebre?
En mis textos el lenguaje siempre fue un tema. Y el lenguaje por todos sus problemas; el lenguaje cuando no funciona, cuando quiebra, cuando rompe, cuando incomunica antes que comunicar. De hecho, la novela está atravesada por muchas cosas que tienen que ver con el lenguaje. Primero, por un tema de recursos, porque cada historia encuentra una manera distinta de comunicarse y hay distintos lenguajes: los que se comunican por chat, los que logran hablar por teléfono, los que inventan un código particular –pintan un abecedario en el piso–. Hay distintas maneras de comunicarse, y esto se vuelve visual en la propia novela, sobre todo en cómo funciona en cada personaje, con los distintos niveles de comunicación que acarrea cada uno de esos recursos. Pero también hay un tema con la lengua y con el español: eso para mí fue toda una cuestión y un desafío, porque es una novela que sucede en veintipico de ciudades alrededor del mundo, y yo escribo en porteño, mi narrador es porteño, y un croata va a hablar como porteño. Es parte de la convención de escribir desde mi punto de vista. Pero después hay otros españoles: habla un mexicano, una peruana, una mendocina. Esos españoles son diferentes del mío, y tuve que pensar cómo hablaba cada uno, sin hacer un énfasis en eso pero sí dando la sensación de que en verdad se está hablando otra variedad y otra lengua. Después también está el traductor, que es un personaje importante y que funciona como vínculo entre muchas conexiones, y es el traductor que padecemos los argentinos: ese español neutro nefasto, en el que mi generación leyó mucha literatura. A esto se suma una pregunta que me estoy haciendo desde hace varios años y tiene que ver con dónde me paro cuando narro en porteño, porque hace seis años que vivo afuera y mi porteño se ha ido neutralizando, sobre todo al vivir en Berlín en una comunidad hispanohablante. Hay esquinas muy lindas de mi lengua, a las que no voy porque sé que no me las entienden, y también hay palabras de otras lenguas que tomo porque son preciosas y mi lengua no las tiene. Y una vez que las entendés, las necesitás. Así, mi porteño también se vuelve un porteño extraño.
¿Cuando escribís intentás dar con determinadas zonas o climas, o es un transcurrir más instintivo, espontáneo?
Nunca me detengo a pensar. Una vez que termino de escribir, y el libro pertenece más a los lectores que al escritor, gran parte de las preguntas que se me hacen se sienten como si le preguntaran a un delfín cómo nada. No tiene la menor idea de cómo lo hace: el delfín está pensando en otra cosa. Pensar por qué uno nada, cómo lo hace y qué aleta se mueve en qué momento es un ejercicio artificial. Uno siempre intenta contestarlo, pero lo hace a partir de supuestos y de los juicios y rollos de cada uno; aunque eso es interesante, nunca deja de ser una invención. La literatura es un espacio en el que puedo pensar las cosas que me pasan y acomodarlas en un espacio de lo emocional. A veces se dice que la literatura te cura, o funciona como una suerte de exorcismo, porque en verdad permite ese desahogo. Y de pronto, lo que era una molestia se vuelve material de trabajo. Hay algo del orden de lo emocional que se acomoda. Muchas veces, el origen de una idea es sobre todo emocional; es algo que te quedó trabado en alguna parte del cuerpo, y decís “no puedo con este dolor puntual porque no lo entiendo”; un cuento lo que permite es desarmar ese nudo que se te hizo y, en todo caso, ponerlo en la garganta del lector.