Hace unos 12 años el canadiense Jeff Lemire trabajaba como cocinero por las noches y durante el día se dedicaba a escribir y dibujar, sin muchas esperanzas, una historieta llamada Essex County. Además de darle unos cuantos premios, esa obra casi costumbrista ambientada en su condado natal le permitió convertirse en profesional del cómic. Al mismo tiempo que la hacía, pergeñaba una historia de superhéroes llamada Black Hammer, en la que tampoco tenía ninguna confianza. En esos años creía que, como mucho, seguiría publicando con sellos independientes y chicos, y que la gran industria no era para él. 12 años después, Lemire (1976) es probablemente el creador más prolífico de América del Norte, un autor importante para DC Comics y un autor de peso en el mundo independiente. Y logró resumir en Black Hammer un ejemplo de lo peor y lo mejor de la industria editorial.
En términos generales, esta historia que en español ya tiene tres tomos y que en inglés va por el cuarto, trata sobre la ausencia de Black Hammer, o Martillo Negro, el mayor superhéroe de este universo ficticio. La trama empieza en un pueblo chico llamado Rockwood, un típico pueblo rural estadounidense pero que existe en un limbo del que no se explica nada. Allí viven desde hace diez años seis superhéroes que salvaron a su ciudad, Spiral City, del villano Anti Dios, con la ayuda determinante de Black Hammer. La derrota del villano tuvo como consecuencia la muerte de este héroe y el misterioso desplazamiento de los otros a Rockwood, de donde no pueden salir.
Por eso la trama va y viene entre la vida presente de estos seis, que tienen que lidiar con los habitantes del pueblo (que parecen no enterarse de que están tan atrapados como ellos), y momentos de su pasado de gloria en Spiral City. El punto de partida está en que, mientras ellos viven confinados en Rockwood, la hija de Black Hammer, una joven periodista, investiga cómo llegar hasta ellos desde esta realidad.
Además, los personajes representan más o menos un tópico del mundo de los superhéroes. Abraham Slam, por ejemplo, fue el primer superhéroe enmascarado, con un aspecto muy de personaje de los años 30 o 40, y ahora en la granja es un veterano corpulento que pasa desapercibido. Barbalien, que sería una suerte de Detective Marciano de DC Comics, toma en el pueblo la identidad de un hombre que es secretamente gay. Golden Gai es una niña que adquirió sus poderes tras decir en voz alta el nombre del mago Zafram, y así sería el equivalente del Shazam en este mundo de Lemire. El Anti Dios recuerda mucho a Galactus, uno de los mayores y más poderosos villanos del universo Marvel.
Hasta ahí todo funciona muy bien. La narrativa de Lemire es atrapante, ya que va soltando vueltas de tuerca y secretos al tiempo que imprime dosis de drama y hace una buena pintura de personajes de pueblo chico, tal como había hecho impecablemente en Essex County y en muchas de las novelas gráficas que él mismo dibujó. El dibujo de Dean Ormston, un británico que se hizo conocer en los 90 al trabajar en una saga de Sandman, es contundente, escapa a los lugares comunes de la narrativa superheroica y se balancea entre la acción, la fantasía oscura y una buena cadencia para sostener largas conversaciones y momentos de intimidad entre los personajes. De hecho, la participación del español David Rubín, con un estilo gráfico muy distinto, funciona muy bien para los episodios que tiene que contar, ya que Lemire escribe precisamente para su estética.
El problema está en la industria. Imagino que Jeff Lemire es un ser humano común y corriente pero con mucho talento e infinita capacidad de trabajo. Supongo que tiene que pagar cuentas como cualquier persona y que, si a sus 28 años estaba trabajando como cocinero por las noches mientras dibujaba de día, era porque lo necesitaba. Así que, si su vocación era la historieta, cuando las gigantescas Marvel y DC Comics le abrieron las puertas, aprovechó al máximo la oportunidad.
Un buen ejemplo de cómo la industria afectó su talento tal vez sea Old Man Logan, serie que hizo con el dibujante italiano Andrea Sorrentino. Todo lo que tiene de atrapante esa serie en cuanto a la historia, el suspenso, las revelaciones y la puesta en página de Sorrentino, increíblemente rica, se pierde por la necesidad editorial de estirar argumentos y tramas y vincular todo eso con otras series, para vender más revistas y libros. Este es un recurso habitual en la industria desde hace muchos años, y obliga a los lectores a seguir historias durante incontables números y también a comprar otras series, ya que los personajes o las tramas se cruzan. Por ejemplo, Civil War, una saga de Marvel de 2006 en la que se basó vagamente la tercera película de Capitán América, se compone de una miniserie de siete números cuya trama se enreda con casi 90 revistas más de otros personajes de la editorial.
Para escribir dentro de las grandes editoriales hay que entender esta lógica y saber adaptar el modo de narrar para que encaje con los grandes proyectos del sello. Lemire aprendió a hacerlo, a la vez que se ha mantenido como autor y dibujante de sus propias historietas independientes. De este modo se convirtió en un creador que no para de producir, tanto como guionista como en su carácter de autor integral. El asunto es que esa oportunidad que le dio la industria, que funciona también como una salida laboral, lo llevó a entrar en esa dinámica de extender historias sin final a la vista, y Black Hammer, que nació como un proyecto personal, es una muestra de esto. Los derechos para la televisión ya están vendidos, pero el final del argumento no aparece a la vista después de dos años de publicación, y Lemire va sumando subtramas que enriquecen el universo fantástico que creó pero que no suman a la historia principal –por la que el lector se enganchó–, que es la que promete develar qué pasa con esos seis ex superhéroes condenados a vivir en ese pueblo.
Lo que se encuentra en librerías de Montevideo son los dos primeros libros de Black Hammer y un tomo unitario llamado Sherlock Frankenstein y la legión del mal, bellamente dibujado por Rubín. El primer tomo es intenso y tiene un ritmo parejo, pero ya en el segundo se empieza a notar cómo Lemire estira la historia a partir de episodios en los que pasa poca cosa. El interés se mantiene, pero uno no puede dejar de sentir que el guionista quiere que esta serie, que le dio premios y reconocimientos, siga hasta quién sabe cuándo. El tomo de Sherlock Frankenstein es un buen ejemplo: con un villano y una sinopsis atractivos (la hija de Black Hammer busca por toda la ciudad al archienemigo de su padre para dar con las claves de su desaparición) son cuatro capítulos que se podrían haber resuelto en dos o incluso en uno.
La premisa de Black Hammer parecería apuntar a que tendrá un final, pero Lemire ha optado por desviar nuestra atención hacia muchas desviaciones, ya que además de ese tomo de Sherlock prepara por lo menos cuatro series más con historias paralelas ambientadas en el pasado y el futuro de este mundillo. Esa premisa juega de una manera muy atractiva con tópicos del cómic clásico de superhéroes desde una perspectiva nueva y, al mismo tiempo, replica los trucos narrativos de una industria editorial que ha tenido que enredar y explotar a sus superhéroes hasta el infinito para afrontar una caída sostenida en las ventas durante lo que va del siglo. Que un creador como Lemire aplique esa lógica a una historia contundente como esta es una mala señal.
Black Hammer, orígenes secretos; Black Hammer 2, el suceso; Sherlock Frankenstein y la legión del mal | Jeff Lemire, Dean Ormston y David Rubín. Astiberri, España, 2017 y 2018 (distribuye Origen). Respectivamente, 184, 176 y 152 páginas.