Sentado frente a una mesa repleta de budines y dulces, Bruno Gelber, el argentino conocido por ser uno de los cien mejores pianistas del siglo XX, por haber tocado con los mejores directores del mundo, por haber conquistado Japón desde 1968 y haberse impuesto a una poliomielitis que lo paralizó de niño, prefiere hablar de Moria Casán y Karina Jelinek en vez de música clásica. En Opus Gelber. Retrato de un pianista, le dice a Leila Guerriero que vive en la excepcionalidad con la mayor naturalidad del mundo, que desde la infancia se fue construyendo como concertista y como personaje, que no era afeminado pero sí muy atildado, y que de chico ya había decidido quién sería. Y ella escribe: “La música se abría paso en él como un vibrón colérico. Insistía en sus melodías con un dedo solo y, cuando tuvo tres años y medio, su madre comenzó a darle clases a escondidas”.
Hace unas semanas, Guerriero (Junín, 1967) pasó por Montevideo (invitada por Fundación Itaú y Alberto Gallo, con el apoyo de Gussi) para presentar su último libro, en el que, con su espesor habitual, vuelve a agrupar voces ajenas y acercarse a ellas. Y, al margen de lo efímero y urgente, ir al encuentro de los otros. El tiempo encuentra formas peculiares de reinventarse, y Leila Guerriero, de escribir sus crónicas: con una versatilidad imbatible, trató de comprender la ola suicida de un pueblo patagónico (Los suicidas del fin del mundo, 2005), reconfiguró señeras crónicas y perfiles documentales de Nicanor Parra, Idea Vilariño, Aurora Venturini y Rodolfo Fogwill (Plano americano, 2013), y el trance indecible de Rodolfo González Alcántara y su gesta en el festival de malambo de Laborde. Con un cuidadísimo manejo de la cadencia, la tensión y la prosa, Guerriero descubre sentidos inadvertidos, sospecha de la realidad, ensambla la precisión de los datos duros con la potencia del detalle, del gesto impensado. Hace unos años, escribió que, simplemente, “se trata de historias que han sido recorridas hasta el hartazgo por diarios y revistas”, y en las que, a veces, ve “un rayo: la sospecha de que, a pesar de todo, queda todo por decir. Y entonces el monstruo de mi curiosidad se despierta y yo ya no soy yo, sino un pescador en mar espeso, sin caña y sin anzuelo, sin más estrategia que la pura paciencia y los ojos abiertos”.
Leila Guerriero: No recuerdo cuándo fue la primera vez que vine en la vida adulta, pero sí sé que mi vínculo con Uruguay tiene que ver con dos personas: Elvio Gandolfo y Homero Alsina Thevenet; ellos son los que sellan mi relación con Uruguay. Aquí fue el primer lugar que publiqué fuera de la Argentina, en El País Cultural: cuando Elvio comenzó a leer los textos que publicaba en la Argentina, me propuso que colaborara con El País Cultural de Homero, que ya para mí era un prócer sin conocerlo. Porque además había empezado a trabajar en Página 30, que era la revista de Página 12, donde había trabajado Homero y había dejado su rastro. Ya era como Zeus, digamos. Y cuando Elvio me ofreció trabajar con él, yo no lo podía creer. Así que mi vínculo es cultural, afectivo, de aprendizaje, de discípula.
Siempre reivindicás la figura de Alsina Thevenet.
Homero es una de esas personas con las que aprendí un rigor, una modestia; que uno no puede ser más importante que el texto, que el estilo no tiene que estar sobre lo que se cuenta. Todas estas cosas me vienen de Homero, y de alguna forma era un editor que no se deshacía en elogios, como es notorio y sabido, pero era alguien que, por ejemplo, a mí me llamaba a casa y me decía: “Muchacha” [imita el tono grave de Alsina]... Y cuando me comentaba el texto siempre decía algo muy lindo, a su modo. Sus elogios eran muy quirúrgicos. Y de pronto, entre los elogios, te decía: “Al final te cansaste. Se nota, no está a la altura del resto”. Y aprendías tanto. Yo, además, soy muy porosa, aprendo rápido lo que me interesa. Sobre todo con la escritura. Homero me dijo cosas en la vida que, para mí, son claves.
María Moreno ha planteado que si los viejos cronistas trataban de hacer algo grande de lo nimio, los nuevos quieren objetos que tengan peso en sí: narcotráfico, pobres “exóticos”. O “en lugar del dictador y las palmeras, la coca y la villa”. ¿Coincidís con esto?
Creo que hay muchos temas que los cronistas no están mirando. En estos temas, como el narcotraficante y la villa, a veces se hace una insistencia exagerada. Hay un particular interés del periodista por los márgenes. Tiene que ver con la sensibilidad social, que es parte del oficio; con el interés por contar historias de otros. Pero hay un montón de temas que se dejan de lado. Desde la ciencia, que es un universo alucinante y casi no es mirado; hay muy poca crónica bien hecha, profunda. Y en ese sentido me parece que los anglosajones tienen una práctica estupenda, porque hacen una crónica de cualquier cosa. El último libro que leí de Susan Orlean, por ejemplo, La biblioteca en llamas, es sobre el incendio de la Biblioteca de Los Ángeles, y es la infructuosa búsqueda del tipo que la incendió. Es una noticia de 1986, al tipo nunca lo encontraron, y justo esa semana, que se dio el incendio más grande de Estados Unidos, fue el accidente en la central nuclear de Chernóbil. En otra oportunidad se fue con un grupo de gospel a recorrer las rutas de Estados Unidos; escribió un libro sobre un tipo que era un ladrón de orquídeas y estaba obsesionado con una orquídea fantasma que se encontraba en los pantanos de la Florida.
Sin prejuicios ni problemas con correrse de lugar.
Claro. Y acá es como si escribir sobre ciertos temas te diera más prestigio que escribir sobre otros. Entonces, sí, creo que la crónica latinoamericana deja de lado muchos temas pensando que, de golpe, lo que da más brillo es contar el margen. Y sí, la crónica es marginal, pero el margen también está en las clases altas, en el deporte de elite, en la música clásica. Porque marginal no quiere decir roto o tirado en una alcantarilla, sino corrido del centro. La crónica es marginal, y a mí me gusta que lo sea, porque los márgenes son las monjas de clausura, los rotos, los marginados ‒en el sentido tradicional‒ y los ricos. ¿Quién es el hombre más rico de Uruguay? ¿Vos leíste un perfil de 20 páginas en las que te enteres de quién es? Yo no veo mucha gente haciendo esas notas, cuando también es el margen porque está en la opacidad.
Sí, en su momento, Tomás Eloy Martínez llegó a decir que la crónica era el género central de la literatura argentina...
¿Dijo eso?
Sí, en una nota [“Apogeo de un género”, 1992]. ¿Por qué creés que, tanto tiempo después, inquieta tanto reflexionar en torno al género?
No tengo la menor idea. Supongo que, aunque está lejos de ser un boom, está pasando mucho más que lo que sucedía hace 20 años. Hay mucho más gente escribiéndola, hay muchas colecciones de editoriales que tienen un sello de crónica. Todo el trabajo que ha hecho la Fundación Gabo con los talleres, con la creación de redes entre periodistas y todo eso, está teniendo un efecto. Anagrama acaba de lanzar su primer premio al libro de crónica periodística inédita; el año que viene se va a lanzar uno dedicado al libro publicado de crónica, de la Fundación Gabo. Están pasando cosas. No son masivas, pero ocupan cierto lugar en la tensión del mundo editorial, y uno se pregunta por qué pasa lo que pasa.
Se ha empezado a instalar como la gran aspiración de los jóvenes periodistas.
Sí, y creo que eso también es raro. Porque mucha gente piensa que la crónica es una especie de género superior, cuando no lo es en absoluto. Yo hago lo que hago porque no puedo hacer otras cosas, en las que soy absolutamente inhábil. Ser buen periodista de investigación, de noticias, buen corresponsal de guerra, es estupendo. Yo soy muy mala periodista en esos géneros y sé hacer pocas cosas. Pero no entiendo por qué está esta idea de que uno se recibe de periodista sólo escribiendo crónica.
Leí que en la revista Latido, entre las cosas agradables pueblerinas que conservabas, estaba tejer crochet y cazar.
Cuando vivís en el campo, la caza y la pesca son muy comunes. Durante muchos años me pareció muy raro lo contrario, que la gente nunca hubiera salido a cazar. A muchos les parece algo cruel, y yo nunca cacé un jabalí, por ejemplo, y nunca lo haría, pero para mí formaba parte, tanto como ir a juntar aceitunas al fondo del lote.
¿Vivían en el campo?
No, mi familia estaba bien económicamente. Y teníamos una casa en el campo y otra en la ciudad. Así que eso, como juntar higos y hacer dulce, o ir a sacarles las hormigas a la frutillas y separarlas, eran parte de lo cotidiano. Cuando te mudás a la ciudad, estás muy alejado de todo eso. Lo del crochet era parte de lo que te enseñaban. En realidad, mi madre me había enseñado a hacer un ojal, levantar un ruedo. En el colegio teníamos Trabajos Manuales, que era un plomo, una cosa sexista espantosa, porque mientras los pibes hacían carpintería, las minas estábamos con el tejido. Pero como tengo un infiernito en la cabeza, todo lo que sea tarea manual me relaja.
Después decidiste estudiar turismo.
Aunque para mí lo lógico era estudiar Letras, la carrera no tiene una preparación en escritura creativa, y decidí estudiar turismo con la estúpida idea de trabajar en algo que no me pareciera del todo desagradable, y en los ratos libres escribía. La terminé, pero ahí ya empecé a trabajar en periodismo. Pero como ya conté un millón de veces cómo empecé a ser periodista, no quisiera repetirlo.
Viendo en perspectiva tus libros, en Una historia sencilla se advierte un quiebre, tal vez impulsado por ese desafío de relatar la emoción, de contar su inmolación.
¿En qué lo ves?
En el efecto de tu mirada.
Esa era la idea. A lo mejor, hay una primera persona más arriesgada. Lo que pasa es que en Los suicidas del fin del mundo eran emociones muy bajas, muy oscuras. Y en Una historia sencilla y el último se trabaja con otra clase de emociones. Por supuesto que también el estilo va cambiando en cada libro. Uno no escribe igual que hace 20 años; va mutando. Cada vez que termino un libro siento que ya no me puedo exprimir más, y ahí siempre viene un cambio fuerte de forma, de manera de abordar. En ese sentido, en cada libro hay un rito de pasaje hacia otro lado, a otro estadio.
¿Por qué la entrevista te resulta antinatural?
No esto que estás haciendo ahora conmigo, sino el tipo de entrevista que hago para construir un perfil, que es hablar con la gente muchas veces y preguntarle cosas que están permitidas en un ámbito de levante. Es raro que una persona le esté contando todas esas cosas a alguien que acaba de conocer. Y, por otro lado, es muy antinatural porque el entrevistado siempre tiene que sentir que tiene cierto control de la situación, pero en realidad el que tiene que estar controlando es el entrevistador. Porque si tenés adelante a un entrevistador que no te produce curiosidad, que no te entusiasma, que te desafía, con el que no tenés empatía o es dubitativo... Es muy antinural.
¿Cómo ves cuando la crónica es un laboratorio de escritura en el que el rigor, el dato periodístico, está supeditado al clima, los protagonistas, el diálogo?
Si el estilo es un adorno al servicio de una historia que no se cuenta, todavía es un error peor. Si el periodista se pasa de listo, trata de hacer una demostración de todo lo que puede hacer con el estilo, y el contenido queda aplacado y al fondo, simplemente está mal hecho.
¿Y cómo trabajás en el caso de tus contratapas de El País de Madrid?
En el caso de las contratapas siempre me pregunto: “¿Para qué voy a hablar de esto? ¿Para hablar de qué parte del ser humano?”. Si utilizo una anécdota de mi infancia o de mi adolescencia tiene que tener sentido. Porque si no, puede ser muy lindo para mí, pero ¿qué le estoy dando al lector? Siempre trato de decir: “Esta es una visión de esta pequeña parte del mundo”. Pero si uno quiere demostrar de qué está hecho, como periodista tiene que preguntarse para qué le sirve al lector. Si te hago un perfil a vos, seguramente voy a estar muy interesada en de qué estás hecha, pero si no te conozco y leo tus columnas en un diario y me contás qué te pasa, ¿qué me importa?