Un escritor es, antes que nada, un lector. Entre las sucesivas capas de sentido, tramas, resoluciones y florituras que pueblan los libros que lee, construye su estilo, sazonado por su visión del mundo, su capital simbólico y la suerte o la desgracia de haber nacido en determinado lugar y, como decía Augusto Monterroso, de haberse ido a tiempo o de haberse quedado. Un escritor es una máquina de leer que dispone sobre sus propios textos las marcas particulares de su técnica, al tiempo que le esquiva el bulto al espejo deformante de lo que los otros escribieron, con la peregrina idea de ser único, original. Y así, entre esas idas y vueltas, lecturas y relecturas, páginas garabateadas o emborronadas, es que los libros se escriben y se forjan las obras. Y es así también que los escritores escriben sobre el acto de escribir.
Oficio de rejunte
Por alguna misteriosa necesidad del sistema literario o vaya a saberse qué, autores que están en el candelero se ven tentados a editar dos por tres algún volumen en el que reúnen textos dispersos: artículos, crónicas, prólogos, cartas a editores, diatribas, solicitadas. Los resultados generalmente son desparejos porque tienden al desborde cuando se impone la contención. Si es el propio autor el que emprende la tarea, la selección y el orden de los materiales tienen, en principio, la virtud de ajustarse al criterio de la mano que los parió, culminando en libros tan sólidos y valiosos como El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras (2003), del estadounidense Philip Roth, o El concepto de ficción (1997), del argentino Juan José Saer. Si quien emprende la tarea es, en cambio, un editor o un albacea luego de que el autor hizo mutis, el criterio suele volverse más discutible y se llega a casos extremos como el de Entre paréntesis (2004), del chileno Roberto Bolaño, un volumen que compila artículos de (demasiado) diverso y desparejo tenor que, por más que se haya pretendido venderlo como una “cartografía personal” o una “autobiografía fragmentada”, no fue más que el intento por monetizar la magia del autor muerto el año anterior, con lo que dio inicio una industria que no ha parado de crecer (al día de la fecha hay casi tantos Bolaños póstumos como Bolaños publicados en vida del autor).
El libro El roce del tiempo, del novelista británico Martin Amis, es otro volumen de escritor que escribe sobre el acto de escribir, que compila una buena cantidad de textos aparecidos en diversos medios de prensa. Si bien la literatura es el tema central, no es excluyente: también hay lugar para la política, el deporte, el cine y la industria del porno. El libro es desparejo y genial, y Amis, de seguro, se divirtió mucho componiéndolo; es verdad que al cerrarlo el lector no se entera demasiado de los procesos de escritura del autor de La flecha del tiempo, pero asiste, sí, a la disección de un puñado de temas que le interesan; a saber, el mercado de valores literarios, la forma en que una generación lee a la generación precedente, la moral de los escritores y, por supuesto, la lengua.
Nabokov y Bellow
En el primer texto de El roce del tiempo, “Nabokov y el problema infernal”, sobre algunos aspectos de la novela póstuma del ruso mayor, El original de Laura, publicada en 2009, Amis escribe: “La lengua lleva una doble vida y eso mismo hace el novelista. Charlas con tus familiares y tus amigos, te ocupas de tu correspondencia, negocias la publicación de tus escritos, consultas cartas de restaurantes y listas de compra, respetas las señales de tráfico, etcétera. Luego entras a tu estudio, donde la lengua existe en otra forma absolutamente diferente, como materia de un artificio estandarizado”. Esa imagen de la lengua, materia prima por excelencia del escritor, como el máximo artificio a disposición del escritor, gravita sobre los artículos que Amis dedica a la literatura en El roce del tiempo. Y aunque la figura de Nabokov se yergue impresionante no sólo sobre este libro sino sobre toda la obra de Amis, el gran héroe del autor, al que le dedica los tres textos más destacados del volumen, es Saul Bellow, el novelista canadiense nacionalizado estadounidense y de origen judío-ruso. Además de abordar la figura y la obra del autor de Herzog y El diciembre del decano, entre otros, demasiados, buenos libros, con un análisis cruzado de los cimientos de las obras de Bellow y Henry James, y de una lectura particularísima de The Life of Saul Bellow: To Fame and Fortune, 1915-1964, de Zachary Leader, Amis desmenuza un volumen de cartas del admirado novelista, en lo que constituye el centro neurálgico del volumen que acá se comenta. En 1957, mientras Bellow escribía su novela Henderson, el rey de la lluvia, publicó un artículo en la revista Holiday, en el que al describir la localidad de Shawneetown, al sur de Illinois, dice: “Las moscas esperan ávidas en el aire. Cortinas de mosca que hacen un ruido como el de papel de seda al rasgarse”. Esa imagen mínima, perdida entre las páginas de una revista de viajes, le sirve a Amis para rastrear no sólo la figura de las moscas que zumban como un papel de seda cuando se rompe en las obras posteriores del novelista, sino para reflexionar sobre el rol de crítico que, en ocasiones, adoptan los escritores.
La misma imagen de las moscas detenidas en el aire, impávidas y pacientes, sabedoras de que el tiempo es una mera contingencia ante su inmemorial labor díptera, aplica sobre este conjunto de textos elaborados con ironía y soltura por un estilista que no les hace asco a los asuntos más escabrosos y miserables, sabedor de que entre los pliegues de la ruindad humana también (y sobre todo) se incuba la literatura.
El roce del tiempo. De Martin Amis. Barcelona, Anagrama (traducción de Jesús Zulaika), 2019. 420 páginas.