Resumir los rasgos centrales de la obra de Amanda Berenguer (1921-2010) en algunos párrafos parece una tarea destinada al fracaso. Referirse, incluso, a la obra, en singular, es un desafío en sí mismo, ya que alcanza ojear, por ejemplo, colecciones como La constelación del navío (H editores, 2002) o El Río y otros poemas (Biblioteca Artigas, 2011) para notar el carácter proteico de su búsqueda poética. En efecto, desde los endecasílabos de El Río (1952) hasta el juego tipográfico de sus trazos de los 70, pasando por sus impresionantes poemas largos (“La cinta de Moebius”, “Las nubes magallánicas”, “La estranguladora”), desde sus impresiones de paisaje hasta la meticulosa disección de las frutas, desde el sensualismo hasta el humor de poemas como “Los culos del Bosco” o “Estudio de arrugas: aportes para una cosmetología”, Berenguer se revela como una escritora inclasificable y total.
A pesar de esta aparente dispersión, sin embargo, hay una anécdota que Berenguer cuenta a Silvia Guerra en una entrevista publicada originalmente en su libro final, La cuidadora del fuego (La Flauta Mágica, 2010), que ilustra muy bien su consistente relación con las palabras. Consultada por sus primeros acercamientos a la poesía, la poeta refiere a un evento puntual de su niñez; palabras más, palabras menos, dice que estando en la escuela escribió, como requerimiento curricular, un texto que llamó “La palmera”, al que luego agregó a manera de subtítulo “Composición” y que fue al poner esta larga palabra bajo la otra cuando, cuenta Berenguer, sintió como si aquellas letras ordenadas fueran un lagarto en la arena del desierto, bajo el árbol del título.
Como se transparenta en esta singular escena de origen, las palabras en la obra de Berenguer son materia: materia evidente cuando en los poemas cinéticos de Composición de lugar (1976) suben por la página o arman espacios tridimensionales con colores que contrastan y le dan profundidad al blanco, pero también cuando se exponen como cosas, separadas entre barras o guiones (heredados de Emily Dickinson, a quien además tradujo) y, arrancadas de su hábitat natural, exigen ser miradas bajo una nueva luz. En sus momentos más deslumbrantes, Berenguer lleva eso hasta el extremo: persigue la palabra, la lleva como en un flujo musical por el poema, la arrastra en los versos, la saca y pone en contextos distintos, como hace con su propio nombre en una pieza que lleva por título un verso de Isidore Ducasse, conde de Lautréamont, y que termina: “soy Amanda / y voy hacia Amanda sin destino / apátrida / perseguida por un tábano dorado / en medio de la púrpura / de un empecinado y continuo / asesinato de Amanda”.
La triplicación del sustantivo, que lo rompe al volverlo nombre propio y ajeno, comienzo y destino, en este caso actúa también en otro sentido, fundamental en su poesía, que es la fragmentación de la identidad del yo poético, que se define y se niega, que es y no es al mismo tiempo. Consecuentemente, en la obra de Berenguer son constantes las figuras de la ambigüedad, como los llamados objetos no orientables (la superficie o botella de Klein o la cinta de Moebius), pero también un tópico que la acerca a Lautréamont, que es el del hermafrodita. De “Objeto volador no identificado”, por ejemplo, son los versos “palpo lentamente / una cinta de Moebius siento / ese breve vértigo de entrecasa / [...] / toco ese pájaro por fuera / y esa ostra por dentro sucesivos / palpitantes / su unilateral hoja ambigua / hermafrodita / exterior e interior a un mismo tiempo”, en los que define esa perplejidad que será uno de los grandes temas de su obra, a través del que problematiza, entre otras, la dicotomía “superficie/profundidad”.
En una carta enviada a Circe Maia a fines de 1976 (y recuperada por Ignacio Bajter en el quinto número de la revista Lo que los Archivos Cuentan), poco después de publicar Composición de lugar, Berenguer le escribe a la poeta: “No tenemos más que las terribles, deliciosas palabras, tan engañosas, tan sirenas de mar profundo” y “La superficie de la palabra, la superficie de la voz, la superficie del blanco – Con eso trabajamos”, dando cuenta de las varias formas que toma su obra, que pasa de la palabra despojada a sus experimentos con la espacialidad de la página y la tipografía, y de ahí al decisivo trabajo con la voz, evidente por ejemplo en su disco Dicciones (1973), en el que hay una conciencia del sonido que se hace evidente desde la introducción, en la que advierte el posible desconcierto que puede llegar a sentir el oyente ante estas investigaciones que transitan entre la declamación y el canto, y que la poeta recomienda oír más de una vez.
Signada por estas búsquedas (que, para usar una fórmula suya, se pueden comparar con expediciones de caza), la obra de Berenguer reclama un lugar destacadísimo en la literatura uruguaya. Su comprensión singular de la poesía (decía que su libro preferido era el diccionario, al que alude más de una vez), su síntesis de herencias y tradiciones, su manejo de registros y lenguajes variados, su personal acercamiento al hecho poético, que asedia en todas sus dimensiones, hacen de su obra una celebración de las posibilidades de la lengua y de las formas y, en consecuencia, su lectura comporta siempre (otro tópico querido por Berenguer) una auténtica transformación.
Traducir el color
Ya en 1968, escribiendo para el número de Capítulo Oriental dedicado a los “Poetas del 45”, Enrique Fierro afirmaba que los primeros libros de Berenguer eran apenas una preparación para lo que sería su obra posterior, cuya primera manifestación serían, según el poeta y crítico, los últimos poemas de El Río, en los que empezaba una etapa que pasaba por las que Fierro juzgaba sus “obras mayores” –La invitación (1957) y Quehaceres e invenciones (1963)– y llegaba a “esa arriesgada aventura de rechazo y destrucción del mundo tradicional que se consuma en sus últimos libros: Declaración conjunta (1964) y Materia prima (1966)”.
Es precisamente en este punto donde empieza la antología bilingüe de Berenguer recientemente aparecida en Nueva York, que toma su nombre del libro de 1966 y llega, tras piezas de libros tan diversos como Identidad de ciertas frutas (1983), La dama de Elche (1987) y La botella verde (1995), hasta su última colección. El libro, publicado por la editorial Ugly Duckling Presse (responsable también de la edición en inglés de Historial de las violetas y de la antología I Remember Nightfall, de Marosa di Giorgio), incluye entonces varias de las iteraciones de Berenguer, pero se centra en la más experimental, la más disruptiva, la mejor.
Con una introducción informativa y documentada (que, sin embargo, comete el error de datar el golpe de Estado uruguayo en 1976), un prefacio de Roberto Echavarren y la feliz adición, en inglés, de la entrevista que le hiciera Silvia Guerra a la poeta, el libro es una introducción excelente a la poesía de Berenguer, con traducciones que en general logran trasladar las cadencias originales e, incluso, se atreven a verter al inglés (obra de Urayoán Noel) sus piezas más formalmente arriesgadas, como sus poemas visuales de los 70.
En ocasión de la edición, mañana a las 19.00 en el bar Tribu (Maldonado 1858) tendrá lugar un conversatorio a cargo de Echavarren y Guerra, al que seguirán lecturas de poemas por María Laura Pintos, Lucía Delbene y Marcos Ibarra.
Materia prima, de Amanda Berenguer. Nueva York, Ugly Duckling Presse, 2019. 256 páginas.