Publicado en 2014 por Fondo de Cultura Económica, el libro Mafalda: historia social y política, de la investigadora uruguaya Isabella Cosse, es un estudio de referencia sobre el impacto de la obra de Quino. Lo que publicamos aquí es un fragmento de su cuarto capítulo, titulado “Una contestataria durante el terrorismo de Estado y la restauración democrática”.
“¿Fue efectivo el humor que se hizo en la dictadura?”, “¿Tuvo miedo? ¿Se autocensuró”, “¿El humor crítico puede debilitar a la democracia?”. Estas preguntas convulsionaban al campo humorístico durante la restauración democrática. En 1984, la Quinta Bienal Argentina del Humor y la Historieta se las formuló a cada uno de los realizadores invitados a participar en su catálogo. En su respuesta, Quino reconocía que la revista Humor había colaborado a terminar con la dictadura, pero sostenía su descrédito acerca de la capacidad del humor para forjar, por sí solo, una “conciencia democrática”. Pensaba que “se puede con el teatro, el cine, la literatura y ¿por qué no? la política, ayudar a luchar contra la represión y el oscurantismo”. Recordaba, como había hecho en el pasado, que conocía bien la censura porque había vivido casi siempre en dictadura. Por ello, interrogado sobre los cambios introducidos con las elecciones, confesaba: “No me acostumbro aún a la idea de una libertad que no podemos estropear”. Reconocía que era muy consciente de su responsabilidad, pero sostenía que “un pueblo inteligente no debiera permitir que ni el humor crítico ni nadie debilite una democracia, esta que tanta sangre y tanto dolor le ha costado”.
Esta preocupación, como Quino reconoció, cobraba sentido en su balance retrospectivo sobre el papel del humor en el clima golpista que permitió el ascenso del general [Juan Carlos] Onganía. La autocrítica fue explícita. Refiriéndose a las tiras que aludían al gobierno de Arturo Illia, explicó “tanto por la ignorancia que teníamos acerca de las reglas del juego democrático como por la misma precariedad de estas democracias nos convertimos, sin desearlo, en los mejores aliados del enemigo”.
Esta autocrítica generó un compromiso activo con la democracia de modo abierto y explícito. Su postura estuvo unida a la significación política atribuida a la “niña intelectualizada”. “Mafalda: un alegato a la paz y a la libertad”, sintetizó el titular del diario Tiempo Argentino, dirigido por Raúl Burzaco, quien había sido la mano derecha de César Civita, en una página completa dedicada al personaje que publicó al comenzar 1984. La curiosa nota comenzaba con una intrigante dedicatoria: “A Quino, para que acepte un perdón de quien escribe”. La nota –que nada decía sobre quién la había escrito ni por qué razón solicitaba perdón– consistía en un reportaje ficticio a la propia Mafalda. Las respuestas habían sido elaboradas por el periodista o la periodista a partir de expresiones o situaciones de la tira. El recurso volvía a darle voz a Mafalda y, al hacerlo, actualizaba su significación política: “Mafalda se permite tener una esperanza cada día y soñar, a pesar de todo, con un mundo en paz (lástima, una palabra tan usada). Brillante en sus respuestas, risueña, realista; tiene todos los ingredientes para ser apolítica, pacífica, defensora de los derechos del hombre”.
El regreso de la democracia reactivó la presencia de Quino en la opinión pública y, con él, de Mafalda. Por un lado, en los primeros meses de 1984 se realizó una muestra retrospectiva de la obra de Quino en la Fundación San Telmo en Buenos Aires y, en noviembre, en Mendoza, su ciudad natal. Por el otro, Quino aceptó volver a dibujar a los personajes. Ese mismo año, como había realizado con UNICEF, cedió al personaje para diseñar una campaña de la Liga Argentina para la Salud Bucal y los afiches para el Congreso Internacional de Ambliopía –una dificultad visual– para Montevideo y para la Cruz Roja de España. Un año después, en 1985, Quino decidió asumir un compromiso social en Argentina con el diseño de una campaña para prevenir enfermedades respiratorias infantiles para la Secretaría de Salud Pública. No pensaba que su participación lo convirtiese en “radical”: lo concebía como un modo de ayudar al país.
Para entonces, el humorista se había convertido, a pesar suyo, en un personaje en sí mismo al que le escribían señoras que se quejaban de su visión pesimista, y al mismo tiempo se encontraba con lectores de tres generaciones que habían sido unidos por Mafalda, como le sucedió en la firma de ejemplares en la Feria del Libro de 1985. Esa transmisión intergeneracional quedaba expresada, también, en el lugar que le había otorgado la revista Comiqueando que, por entonces, era editada por chicos, casi adolescentes, que compartían su afición por los cómics con los lectores.
La visibilidad de Mafalda se retroalimentaba, también, de las noticias y los reconocimientos en el extranjero que, transmitidos por las agencias de prensa, reverberaban en la escena local con la celebración de la consagración en el exterior de un connacional. Así, los festejos de los 20 años de Mafalda en el Salone Internazionale del Fumetto en Lucca (Italia), la cesión del personaje para la campaña de las elecciones en los Consejos Escolares en España y la traducción de la historieta al gallego mostraban su vigencia.
La significación política también se actualizó con el vínculo establecido, a partir de 1984, con Cuba, en donde vivía su amigo Jorge Timossi, el periodista argentino fundador de Prensa Latina que había inspirado al personaje de Felipe. La amistad entre Quino y Juan Padrón, el conocido ilustrador cubano, se forjó en el primero de los viajes del dibujante a la isla, como invitado al Festival de Cine Latinoamericano de La Habana. La relación derivó en la realización entre 1985 y 1987 de Quinoscopios, un cortometraje basado en las páginas de humor y, en 1993, en una nueva animación de Mafalda. Pero, sobre todo, la visita inició un fluido vínculo con Cuba, lo que difería de la distancia que el autor había mantenido en el pasado, cuando la izquierda latinoamericana había quedado imantada por el brillo de la Revolución Cubana y conmovida por sus debates. De allí que la relación con los cubanos –que no le impidió a Quino una mirada crítica– coloreó ideológicamente de un modo nuevo a la historieta, lo que adquirió completa significación en los años siguientes.
Toma de partido
En 1985, Quino se posicionó ideológicamente con una claridad inusual. Acicateado por la furia que le provocó una producción pirata en España realizada por grupos falangistas –se trataba de unas “pegatinas” (o stickers)–, se explayó en su identificación con la izquierda: “Mi familia siempre ha sido republicana [...] toda mi niñez está marcada por el recuerdo de lo español, siempre del lado republicano. En mi casa, los cajones estaban llenos de escarapelas de la República. [...] Cada ciudad que caía en manos franquistas durante la guerra era una llorera para todos. Recuerdo a mi madre tejiendo calcetines para los refugiados españoles. Por eso no entiendo por qué utilizan a mis personajes en una ideología tan diferente a la mía”.
El País de Madrid mencionó, también, que Quino había recordado cuando los servicios “paralelos” de las Fuerzas Armadas, en la Argentina de los años 70 invirtieron el sentido del afiche con el “palito de abollar ideologías” para ensalzar la represión. También explicó que no había podido hacer ninguna réplica porque en aquella época muchos de sus amigos habían desaparecido y la vida se hizo imposible. En cambio, en el nuevo contexto, estaba en condiciones de defenderse en la opinión pública y se disponía a iniciar un pleito.
En sintonía con su idea de que el humor era un arma, creó en respuesta una viñeta que se publicó en El País. En el centro podía verse a Libertad –quien, recordemos, representaba la máxima radicalización en el universo de Mafalda– mirando el dibujo pirata de Guille con la bandera falangista, mientras pensaba: “Caray, se ve que a la derecha no le caen simpáticos ni sus propios personajes!”.
La nota se regó en los medios a escala internacional y, por supuesto, resonó en Argentina, en donde el enfrentamiento con las fuerzas franquistas podía, fácilmente, proyectarse sobre la realidad nacional y reforzar la inscripción de Quino entre las voces antidictatoriales.
El país enfrentaba una situación difícil. Las promesas de la democracia habían dado paso a la manifestación de una crisis de largo aliento y, a la vez, de una coyuntura crítica. La economía no mostraba signos de reactivación. Los niveles de desocupación se mantenían alarmantes, aunque era la inflación el indicador más patente de que el gobierno había fracasado. Este contexto acicateó la conflictividad social mientras los nichos de pobreza requerían la distribución de alimentos por parte del Plan Alimentario Nacional. En el plano político, el informe de la Conadep [Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas] había dado paso a los juicios a los ex comandantes y se ampliaba día a día el conocimiento de la tragedia. El fotógrafo Eduardo Longoni recuerda haber sacado, con lágrimas en los ojos, la foto del instante en el que se conocieron las sentencias. Nunca hubiera imaginado, cuando temía por su vida unos años atrás, que esa situación sería posible. Pero la satisfacción con la democracia no impedía reconocer la presencia activa de los servicios de inteligencia en los ataques a locales políticos, en el enlentecimiento de los juicios y la presión militar por terminar con ellos. La inquietud castrense creció y el gobierno, que buscaba acotar los juicios, propuso la ley del Punto Final, aprobada por el Congreso en diciembre de 1986, por la cual se limitaba a 60 días el plazo para presentar causas contra perpetradores de violaciones a los derechos humanos, luego del cual se extinguía tal posibilidad. Rechazada por los organismos de derechos humanos, la ley provocó más de trescientas citaciones por parte de los tribunales en el verano de 1987. La reacción militar no se hizo esperar.
En la Semana Santa de abril de 1987, un grupo liderado por Aldo Rico tomó Campo de Mayo. La movilización civil, alentada por el presidente, colmó las plazas, mientras la negociación gubernamental lograba la rendición. Un mes después, los términos de dicha negociación despertaron suspicacias en la opinión pública cuando el gobierno aprobó la ley de Obediencia Debida.
Esta coyuntura, en la que la democracia parecía peligrar, interpeló a amplios sectores sociales, entre los que se contó una intelectualidad que había revalorizado la importancia de las instituciones democráticas y de su papel en el afianzamiento democrático, a la luz de los años de dictadura. En ese sentido, y en sintonía con su autocrítica sobre el derrocamiento de Arturo Illia, Quino redobló su compromiso con la democracia y, en medio del alzamiento, el 17 de abril, le envió a Raúl Alfonsín una Mafalda, al día siguiente de que el presidente expresara en su discurso ante el Congreso su fuerte rechazo a la sublevación.
En los meses siguientes, los sectores sociales movilizados ante la sublevación militar redoblaron su alarma en una coyuntura marcada por el dilema de cómo garantizar la democracia y, al mismo tiempo, la vigencia de los derechos humanos.
La tira, identificada con esos reclamos desde cuatro décadas atrás, cuando esas trazas ideológicas no eran hegemónicas en Argentina, alcanzó en ese contexto una consagración inédita. La afinidad de la historieta con el credo democrático, al que adhería un espectro amplio de la población, entre la que se contaba la clase media intelectual, potenció el carácter emblemático de Mafalda. Los 25 años del primer boceto de la tira, cumplidos en 1988, facilitaron esa coincidencia.
Cumplir 25
El nuevo aniversario adquirió una entidad sin igual en el cruce de diferentes reconocimientos. Los premios internacionales se sucedieron uno tras otro. En 1987, Quinoscopio obtuvo el premio al mejor cortometraje en el VIII Festival Internacional de Cine de Imaginación y Ficción en Madrid. Al año siguiente, Mendoza designó a Quino ciudadano ilustre y le entregó las llaves de la ciudad y Mafalda recibió el Premio Max y Moritz a la mejor tira humorística de un diario internacional en el III Salón Internacional del Cómic de Erlangen, en Alemania Federal. Poco después, el teatro San Martín inauguraba una exposición con tiras inéditas, evento que coincidió con la aparición del libro Mafalda inédita, que, con una tapa naranja rabioso, reunía una recopilación de materiales que nunca habían sido publicados, junto a una prolija contextualización histórica.
Las notas se multiplicaron dentro y fuera de Argentina con balances que consagraban la historieta al mismo tiempo que la actualizaban. El precursor fue Cambio 16, de España, con un artículo de Norma Morandini en una nota consagratoria que daba cuenta de la resignificación de Mafalda, pero, al mismo tiempo, como nunca antes, la enlazaba con un giro nostálgico de los años 70. La “niña intelectualizada”, que era comparada jocosamente con Gardel, permitía pensar que había llegado el fin de la época en la que ella había surgido. Era una visión desesperanzada de un presente en el que las “utopías yacen asesinadas por salarios generosos, el consumo ha hecho creer a los jóvenes que no tienen futuro y las drogas los estigmatizan. El sida terminó con la libertad sexual y el unisex”. América Latina había pasado de ser una promesa de futuro a ser “un continente empobrecido”.
Luego de trazar las diferencias entre el presente y el pasado, Morandini propuso un juego: imaginar a Mafalda en 1988. Sergio Penchatsky, fotógrafo argentino, pensó que sería una psicóloga, “con gafas de aro, minifalda e ideas vacuas, con un discurso intelectual”. Pea Acedo, una española que pertenecía a la “generación contestataria”, la imaginó “una liberal conservadora, como son los que estuvieron en el Mayo Francés y ahora son yuppies”. En cambio, la psicóloga Raquel Ferrario explicó: “Nos cuesta imaginárnosla con 25 años porque Mafalda somos nosotros, era nuestra parte niña que crecía. Con ella se quedaron las ilusiones de la década del 70”. Pero luego agregó que, para ella, se habría convertido en una universitaria que estaría “abriéndose camino en una Argentina tremenda”. Fue Quino quien cerró el juego. Al recordar que el público creía que se había inspirado en la princesa italiana Mafalda que había muerto en Auschwitz, le contestó a Morandini: “Mafalda nunca habría llegado a ser adulta. Ella estaría entre los 30.000 desaparecidos de Argentina”.
En Argentina, en pleno aniversario, Eduardo Blaustein, en Página 12, se sumó a imaginar qué sería de Mafalda y sus amigos en 1988. Al hacerlo, proyectó en cada figura los procesos históricos que había sufrido el país en la década más negra de su historia. Susanita, sostuvo, tendría un marido industrial y sonreiría ante su amante mientras miraba un video porno en un albergue. Manolito podría haber acertado en la “bicicleta financiera”, aunque el periodista pensaba que era más probable que el almacén hubiera tenido que cerrar. “Aterra el sólo pensar qué pudo pasar con Libertad –al menos que haya huido becada a Yale– y con sus padres progres que vivían en un ambiente”. Mafalda, “perpleja en su rutina contestataria, debió haber sufrido en algún momento el embate de los tiempos modernos”. Retomaba las imágenes del reportaje de Cambio 16 para pensar que podía ser “una típica mina problematizada, eximia lanzadora de cinismo, pragmática y con anteojos negros”. Al final de la nota, incluía la respuesta de Quino, quien pensaba que estaría entre los desaparecidos. El periodista de Página 12 volvió a interrogarlo y explicó a sus lectores: “Prudente, amable, el hombre lógico que suele reiterar que Mafalda nunca nació para cambiar el mundo, precisa también que la frase exacta era ‘posiblemente sería una desaparecida’. Dije ‘posiblemente’”. Sin embargo, la asociación entre Mafalda y los jóvenes contestatarios de los años 60 se había fijado con tal solidez al carácter emblemático del personaje que parecía ineludible incorporarla al trágico destino de esa generación.
De modo más general, la consagración de Mafalda en su aniversario 25 quedó ligada a las discusiones y a los balances de los años 60 y 70, con los contradictorios sentidos que caracterizaron esa época y las discrepancias que despertaban en una Argentina marcada por la crisis económica y política, en la que los levantamientos militares reponían el miedo de los tiempos de dictadura, agravado a medida que avanzaba la conciencia de la tragedia que se había cernido sobre los jóvenes contestatarios. Las notas reponían la tira con clave de memoria, es decir, una construcción subjetiva, realizada desde las urgencias del presente, en la que se filtraban los vestigios de una época vivida por quienes recordaban y opinaban.
Mafalda inédita, en cambio, estaba dominada por un empeño diferente. El libro estaba dirigido a un lector asiduo de la tira, a quien podían interesarle los residuos de una obra que, como sucede con los clásicos, se había valorizado con el tiempo. La memoria estaba en el corazón de la idea en sí misma de esa obra cuya adquisición movilizaba, necesariamente, la significación subjetiva de Mafalda en la biografía de quienes la adquirían y la leían. Sin embargo, a despecho de la memoria, el libro proponía a los lectores un ejercicio histórico. Cada sección estaba antecedida de una introducción en la que, a modo de explicación y balance, los editores –incluyéndose Quino– colocaban la historia de Mafalda: los hitos que marcaron la tira y los personajes, los avatares políticos, sociales y económicos que los contextualizaban y que el autor había seguido cada mañana en los diarios. Esta contextualización incluía el esfuerzo por reponer cada dato cronológico para lograr que el lector colocase cada dibujo, cada giro de humor, en su lugar, aquel de su creación. “Mafalda es hija de su época. De la época de los Beatles, del Che Guevara, de la descolonización de África”, reflexionaba Quino, con esta óptica, para Página 12.
La exposición retrospectiva, realizada en el teatro San Martín, fue visitada por millares de personas. El público tenía diferentes edades. Como notó Carlos Ulanovsky, existía una nueva generación, formada por adolescentes, a los que inicialmente la historieta no había estado dirigida, que estaba produciendo una “Mafaldamanía”. El periodista encuestó a chicas de 11 años que se sentían identificadas más con “la barra de Mafalda que con los chicos de Clave de sol”, una telenovela entonces popular, o que confesaban que les gustaría tener una amiga como ella. Por su parte, Emilio Divinsky, con 15 años, había tenido la autorización de su padre (el responsable de Ediciones de la Flor), para organizar en la última Feria del Libro un concurso para expertos en Mafalda. Recibió más de 3.500 respuestas completadas con datos como el nombre del portero del edificio en donde vivía la protagonista. Para Ediciones de la Flor, la historieta seguía siendo su best seller. Por entonces, la obra había trascendido las disputas y era reconocida como “la principal lectura política y social de varias generaciones”; Mafalda había sido “una niña que poco a poco se fue transformando en la conciencia de una sociedad que comenzaba a vivir la historia desde el difícil principio de la angustia”.
Mafalda, convertida en mito, colaboraba en la elaboración de las fracturas de la sociedad argentina y aparecía, casi como un talismán, con vida para reclamar la vigencia de la democracia y los derechos humanos. Quino no había aceptado –no había querido– hacer humor con la tragedia en la que habían muerto muchos de sus amigos y que lo había afectado. En el pasado había explicado que no podía abordar el tema y que sólo emergió, sin proponérselo, en un dibujo que había realizado en Milán, en el que desaparecía un cadáver luego de un accidente de auto. Quedó perturbado al notar, luego de publicarlo, lo que yacía tras la superficie de ese cuadro, porque él, incluso, había dejado de hacer chistes de presos –un tema clásico del humor gráfico– cuando comenzaron a producirse desapariciones en Argentina.
En 1988, volvió a explicar su posición: “Siempre tengo malos entendidos con la gente de Amnesty porque nunca quise colaborar con ellos. Si uno pone un tema como la tortura o los desaparecidos en dibujos humorísticos, se puede pensar que la cosa no es tan grave. Y no se puede agarrar un tema tan jodido así nomás”, señaló.
En cambio, sí aceptó darle nueva vida a Mafalda, con su fuerza simbólica consagrada, para defender la democracia. La dibujó en el afiche del Ministerio de Relaciones Exteriores, al cumplirse un lustro de democracia, y al regalarle el nuevo libro con las tiras inéditas a Raúl Alfonsín, con una dedicatoria en donde podía leerse: “Al presidente capaz de demostrarnos que todo eso que nos enseñan en la escuela puede ser verdad!”. Quino volvía sobre el pasado para exorcizarlo con la fuerza simbólica de Mafalda.
Pero las ilusiones depositadas en la democracia de vastos sectores de la sociedad argentina llegaron a su fin. Fueron enterradas por los escombros de la crisis económica, social y política. Resultó claro, en 1989, el fracaso del gobierno alfonsinista para contener la inflación, revertir la caída de los salarios y el empeoramiento de las condiciones de vida de la población originadas durante la dictadura. Los trabajadores habían vuelto al ruedo con una nueva ola de huelgas, y los pequeños comerciantes y profesionales independientes intentaban sin éxito mantenerse a flote. Las presiones militares se habían redoblado con un alzamiento, a fines de 1988, comandado por el coronel Mohamed Alí Seineldín, que reclamaba una amnistía y la reivindicación de las Fuerzas Armadas. El movimiento fue reprimido, pero evidenció la debilidad del gobierno. Un mes después, el asalto al cuartel de La Tablada por parte de un grupo de militantes armados de izquierda terminó de complicar el cuadro político. En mayo de1989, el triunfo de Carlos Saúl Menem en las elecciones selló la crisis del gobierno de Raúl Alfonsín. Cada vez más tambaleante, en medio de la hiperinflación y los saqueos a supermercados, el presidente entregó anticipadamente el mando al nuevo líder peronista.
El nuevo gobierno decretó sin demoras un indulto a los militares condenados por su participación en la represión durante la dictadura y a integrantes de las organizaciones guerrilleras. Un año después, extendió la medida a los miembros de las Juntas militares y los líderes de Montoneros. Preocupado, Quino –quien estaba en Italia por la celebración de Mafalda– declaró a la revista L’Espresso que “el indulto abolla la democracia”. Con ello retomaba, con un nuevo giro, la metáfora que había creado tres décadas atrás. En el contexto de la restauración democrática, el “palito de abollar ideologías” asumía la forma del indulto que dejaba en libertad a los represores y, por tanto, continuaba el legado de quienes, dos décadas antes, lo habían usado para reprimir las ideas.
Desde este ángulo, era posible enlazar el escenario previo y el posterior a la dictadura, a partir del reclamo de justicia y democracia. Justamente el ascenso del neoliberalismo marcará las nuevas resignificaciones otorgadas a la tira al convertirse en un símbolo de una época que reivindicaba el compromiso político, la acción colectiva y la utopía social por oposición a la exaltación del individualismo, del capitalismo y del fin de la historia.