Llevo casi treinta años entrando y saliendo de la obra del Conde de Lautréamont, como quien ingresa, se retira y vuelve a penetrar en un edificio inabarcable que es siempre el mismo y nuevo a la vez, una construcción cuya belleza amasada en lo siniestro ronda lo intolerable. También, simultáneamente, continúo escudriñando las huellas esquivas que le son contiguas, esas a las que le llamamos convencionalmente “la vida”, como si la separación fuera demasiado evidente, como si en los textos de Los cantos de Maldoror, de Poesías I y II y aun del breve epistolario de Isidore Ducasse, no pudiera leerse una voluntad de cifrar ciertos pasos y desplazamientos del bios.
He tenido la fortuna de conocer personalmente a varios investigadores excepcionales que se concentraron y avanzaron en el trazado de una biografía cada vez menos imaginaria de un Ducasse que, tras su “No dejaré memorias”, sólo nos permitió acceder a algunos datos y señales. Como fuere, estos hallazgos fueron llamando a nuevas posibilidades, avances y rebotes en el misterio. Es el caso, especialmente, de François Caradec, integrante de L’Oulipo que escribió una investigación biográfica decisiva, luego continuada y desarrollada con encomiable información y minucia en varios casos conclusiva por Jean-Jacques Lefrère, quien antes había descubierto y publicado en un primer libro (Le visage de Lautréamont, 1977) la famosa fotografía del rostro de un joven que él identificó con Isidore Ducasse aunque sin ofrecer pruebas irrefutables, hecho que a decir verdad Lefrère no estuvo dispuesto a reconocer.
Compartí con ellos más de un coloquio, desde aquel inicial ocurrido en Montevideo en 1992, organizado y animado por la lúcida iniciativa de Lisa Block de Behar. Allí mismo, y por supuesto que también después, resolví integrar todas las búsquedas. Las de datos culturales, magníficamente emprendidas por Michel Pierssens –uno de los investigadores más importantes de la obra de Lautréamont–, Leyla Perrone-Moisés y Emir Rodríguez Monegal (que revelaron por primera vez sus efectivos bilingüismo y biculturalidad). Las de abordajes tan diversos sobre sus textos, que en principio absorbían mis mayores motivaciones, desde Gaston Bachelard, Maurice Blanchot y Aldo Pellegrini, a Philippe Sollers, Enrique Pichon Rivière y más tarde Homero Altesor. Pero también las de un biografismo que si bien no me resultaba tan querido, secretamente había comenzado a seducirme, hasta hacerme comprender, de modo creciente y no sin ansiedad, que allí también estaba el Ducasse de Lautréamont y viceversa. Y no obstante quería leer, releer y verme como lector, conocerme en esa aventura en la que no era suprimido por el texto, ya que al fin de cuentas, como quiere Philippe Sollers, el lector es el principal personaje de Los cantos. Antes, si retornamos a la cuestión biográfica, quebremos la vieja lanza por el descubrimiento de los hermanos Álvaro y Guillot Muñoz. En su libro Lautréamont & Laforgue, publicado en francés en 1925, confirmaron de modo incontrovertible el nacimiento montevideano a partir de la documentación bautismal encontrada en la Catedral de Montevideo.
He aprendido a valorar distintos aspectos de la obra así como a no resistirme a las tentaciones de un vacío biográfico sospechoso y de intención manifiesta de parte de Isidore Ducasse. Las huellas de “la vida” parecen dar y negar, al mismo tiempo, los signos de una biografía escamoteada, los fragmentos de una narración que se quiso imposible.
Para mí, pensar la vida, saber que es curso y discurso simbólico, ya descartada la obsesión estructuralista y sus herencias, me ha ayudado a interrogar los modos del sentido de una creación constituida como uno de los actos más revulsivos de la literatura occidental. No deja de asombrarme el extremo siniestro de Los cantos, como tampoco la parodia de la retractación en las Poesías: el arrepentimiento también es una parodia. Lautréamont y Ducasse son dos caras de la misma moneda, en que uno es seudónimo del otro y viceversa: son pura afirmación, empuje sin retorno.
El trayecto vital de Isidore Ducasse, nacido en el seno de la cancillería francesa de una Montevideo sitiada durante la Guerra Grande, y muerto el 24 de noviembre de 1870 en París, dos meses después de iniciado el sitio prusiano de la capital francesa, mucho más que una explicación o un contexto para Los cantos de Maldoror y para esos textos sin versos que tituló Poesías, se parece a la plástica de una intriga. Se trata de una línea zigzagueante trazada entre el nombre civil (Ducasse), el seudónimo (Lautréamont) y el nombre del gran protagonista erigido en la ficción de Los cantos (Maldoror), una línea cuyo principio se une con su final y forma (o deforma) algo semejante a un círculo. Pero tampoco hay en ello unos límites que puedan sostenerse con claridad, una frontera entre el estatuto de quien firma, supongamos, una memoria encubierta, y quien firma, digamos, una consabida ficción.
Fervores y distancias
Con las lecturas y relecturas de Los cantos siempre experimento un renovado fervor, junto con el aprendizaje de limitaciones inesperadas ante el intento de abrazar los sentidos de un universo que se escapa y arremete de continuo, trastocando cualquier estabilidad –la del yo, la del él, la del seudónimo, la de la trama, la de lo simbólico– casi sin énfasis, como si la subversión de las unidades y las jerarquías no fuera más que el flujo natural de una escritura que no concibe ni consigue otra forma de ser. Esa escritura juega tanto con la composición como con la descomposición: orgánica e in-orgánica, queda la duda de una “real” inorganicidad, del a veces mal manipulado y finalmente cómodo concepto de “cuerpo sin órganos” de Gilles Deleuze y Félix Guattari. Sin embargo, no enfatizaré un dispositivo teórico que nos hipnotice con sus supuestos. Al contrario: haré otra cosa.
Para empezar, me importa establecer un anticipo: no lo resolveré, menos aún con el surrealismo. Ni el azar objetivo, ni el automatismo, ni la asociación libre, ni los cadáveres exquisitos, ni el onirismo dan la nota clara. He tratado de probar y de probarme esto, aceptando que la maravillosa adopción de André Breton, Philippe Soupault, Louis Aragon y compañía no agota el constante desafío de una lejanía, de una resistencia que alberga la ironía, la parodia y otras formas de los reveses de una conciencia refutadora e intacta, a la distancia de una poética expresa del inconsciente. El surrealismo es una lectura y una valoración máxima en unos términos que otra lectura sostenida en cierta conciencia vigilante como fantasma constante del texto es capaz de negar olímpicamente desde la ironía. He dado a conocer un pequeño libro muchos años después, en el que recogí trabajos de distintas épocas, publicados en Cahiers Lautréamont, Cuadernos de Marcha, etcétera, y otros preparados para el volumen. He tratado de darme respuestas, de encontrar regularidades, continuidades que superaran los vértigos de las metamorfosis constantes: del personaje, del autor como garante, del género, de la retórica y su parodia, de su catástrofe teológica. Nada es una sola cosa, sobre todo porque no es únicamente aquello que parece ser. Por eso he escrito en su introducción: “La alteridad de Ducasse es constitutiva de los textos y del viaje de su nombre. Todo su espacio está marcado por una inestabilidad feroz: no sólo es metamorfósico el “narrador” de Les chants de Maldoror sino también el paradójico moralista de Poésies I y II” (El sitio de Lautréamont, 2008).
Restos de la memoria familiar
Ahora quiero volver y recordar otras cosas, reconocer la tentación biográfica (no biografista), contar brevemente algo de lo que la viuda de un descendiente me contó y me obsequió. Y sorprenderme porque de pronto advierto que escribo esto por primera vez, fuera de mis notas del aquel momento, cuando conocí a la señora Renée Pan de Ducasse. Ella, ya hace tiempo fallecida, era viuda de Arquímedes Ducasse, y de inmediato trazó la línea genealógica de su marido: Arquímedes, nacido en 1907, era hijo de Alfredo Ducasse, quien por su parte era hijo de François Ducasse, padre de Isidore, y de Eudosia Petit, de quien la señora Renée me proporcionó fecha de nacimiento y muerte: 1845-1928. Esto me asombró mucho. Yo no conocía estas “segundas nupcias” de François, ni que Isidore tuviera un medio hermano nacido alrededor de 1870, Alfredo, el año en que él, con 24 años, murió en París. Obviamente no se conocieron. Pero sí con Eudosia, que apenas tenía un año más que él. No está claro cuándo lo conoció, pero por coincidencias de tiempos y edades debió haber sido con poco margen de dudas hacia 1867, cuando Isidore regresó a Montevideo en el velero Harrick, que había zarpado desde el puerto de Burdeos, como bien documentó por primera vez François Caradec en el libro ya mencionado.
La señora Renée me contó lo que le trasmitió la memoria familiar a propósito de la abuela de su marido: Eudosia, conocida en la familia como “mamá Eudosia” era “brava” y no se llevaba bien con Isidore, quizás por sus hábitos o vaya a saber por qué, pero Renée no vaciló en trasmitirme que “Isidoro” –la versión castellanizada de su nombre era de uso familiar– guardaba dos estigmas: el de la locura y el de la homosexualidad. Sobre el primero me dijo que directamente había referencias a él en términos de “el loco”. Pesaba, sin duda, además de otros motivos o anécdotas que desconozco, aquella publicación del Canto I en 1868, que él quizás habría mostrado en Montevideo, como efectivamente lo hizo en la ciudad argentina de Córdoba, en casa de familiares que terminaron escandalizados. En cuanto a lo segundo, los rumores de la memoria que me trasmitió la señora Renée tenían que ver con una serie de presunciones que también involucraban la amistad con Pedro Zumarán (“Pedrito”), hijo de Pedro Sáenz de Zumarán. No obstante, por otro lado, pese a que la señora Renée no lo mencionó, esto agregaba la probabilidad de una relación de Isidore con el adolescente Georges Dazet en Francia, incluido como personaje con un sentido erótico en la primera edición del Canto I.
Foto perdida
Más allá de las anécdotas que nos cuentan “las memorias”, la obra decisiva de Lautréamont, su valor enrollado sobre su producción y productividad, también alimenta la tentación de la envoltura biográfica. ¿Por qué resistir? ¿Por qué no pensar los espacios de continuidad de los discursos? La distancia de dos estatutos (la vida, la obra) no impide ensambles interpretativos de una en la otra, y no ya de una contra la otra. Ambas son escrituras, “la vida” biografiable y biografiada es un a priori, como también los textos que hacen a una obra.
A veces la dimensión biográfica nos llama como si no se escribiera, como si fueran los meros hechos, sin sus miradas, sus interpretaciones: seducciones del despojamiento. También es verdad que prácticamente he soñado con encontrar la foto “verdadera” que quizás tuvieron en sus manos los hermanos Guillot Muñoz, la que habría sido requisada o simplemente destruida en un allanamiento de la policía terrista, foto que entre otros habría visto el poeta Pedro Leandro Ipuche. Los huecos del bios producen deseo e imaginación. Una vez le pregunté al profesor Juan Pivel Devoto sobre el destino de esa foto o de otras posibles fotografías de Ducasse, y él me contestó, con suspicacia y una rara convicción de certeza: “Siga buscando”. Cuando arriesgué para volver a preguntarle una hipótesis sobre su paradero, volvió a decirme, con el mismo tono: “Usted busque”.