Personaje convertido en símbolo, fetiche, ícono, encarnación del refinamiento malévolo por antonomasia y personalización acabada del no-muerto, Drácula forma parte de la mitología popular de nuestra época, junto a personajes muy variados pero igual de populares, como Frankenstein, Mickey Mouse, Sherlock Holmes y James Bond, por nombrar sólo a algunos, entre los que el pálido succionador de sangre oriundo de Transilvania ocupa un destacado sitial. El cine se encargó de dotar de rostros variados al conde Drácula, como el de Max Schreck en Nosferatu (FW Murnau, 1922), el de Béla Lugosi en Drácula (Tod Browning, 1931), el de Christopher Lee en Horror of Dracula (Terence Fisher, 1958) o el de Gary Oldman en Drácula, de Bram Stoker (Francis Ford Coppola, 1992), entre otros, al tiempo que la industria del consumo lo recicló en múltiples formas para públicos diversos, como es el caso del segmento infantil al que se han dirigido productos como el Drácula con hija en edad de merecer de Hotel Transylvania (Genndy Tartakovsky, 2012), el niño vampiro de la serie televisiva Draculín (Bruno-René Huchez y Bahram Rohani, 1991) o el mucho más digno conde Pátula de la serie homónima creada por Brian Cosgrove y Mark Hall y emitida entre 1988 y 1993. También hay remeras, vasos, juguetes, máscaras, colmillos, pelucas, estacas, golosinas y toda una parafernalia de artículos que se han apropiado del nombre o el rostro del popularísimo vampiro.

La aparición de un libro como Historia de Drácula, del escritor, editor y docente londinense Clive Leatherdale, depura a través de datos históricos una profusa investigación y análisis precisos y pertinentes al personaje que el entretenimiento convirtió en caricatura. Para ello, comienza por rastrear los orígenes del vampirismo y su peso gradual en la cultura de Occidente, para luego diseccionar a la figura histórica de Vlad Dracul (1430-1476), el sanguinario príncipe de Valaquia, y presentarlo como estandarte de la defensa de la imaginación sexual, al tiempo que lo pasa por el tamiz del psicoanálisis y el tarot y hasta rastrea su conversión en metáfora del nazismo primero y del comunismo después, mientras el contador de muertes del siglo XX no hacía más que sumar y sumar unidades. En el centro del libro de Leatherdale se encuentra, desde luego, la novela Drácula (1897), la obra maestra del escritor irlandés Bram Stoker (1847-1912).

Rastros

La originalidad de Drácula, considerada con justicia como una de las cumbres de la novela gótica, no está en su sabiamente aprovechado formato epistolar (casi 20 años antes, el novelista inglés Wilkie Collins había publicado la soberbia La dama de blanco, donde prescindió de la omnipotencia de la tercera persona para contar la historia a través de una multiplicidad de perspectivas, manteniendo así el interés del lector por intermedio de un cambio permanente de enfoques) ni en la forma de retratar el antiquísimo motivo de la lucha del bien contra el mal, sino en la construcción del personaje central de la novela. En términos cuantitativos, el conde Drácula aparece bastante poco en la historia, pero su presencia impregna cada página a partir de los destinos de los otros personajes principales: el abogado Jonathan Harker, su prometida Mina Murray (luego Harker), la promiscua y pizpireta Lucy Westenra, el catedrático Abraham Van Helsing y el lunático RM Renfield.

La mayor parte de Historia de Drácula está destinada a rastrear el origen de la aparición de la novela de Stoker, no sólo en el contexto de su época, sino en el de la propia carrera del autor. En ese sentido, Leatherdale construye una semblanza notable de Bram Stoker, un abogado enfermizo que se las ingenió para ser campeón de atletismo y que, además, se desempeñó como empleado público, crítico teatral y administrador del prestigioso Lyceum Theatre, matizando su carácter anodino con perturbadoras excentricidades, como cuando tras el intento de rescate sin éxito a un suicida de las aguas del Támesis se llevó el cadáver a su casa, donde lo veló toda la noche ante su horrorizada esposa Florence.

Leatherdale no es para nada complaciente con el resto de la obra de Stoker –entre la que se encuentran La joya de las siete estrellas (1903), La dama del sudario (1909) y La guarida del gusano blanco (1911)–, sobre la que se ensaña con ganas, pero presenta uno de los mejores análisis realizados a la fecha de Drácula, un texto sobre el que se han escrito demasiados libros, tesis, ensayos, monografías, artículos y reseñas. Entre la variedad de hallazgos que Leatherdale expone se encuentra una interesante aproximación al personaje de Quincey P Morris, el texano pretendiente de Lucy Westenra, que con su aludo sombrero y sus pistolas en bandolera pasea su intrascendencia como ente de ficción por toda la novela hasta que, sobre el final, se convierte en el verdugo de Drácula. De la mano de lo que expone el historiador y crítico italiano Franco Moretti en su Signs Taken for Wonders: Essays in the Sociology of Literary Forms (1983), y de una serie de notas y esbozos trazados por Stoker durante la escritura de la novela, Leatherdale ejecuta una sorprendente vuelta de tuerca sobre el personaje de Quincey P Morris que reconfigura no sólo su papel en la trama, sino la propia forma en que el mal puede abrirse camino para concretar sus oscuros propósitos.

De lectura amena y cuidada factura (se le perdonan a la edición algunas erratas y ciertos descuidos en la corrección), Historia de Drácula, publicado originalmente en 1985 pero corregido y aumentado con nuevos aportes en años posteriores, es un ensayo lúcido y apasionante no sólo sobre la figura del vampiro y su máximo representante en la ficción, sino sobre el poder del mito y la persistencia de la buena literatura, esa que se empeña en sobrevivir pese a los continuos estacazos de la banalidad.

Historia de Drácula. De Clive Leatherdale. Traducción de Albert Beteta Mas. Barcelona, Arpa, 2019. 344 páginas.