Antes de la pandemia ya estábamos jodidos, le escribí hace unos días a mi amiga Marg, a lo Juan Carlos Onetti, fumando, desde la cama. Y continué: este pedazo del mundo hace años que tenía esa costumbre enferma e incurable de regar muertos todos los días por todas partes. Lo de ahora sólo es una escena más de esta especie de obra de teatro del absurdo llamada Colombia. Lo único que ha cambiado es la forma de morirse, pero nada más. Si antes les metían una bala en la cabeza, ahora los sacan a las calles para que se contagien, o simplemente los encierran sin garantías para que se mueran de hambre, o de tedio, o de angustia. Es más: ni siquiera los asesinatos se acabaron. Colombia debe ser uno de los pocos países en el mundo en donde la pandemia de covid-19 no es el problema más grave, porque según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, a corte del 20 de diciembre de 2020, en el país han ocurrido 86 masacres. Y aquí, en este pedazo del mundo, estamos, lidiando con la muerte por punta y punta, bajo el yugo de un gobierno que, además de no inmutarse por la situación, no hace nada para enfrentar las muertes por ninguna de las dos causas.
Ayer en la tarde, mi sobrina Violeta intentaba interpretar en una flauta la canción de la película Titanic para una clase de música de su colegio, e inmediatamente escuchándola recordé esa historia. Volví a la tragedia de los pasajeros del barco cuando empezaba a hundirse sin remedio. En la película de James Cameron se muestra, sobre todo, cómo en una situación de vida o muerte, los más pobres tienen menos posibilidades de salvarse, y lo que es peor: que hay quienes deciden quién vive y quién muere.
Pero cuando te agarre la tristeza acordate de esos días cuando estabas para el amor, cuando tu cuerpo como nunca era una extensa pradera con rocío. Vos sola con el mundo también puede ser un cóctel perfecto. Descargate de las sombras que te hacían caminar a tientas y volvé a los marzos de hace años cuando tu tiempo por fin tenía sentido, cuando veías en la noche una cama, y un vaso de vodka, y un cigarro.
Espero que hayas pasado un bonito martes, Marg. Espero que hayas visto el sol, la calle, los colores de la cuadra. Espero que hayas abierto la ventana y el viento te haya llegado hasta la cara y te haya puesto un pequeño aire fresco entre la boca y las mejillas. Y dale, escribí. No pares nunca de escribir. Yo sé que te cuesta un poco, pero dale. Escribir en estos tiempos es igual de importante que abrir los ojos o comer. Nosotros lo sabíamos desde antes, pero quizás ahora, como nunca, vos le encuentres la gracia a poner los dedos en las teclas y poco a poco ir pinchando letras para crear palabras y después frases y después lo que sea.
Espero que en estos días no te permitas la represión del cuerpo, y lo alimentes y lo pongas a lucir sus facetas festivas, que es lo que nunca debería apagarse. Echalo al agua cada tanto, remojalo. Dejá que los poros vibren y que te lleven al punto en donde puedes sentir que todavía respiras. Respirar es importante, pero respirar con todo, con la piel, con los ojos, con las uñas. Después, ponete un café o una bebida que te guste y caminá un poquito. Recorré despacio los espacios y poneles encima tus ojos desde lo que te permita el horrendo y necesario tapabocas, para revivirlos. Yo conozco de paisajes que han muerto de no ser vistos, de no ser pisados, abrazados, y tampoco podemos darnos ahora esos lujos.
Ya hablaremos de Žižek, de Paul Preciado, y de otros, y de otras. Ya vendrán el vino y las palabras de cerca, mirándonos. Ninguna pandemia es eterna, y esta no lo va a ser porque, en el fondo, la peor pandemia es la negación de las pulsiones de la vida, y esa no va a llegar nunca a nosotros.
El domingo en la noche regresó tu voz, larga, y se estiró en la mesa junto al libro de Sebald. Y detrás de tu voz, tu cuerpo, fuerte, inmenso, lleno de brillos duros. Tres minutos después de la medianoche, encima de la mesa, tu voz y tu cuerpo armaron su fiesta. Borraron todo lo que había: lámparas, dos mates con bombilla, el cenicero de We are a culture of many cultures y dos hojas a medio escribir con tres frases en tinta roja. Yo sólo te veía y me quedaba en mí y sonreía fascinado en la silla de espaldar forrado con hule negro. Excepto el hule de la silla, no había nada más negro en la habitación. Y la madera del techo se sumaba a la fiesta y abrigaba más que de costumbre a mis huesos fríos.
Cuando descubrí que el cuerpo y la voz eran los tuyos, me di a la tarea de repasar los días y las noches con vos, las distancias y las caminatas. E incluso completé la historia del plan fallido de la tarde juntos que había empezado a escribir en las dos hojas con tinta roja. Y le sumé un café al domingo y no fue suficiente y luego serví dos vasos de mezcal y te invité a tomarlo agarrándote las manos.
Y al final, cuando la voz y el cuerpo descansaron, me acerqué y retomé el pedacito down de la existencia. Y volví a ordenar las cosas de la mesa. Acerqué el cenicero de We are a culture of many cultures, y casi lo llené escuchando Maldigo del alto cielo cantado por Pascuala Ilabaca.
Antes de la pandemia ya estábamos jodidos, Marg. Este pedazo del mundo llamado Colombia siempre ha sido un cementerio. Pero pese a todo, ahora, viví, sacate de la piel esa amargura, y de paso, esa frasecita que me botaste la última vez que nos vimos cara a cara, la de que “suicidio en Colombia es cruzar la calle cuando el semáforo está en verde y no ser atropellado por un auto”.