Hace un par de meses se conoció la rara noticia de la impresión en Uruguay, por el sello español independiente Páginas de Espuma, del libro Las voladoras, de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda. Una verdadera sorpresa. Porque de su novela Nefando, y luego Mandíbula, ambas publicadas por Candaya, apenas habían circulado unos pocos ejemplares. El esquema de ediciones locales (una en España y cinco en ciudades de América), de una colección de relatos de una autora prácticamente desconocida, nacida en Guayaquil y residente en Madrid desde hace unos cuantos años, da cuenta de que algo fuerte debe habitar en su narrativa.
Mónica Ojeda escribió todos estos relatos durante 2020, confinada en una buhardilla de Madrid. Le llevaron mucha energía y subibajas emocionales. No fue fácil. Nunca es fácil. Supo de ellos el editor Juan Casamayor –heroico difusor del cuento en España–, quien se enamoró de inmediato del proyecto de edición de Las voladoras. Y terminó el año con el libro de Ojeda metiéndose entre los más destacados de la temporada en nuestra lengua.
Apenas hicimos contacto, con el cometido de entrevistarla por su flamante libro, le recomiendo la lectura de Los incendiarios, de la irlandesa Jan Carson. En ese libro se refiere a las “niñas voladoras” de Belfast Este. Le sugiero que hay un punto de conexión con las voladoras ecuatorianas y con la mujer de uno de sus relatos que decide tirarse de la montaña para terminar con su calvario. Se muestra curiosa. De todos modos, su próxima lectura, me avisa, será la nueva novela de Fernanda Trías, que recién está por llegar a Madrid en la edición de Random. Más puntos de conexión. “Muero por leer Mugre rosa”, dice.
Me sorprende un poco que los relatos de Las voladoras hayan sido escritos durante tu confinamiento en Madrid. ¿Hay una relación entre lo que pasó este año con el proceso de escritura?
No se relaciona en nada salvo en que tuve mucho tiempo para escribir y dedicarme plenamente a ello. Fue un proceso intenso pero estimulante. Cada cuento me iba sugiriendo el siguiente, como una cadena. Y cada relato me introducía en una experiencia física y mental distinta. Con algunos, como “Cabeza voladora” y “Slasher”, temí. Con otros, como “Soroche” y “El mundo de arriba y el mundo de abajo”, lloré. En fin, tenía las emociones exaltadas.
Esas emociones que nombrás se proyectan también en la lectura. ¿Sentís extrañeza cuando se exalta en demasía el horror de tu prosa, cuando se destaca que rompés ciertos tabúes? ¿Te sentís reflejada o no en esas miradas?
En realidad, sé que en todos mis libros he acabado estudiando el miedo como una emoción derivada de la violencia extrema. Me atrae el deseo y su brutalidad, su animalidad salvaje. No creo, sin embargo, que rompa tabúes. Lo que hago es así de radical y de extremo precisamente porque hay tabúes. Si los rompiera, el efecto se rompería. Tampoco es algo que me interese. Lo que quiero es averiguar de qué cosas se componen aquellas situaciones que nos causan horror. Voy hacia la materia del miedo, no el sobrenatural, sino aquel que sentimos por el mero hecho de estar vivos y ser frágiles, vulnerables ante la muerte.
¿Qué es lo que te lleva hacia el miedo y a trabajar sobre la violencia?
De hecho, no me interesa escribir literatura de terror, de hecho no lo hago. Mis cuentos van sobre violencias varias que son terroríficas, sí, y por eso entran en los miedos más cotidianos, más cercanos, que tenemos. No son cuentos que tengan una estructura de terror: acá si surge el miedo es a través de lo inquietante que es la violencia y del estado de vulnerabilidad extrema en el que nos deja.
2020 fue un año en que lo cotidiano se volvió extraño y pasamos –entre otras cosas– miedo. ¿Cómo lo viviste?
Yo creo que bastante bien, teniendo en cuenta la situación. Escribiendo, dando clases y cuidando mucho de los míos. La pasé absolutamente encerrada en mi buhardilla. No pude salir de casa. Pero mi Madrid es lo opuesto a eso: hago mucha vida de barrio, de paseos, de luz y de amigos. Me costó el encierro, y eso que estuve con mi pareja.
En la escritura de Las voladoras pasás por escenarios que guardan relación con tu peripecia biográfica. Hay momentos poderosos de gótico andino, de identidad profunda y ancestral, y hay otros que suceden en entornos urbanos y europeos.
Sin duda que son todos cuentos atravesados por mi geografía emocional, y esta va desde los manglares y los ríos caudalosos hasta las montañas y los volcanes. Vivo en España, sí, pero cuando me conmuevo por un paisaje de acá es sólo porque me recuerda a la ferocidad del mío.
¿Cómo te sentías al escribir sobre escenarios y memoria ecuatoriana?
Emocionada, pero no por un sentimiento nacionalista ni nostálgico siquiera, sino porque estaba descubriendo una escritura posible a partir de evocaciones. Para mí es importante la musicalidad, el ritmo, el sonido, la cadencia. Es parte del conjuro literario: parte de lo que te hace quedarte enganchado a la palabra.
¿Cómo ves a la distancia tus novelas Nefando y Mandíbula?
Tendría que releerlas, y admito que no lo he vuelto a hacer. Para mí representan todo y nada: ambas son momentos emocionales, momentos en que habité el borde del lenguaje.
¿Te sentís parte de una sociedad muy particular, a la par de otras escritoras sudamericanas contemporáneas? Pienso en Ariana Harwicz, en Fernanda Trías, en Samantha Schweblin, quienes además de exhibir narrativas y miradas potentes, feministas, se meten también en el horror cotidiano, en la violencia.
Yo no creo que escriba, en mi caso, libros feministas ni antifeministas. No instrumentalizo mi escritura. Por supuesto que soy feminista y además antirracista, pero cuando escribo no estoy siendo eso, o no fundamentalmente eso, o no sólo eso. Soy algo que ni siquiera me atrevería a decir porque se me escapa, porque no es una identidad que pueda controlar o conocer a fondo. Si mi escritura acaba mostrando aspectos que pueden leerse desde una perspectiva feminista, genial, pero no son escritos con esa intención. Lo que pasa es que, igual que las narradoras que has mencionado, soy mujer, y además latina, y además migrante. Es normal que mi lenguaje esté conformado por esas experiencias. Luego, lo cierto es que si estás rodeado de violencia es difícil que la escritura no pase por esa herida. A mí más bien me sorprenden los que escriben por fuera de la violencia. Me dan envidia.
¿Qué es lo primero que recordás haber escrito en tu vida y en lo que sintieras que esto de escribir es un juego peligroso e inevitable?
Cuentos. Recuerdo uno sobre una niña que estaba loca e interpretaba el futuro a través del vuelo de los pájaros. Fue uno de mis primeros cuentos.
¿Qué es lo que dice la sangre? Qué es lo que dicen las “niñas voladoras”?
La sangre dice la verdad del deseo. Las voladoras, el misterio.
Narrar lo que se suele esconder
Los que leyeron Nefando concuerdan en que en esa primera novela de Ojeda se percibe algo más incisivo y extremo que en otras fracturas distópicas de lo real. Tiene lo que puede faltar –aunque sea difícil medirlo– en muy buenos libros como Kentukis, de Samantha Schweblin, o en las construcciones perturbadas de Pola Oloixarac. Tal vez pueda aproximarse la idea de que ciertas nociones sobre lo monstruoso, en relación con el fin de la infancia y la búsqueda del deseo, alcancen en la prosa de Ojeda una verdad poderosa y que apenas distorsiona la brumosa experiencia personal. Las palabras se vuelven carne, rompen la superficie de la piel y se meten en territorios que suelen permanecer invisibles o dentro de lo que no se puede contar.
Entonces, cuando asoma una voz literaria dispuesta a narrar lo que se suele esconder, debe prestársele atención, seguir sus pasos, estar atentos a sus nuevas publicaciones. Hay algo que excede la irrupción de una nueva generación, es posible, pero el impacto que provoca Ojeda se acerca de algún modo a la radicalidad literaria de –por ejemplo– los uruguayos José Arenas o Leonor Courtoisie. En todos estos casos, la literatura se parece demasiado a poner el cuerpo, y esto es extremadamente significativo como actitud antagónica al repliegue hacia lo virtual, a los avatares, a la descomposición del yo.
Las voladoras es un libro, ya se dijo, poderoso. Son relatos a veces al borde de la poesía y otras dotados de una prosa punzante y seca; algunos desbordados de imágenes y otros confesionales e introspectivos. Todos ellos rozan el horror, o, mejor dicho, el miedo. Entre ellos hay uno de una profesora que encuentra en el jardín de su casa la cabeza de una vecina. Y hay otro, realmente no apto para impresionables, protagonizado por un dúo de gemelas ruidistas afectas a las mutilaciones en un festival de música experimental. Todos exhiben una técnica envidiable, pero a veces son crudos e imperfectos, casi salvajes, como el del brujo que no acepta la muerte de su joven hija. Hay que leerlos y asomarse a estos bordes del lenguaje.