Radicado en Barcelona desde 1975, adonde llegó tras recibirse de psicólogo en San Pablo y con el convencimiento férreo de dedicarse a su vocación de escritor, Ricardo Alcántara ha recorrido una extensa trayectoria en la literatura infantil y juvenil desde que su cuento “Guaraçú” fue premiado en San Pablo y Río de Janeiro. Tiene más de 200 títulos publicados, entre ellos la colección de Óscar, ilustrada por Emilio Urberuaga, y las colecciones de Tento y de Tomás, ilustradas por el argentino Gusti. Fue el primer autor no catalán en recibir el premio Serra d’Or, en 1979, distinción a la que se sumarían el premio Lazarillo por Un cuento grande como una casa y el Austral Infantil por Un cabello azul en 1987, el Apel·les Mestres por Uña y carne en 1990. Luego, su novela ¿Quién quiere a los viejos? fue seleccionada para la exposición The White Ravens 1997, que organiza anualmente la Biblioteca Internacional de Múnich. Procura visitar Uruguay todos los años, y esta vez vino con su libro más reciente, Un niño muy raro, que presentará hoy a las 20.00 en la feria Ideas+.
“Cuando bajé del autobús pasé por el lugar donde eran las tiendas Faggi y me dije: aquí comenzó todo, el cambio de nombre”, cuenta Alcántara. Con ese inesperado recuerdo arranca la conversación con la diaria, que se situó precisamente en el principio. “La trayectoria familiar era hacia un camino conservador. Unos tres años después entré a trabajar en Onda y mi padre, que no era mucho de abrazos, cuando le conté, me abrazó y me dijo: ‘Hijo, qué bien, un trabajo para toda la vida’. Quita, quita. Imagínate, con 18 años, un trabajo para toda la vida”, comenta.
¿Cómo fue cambiar de nombre?
Cambiar de nombre es cambiar todo. Yo era muy tímido y pasaba muchas horas frente a la tele, y cuando me preguntaron qué quería hacer respondí que quería vivirla desde dentro. Con una timidez horrorosa me presenté en Faggi y dije: “Quiero ser modelo”. El gerente me preguntó mi nombre y cuando le respondí que me llamaba Luis me dijo: “Ya hay otro Luis. ¿Y segundo nombre?”. “Ricardo”. A partir de ahí, fue una especie de renacimiento.
No había muchos libros en tu casa.
Había las fotonovelas que leía mi madre. El otro día leí que Julio Cortázar decía que su madre no leía pero lo sacaba al jardín por las noches y le enseñaba las estrellas. Alentaba su imaginación, que acaba siendo casi tan importante como la lectura.
Has mencionado a tu abuela como una influencia importante por su manera de contar.
Mi abuela fue la gran figura, me enseñó los matices de la vida. Ella podía ser de una gran dulzura, la típica abuelita que cocinaba, y podía ser la guerrera y leona salvaje cuando alguien le tocaba donde ella no quería. Era de muchos pliegues. Yo creo que soy muy como mi abuela. Ella iba al almacén de la esquina y al volver contaba lo típico, pero la forma en que lo contaba era fascinante: me enseñó el amor por las palabras. Un escritor no sólo tiene que conocer las palabras, tiene que amarlas. Eso fue con mi abuela.
Tu primer cuento fue en portugués y después seguiste escribiendo en español, pero en el español peninsular. Es un movimiento interesante con las palabras.
En Brasil hice el gran cambio al portugués, fue cuando estudié psicología. Cuando anuncié que me iba a Brasil mi familia lo aceptó, y cuando acabé la carrera dije: “Ahora me voy a Barcelona, a trabajar como escritor”, y me apoyaron.
¿Cuál era tu idea de trabajar como escritor? Es una formulación muy contundente.
Me fui a Barcelona con 28 años, el pasaje de ida y 6.000 o 7.000 pesetas, una miseria. Pero tenía todos los ingredientes: se me había dado el don de escribir, tenía el convencimiento de que lo conseguiría y la capacidad de ser un gran trabajador. La única incógnita era cuántos años demoraría en conseguir publicar mi primer libro. Claro, la realidad fue un poco más durilla, porque llegué a Barcelona en agosto de 1975, con Franco vivo. Lo que me encontré me espantó, era de un machismo increíble. Éramos tres amigos que nos habíamos conocido en la facultad: un pintor brasileño y una amiga que quería ser directora de cine. Franco murió en noviembre y esa sociedad sale, se manifiesta: es el destape. Eso me ayudó a integrarme. Teníamos poquísimo dinero y vivíamos de hacer artesanías: collares, pulseras, broches, lo que fuera.
¿Y escribías mientras tanto?
Sí, no podía perder de vista que mi sentido era ser escritor. Actualmente, escribo cada día. Cuando tienes una idea estás embarazado de ella: así como una madre en cada momento tiene contacto con su hijo, un escritor también. Hay una cosa que se va alimentando, te va llegando información.
¿Qué significa la palabra “don”?
El don es tener la gracia. Todos tenemos uno, pero hay que saber encontrarlo y defenderlo a muerte. Esa gracia, en mi caso, es juntar palabras, imágenes, emociones, y con eso hilvanar una historia y hacer que esa historia llegue a oídos o a ojos del lector. Es tan difícil... Tiene que pasar por un proceso en mí, en el editor, en el ilustrador. De verdad que cuando escribo tengo la sensación de que hay elementos que no surgen exclusivamente de dentro.
Mario Levrero decía que cuando estaba escribiendo tenía unas antenas que iban recepcionando todo lo que estaba pasando.
Exactamente. Hay cosas que captas.
Hay que estar atento.
La clave es la atención. La idea está fuera, pero tú la tienes que ver. El proceso es: estoy atento, la veo, hay una emoción que casualmente necesita aflorar, entonces la idea despierta la emoción, se juntan y esa es la semilla de la nueva historia.
Es bien corporal tu sensación.
Recorre todos los centros, porque nace aquí [se señala el abdomen], pasa por aquí [el corazón], llega aquí [la cabeza]. Lo más difícil es que, como una especie de funambulista, esto que surgió va por el brazo, con mucho equilibrio, hasta que encuentra el lápiz y lo plasma sobre el papel. Escribo primero con un lápiz, luego con una estilográfica y luego al ordenador. Es mi ritmo interno. El rasguño de la mina del lápiz sobre el papel me desgrana, me ayuda. Escribir es un ritual. Empieza cuando tengo una idea. Como voy a trabajar con una emoción, cuando la sentí involucra todo el cuerpo, entonces para elaborar la historia me va muy bien caminar. Me ayuda a descubrir quién es el personaje, dónde está, a colocar las piezas en su sitio. Voy hasta la playa, que está a unos 45 minutos de casa, y me siento frente al mar: para mí el horizonte es un espacio mágico, donde todo es posible. Ahora, cuando arranco a escribir es soledad, silencio, quietud. Hasta hace poco tenía una ayudante que trabajó conmigo 19 años, cuando voy a las escuelas y me preguntan digo que se ha ido a trabajar al circo. Mi gata Yuna, que era escritora. Tuve tres gatos, y los tres escritores. La Yuna, que fue la última y hace cuatro meses que no está, oía el ruido de los papeles y ni la comida la excitaba tanto. Saltaba hacia la mesa y rápidamente se echaba sobre la carpeta. Y yo “no, guapa”. Me sentaba, ella se hacía un ovillo y apoyaba su cabeza en mi brazo. Escribimos juntos muchas historias.
Hoy mencionaste palabra, imagen y emoción, tres cosas importantes para escribir.
Yo trabajo con imágenes. Cuando estoy construyendo un relato necesito visualizar. Soy muy poco descriptivo, me gusta que la descripción se desprenda de la acción o del movimiento, que el lector a través de la acción descubra el entorno. Necesito tener la imagen muy clara, pero tengo una suerte increíble, porque cuando pongo punto final los personajes se desvanecen; es como cuando despiertas luego de que has soñado, que tienes las imágenes muy frescas pero al cabo de segundos se evaporan. El punto final te da la alegría de que está el trabajo hecho, pero te deja un vacío enorme, una gran tristeza, porque esos personajes que te animaban a saltar de la cama ya no están. El hecho de que los personajes se desvanezcan me ayuda a no esperar del ilustrador lo que yo inventé, porque eso es imposible.
Hablemos de Un niño muy raro.
Creo que ese libro es una maravilla, una joya. Lo digo sin pedantería. Fue muy fuerte porque Albert Asencio, el ilustrador, no ilustró su emoción sino la mía. Pero sin hablarlo.
Lo que dijiste al principio, que tu padre te había dado un abrazo cuando conseguiste trabajo en la Onda, me llevó al abrazo del padre mago en este libro.
Hay cosas que hago muy conscientes, pero en la creatividad no todo es conciencia. Con Albert hicimos una presentación en una librería y como el cuento es corto, muchos lo iban leyendo mientras hacían cola para que les firmáramos, y comentaban: “Yo no tuve un padre mago”, y yo les decía: “Yo tampoco”. La magia es que lo abraza. Pensaba que podía funcionar bien para padres que no abrazan y para niños que no son abrazados, pero resulta que la editora, Elodie, tiene una niña de ocho años. Le leyó el libro, la niña se quedó pensando y dijo “me encanta” y luego le dijo “mama, tú también eres maga”. Para un niño que tiene un padre o una madre maga, reconocerlo es importante, una maravilla. Ahora hay tanto problema de maltrato escolar... Yo no sé si hay más que antes, lo que puedo decir es que nunca lo viví, y ahora lo vas viendo de una forma tan fuerte. Tengo la sensación de que estamos construyendo una sociedad más permisiva para la maldad, en la que quizá hay más libertad de expresar la parte menos clara de las personas. El tema del bullying tiene diferentes etapas. No suelo defender mis textos, pero este sí. No es una forma sencilla de tratar el tema e implica tocarlo antes de que esté enquistado. Así, cuando se da, el niño está lo suficientemente arropado.
Planteás un lugar para el libro porque eso tiene que estar, no es que hay que traerlo.
Tiene que ser la manera. Los niños tienen que salir protegidos de casa y establecer el diálogo. Eso no depende del niño, es el adulto el que tiene que generar ese espacio, esa confianza. Albert les dedica el libro a todos aquellos que no han tenido la suerte de tener un padre mago, pero yo también se lo quiero dedicar ahora a aquellos que han tenido la suerte de tener un padre mago.