Con un epígrafe de Margaret Mead que reflexiona sobre la curiosidad que supone, de algún modo, nacer en un mundo cuyos cambios lo volverán dramáticamente distinto al de nuestra vejez, Marcelo Estefanell (Paysandú, 1950) se interna en sus recuerdos de infancia para elaborar su nuevo libro, De todos los nombres, el nombre. Y veinte relatos breves, un volumen nacido durante el pasado confinamiento derivado de la pandemia. La zozobra de esos días de aislamiento detonó en el autor, según afirma, un fenómeno similar al que había experimentado durante sus años como preso político, más concretamente, durante los períodos de privación y apremio físico en los que la memoria de mejores días se convirtió, de pronto, en aliada de la supervivencia. Y esos días mejores se ubican, entonces y ahora, en un mismo universo: el de una niñez de familia numerosa y posición desahogada que, asentada en la idílica Paysandú de los años 50, se evoca como un perfecto paraíso perdido. Todo el imaginario del “país de las vacas gordas” está presente allí, en esa ciudad todavía industrial donde las familias se reúnen en el porche a tomar limonada y las madres cosen disfraces para el desfile de carnaval; donde los niños corretean por la calle con los tarros de leche recién ordeñada y nadan libremente en el arroyo o en el Río de los Pájaros, destinando los domingos a la matiné y no pocas tardes a un catecismo que despierta más dudas que certezas.
El escenario, pues, es casi invariable, sólo interceptado por flashes de memoria que irrumpen para volver siempre a un mismo punto: el del encierro carcelario y sus tormentos, esos en los que la memoria obraba como una verdadera máquina del tiempo. Esa impronta aflora con fuerza en relatos como “De todos los nombres, el nombre”, que da título al libro y explora la vicisitud de encontrar, entre los captores del narrador, a un viejo conocido de la infancia que aliviará el castigo; o en “Mundos paralelos”, donde la confusión entre realidad y alucinación es narrada con buen pulso y le imprime al volumen su sesgo como literatura testimonial. Pero esa presencia represiva no es, sin embargo, una constante monolítica, y desaparece en cuentos que evocan personas y situaciones propias de ese ecosistema estimulante que cincela, amorosamente, la actitud despabilada del niño devenido escritor. Tal el caso de textos como “Los abuelos”, donde el narrador evoca con ternura a ese abuelo genial que, aun no siendo el suyo propio, le enseña a pescar con paciente y lúdica complicidad, o “La playa”, donde una madre, expertísima nadadora amateur, se interna en el río para instruir a sus hijos en el arte de flotar: toda una postal que alcanza para zambullirse en esas líneas. Es en esa pintura de gentes y situaciones, entonces, donde el volumen se juega sus mejores cartas, y no tanto en la posibilidad de vueltas de tuerca, comienzos intrigantes o finales con efecto, elementos que suelen imprimir vigor al género.
Transitando el conjunto, no pocas veces asoma el apunte histórico o de contexto, bien en esas monjas que llegaron desde España después de la guerra civil -esa que el abuelo del autor “recordaba con dolor”, su padre “con tristeza” y su “tío Carlitos con rabia”-, o en esa curiosa aversión del cura católico por novedades foráneas como la de Papá Noel, peligrosa influencia de una mucho más perniciosa institución: esa Asociación Cristiana de Jóvenes que, según el religioso, de cristiana no tenía nada. Desavenencias religiosas aparte, la nota histórica crece al máximo en cuentos como “El afinador de pianos”, uno de los más conmovedores del conjunto, que devela la peripecia de Josef Mareš, un checo que huye de la Europa nazi para recalar en los recónditos parajes sanduceros; o en “El pico de la cigüeña”, con la famosa inundación de 1959 y su particular impacto en la cotidianidad de la ciudad como protagonista.
Relativizando el supuesto de que toda memoria es, al fin y al cabo, ficción, Estefanell rehúye de cualquier posible adulteración y cierra su libro, precisamente, en el momento justo en que ese delicado ejercicio de reconstrucción amenaza con tambalearse. Su fidelidad al recuerdo es, de forma explícita, un compromiso autoimpuesto, y también un intento de capturar lo inaprensible, ese azar que, desde aquella célebre magdalena mojada en tilo, se resiste a trampas, planes o estrategias que puedan asir su escurridiza naturaleza. “Además, no es posible contarlo todo”, se lamenta un poco en el epílogo este autor que, en 2007, fijara un mojón en la literatura testimonial local con El hombre numerado, y cuya devoción por la obra magna cervantina se tradujera, previamente, en los volúmenes Don Quijote a la cancha (2003) y El retorno de Don Quijote. Caballero de los Galgos (2005).
De todos los nombres, el nombre. Y veinte relatos breves. De Marcelo Estefanell. Montevideo, Aguilar, 2021. 155 páginas.