Hay algo decididamente inaprensible en la vida íntima junto al otro, esa que suele llamarse “en pareja”, que va más allá de los gestos mínimos, las rutinas compartidas, los silencios mutuos, los espacios de cada cual, la temperatura del café con leche a la mañana o la posición en la que cada uno suele dormir a la noche. Por más que se crea conocer al otro, adivinar sus reacciones ante determinadas situaciones, calibrarle el comportamiento en función de ciertos hechos, creyendo haberse apropiado de esa porción de individualidad que se vuelve existencia compartida, siempre habrá una zona ominosa, irremediablemente escindida, a la que no se puede acceder. Creemos saberlo todo del otro porque asumimos que nos lo ha contado todo, que a lo largo del tiempo que llevamos juntos ha desnudado el anverso y el reverso de su intimidad, y aunque a diario tomamos como una verdad tal conocimiento, de noche, al apoyar la cabeza en la almohada y apagar la luz, sabemos que dormimos junto a un extraño. Presentado en estos términos, cualquier sentimiento se vuelve endeble y cualquier certeza, mera hojarasca bajo los pies, pero si la vida en pareja no fuera en su propia dinámica un mecanismo tan complejo como arbitrario y tan cerrado como incomparable, las personas no se separarían, espiarían, divorciarían y se dejarían de hablar y de tratarse para convertirse en extraños entre sí, como si los años, las décadas vividas a la par, pertenecieran a otro mundo, a otra era o a otras personas. Y tampoco la literatura, ese espejo deformante con que el arte se enfrenta a la realidad, seguiría acumulando obras que refieren a estos asuntos.
Cien noches, la reciente novela del escritor y licenciado en Filología Hispánica madrileño Luisgé Martín (1962), con la cual se alzó con el Premio Herralde de Novela 2020, disecciona ciertos aspectos de la vida en pareja como un batracio sobre la mesa de un laboratorio, acumulando alrededor de su trama lineal, precisa y bastante previsible aportes que provienen de la psicología, la sociología y hasta de la estadística, todo puesto al servicio de una pregunta que inquieta a uno de los protagonistas: ¿las personas que dicen ser fieles a sus parejas lo son en realidad? Para responderla, el filántropo neoyorquino Adam Galliger, a partir de las dudas que encuentra ante su propia esposa, arma un sistema de espionaje, el Proyecto Coolidge, que se desparrama por varios estados de Estados Unidos, basado en escuchas telefónicas, desmenuzamiento de chateos en redes sociales, seguimientos cuerpo a cuerpo, entrecruzamiento de operaciones de tarjetas de crédito y un larguísimo etcétera, que acabará reafirmando su sospecha inicial, la que no revelaremos acá para que la averigüe el eventual lector de la novela.
La millonaria investigación de Galliger lo pone en contacto con la narradora de Cien noches, una joven madrileña promiscua y de buen ver, que viaja a perfeccionar sus estudios universitarios de psicología a Chicago, donde, por una serie de circunstancias, se convertirá en dama de compañía, novia del guitarrista del grupo de apoyo de Paul Anka, solitaria justiciera ante un clan mafioso y unas cuantas cosas más. En la voz que Luisgé Martín construye para Irene, su protagonista, se cifra la clave más importante de la novela, pues le da forma a través de la primera persona a un personaje bastante sólido y creíble, atravesado por un sinfín de contradicciones, que por la pulsión del sexo (básicamente, le gusta acostarse con cuanto hombre le resulta atractivo, reduciendo luego la performance a una suerte de registro estadístico) termina metiéndose en varios problemas. La construcción del personaje también, justo es decirlo, sufre de algunas incomprensibles alteraciones cronológicas o ciertas fallas descriptivas graves, como señalar que es infalible para memorizar cualquier tipo de dato y, unas páginas después, no recordar el nombre de uno de sus primeros amantes, de quien describe un sinfín de detalles.
Sobre la trama, que de a ratos se condensa y de a ratos se diversifica, no es necesario referir mayores elementos en esta glosa. Se puede señalar, sí, que como parte del juego detectivesco que propone la historia, Martín extendió la consigna de la pesquisa y les solicitó a cinco escritores españoles (Edurne Portela, Manuel Vilas, Sergio del Molino, Lara Moreno y José Ovejero) que redactara cada uno una suerte de memorándum de investigación de infidelidades. Las cinco piezas, resueltas con variada destreza, aparecen intercaladas a lo largo de la novela, a la manera de documentos científicos que avalan la larga investigación del millonario.
A modo de resumen, puede decirse que Cien noches es una novela del montón, en nada diferenciable en cuanto a estilo y escritura de tantos otros productos editoriales que se publican a diario, y que abona la reflexión acerca de que el Premio Herralde parece haber perdido el aura de prestigio que alguna vez supo tener. En lo que sí funciona el libro es en la forma en que introduce algunas reflexiones alrededor del asunto de la infidelidad como tema literario, un tema tan viejo como la literatura, que, afín a estos tiempos deslavados de sentido, en los que la superficialidad, el individualismo y el culto al vacío campean a su antojo, no deja de presentarse como un motivo interesante para contar historias, quizá un poco más interesantes que la que Luisgé Martín pergeñó en este libro.
Cien noches. De Luisgé Martín. Barcelona, Anagrama, 2020. 262 páginas.