Amar a Lawrence, el reciente libro aparecido en español de la escritora y crítica de arte francesa Catherine Millet, constituye una interesantísima revisión de la vida y la obra de uno de los autores ingleses más prolíficos y cuestionados de su tiempo, que fuera considerado por muchos de sus pares como un vulgar pornógrafo. DH Lawrence fue un trashumante infatigable, cuasi nómada, que al momento de morir, en 1930, a los 44 años, dejó una docena de novelas y otros tantos poemarios, 80 relatos, una quincena de libros de viajes y de ensayos, ocho obras de teatro y un epistolario que ocupa una decena de volúmenes. Este artista del movimiento continuo y del desborde exploró como pocos el tema del deseo femenino en sus libros, enfrentándose no sólo a la moral de su época sino también a la de las generaciones que le siguieron.
Para comprender la magnitud de una obra tan singular y las características de un pensamiento tan avanzado, 100 años después del momento de mayor esplendor de Lawrence, Catherine Millet leyó y releyó su literatura, así como sus cartas, los textos que sobre él escribieron varias mujeres con las que se relacionó y las diversas biografías aparecidas con los años, desde DH Lawrence: An Unprofessional Study (1932), el primer libro publicado por Anaïs Nin, a The World of Lawrence. A Passionate Appreciation (1980), el último libro editado en vida por Henry Miller, pasando por DH Lawrence: A Biography (Jeffrey Meyers, 1990), considerado el estudio más exhaustivo sobre la vida y obra del autor, y las páginas que le dedicaron Anthony Burgess, Georges Bataille y Daniel Gillès, entre otros.
Vida en tránsito
Nacido el 11 de setiembre de 1885 en la ciudad minera de Eastwood, David Herbert Lawrence avizoró desde muy temprano la extensión del ancho mundo y comenzó a trabajar para escaparse de la cáscara del hogar paterno y el embrutecido entorno natal. “Nací en el seno de las clases trabajadoras y fui criado en ellas. Mi padre era minero, obrero minero, y no tenía nada de notable. Ni siquiera tenía conducta, pues bebía, y se mostraba más bien grosero”, escribió en una carta, muchos años después de su salida de Eastwood. Y aunque el mismo texto afirma que su madre era una persona mucho más distinguida que su padre, agrega que “no era más que una mujer de obrero, con un mustio bonetito negro y su claro rostro, malicioso y particular”.
Infatigable lector e inquieto estudiante, Lawrence trabajó unos meses en una fábrica de aparatos quirúrgicos antes de contraer una neumonía, licenciarse de maestro y darles forma a sus primeros escritos literarios. Luego de ejercer un tiempo como maestro en la British School de Eastwood, en 1908, con 23 años, se trasladó a Londres, donde algunos de sus poemas aparecerían en los diarios, al tiempo que trabajaba en su primera novela, El pavo real blanco, que publicó en 1910, mientras su madre agonizaba de cáncer. Cuentan que llegó a pedirle al impresor que adelantara la salida de un ejemplar para correr con él en manos hacia el lecho de la madre moribunda, al que llegó irremediablemente tarde, en lo que parece una escena escrita más que por el propio Lawrence, por Charles Dickens.
Suele decirse que para todo hombre hay un momento capital que tuerce para siempre el rumbo de su existencia y determina cada segundo que le queda por vivir. Puede tratarse de un accidente que se manifiesta en la más estruendosa conmoción o puede ser una cosa de nada, una insignificancia que ni siquiera es percibida. Para Lawrence tal momento lo marcó su encuentro con Frieda Weekley (de soltera, von Richthofen), una mujer seis años mayor que él, casada y con tres hijos, que le desmoronó la estantería al escritor en ciernes y provocó un giro total a su destino.
Lo que primero fue una aventura extramarital con abandono de hogar se convirtió en un intenso litigio en procura del divorcio, mixturado con viajes por Francia, Italia y Alemania, hasta llegar al matrimonio, consumado en 1914. Desde ese momento, Lawrence y Frieda no se separarían hasta la muerte del escritor, conformando una particular historia de amor no exenta de engaños, largos períodos de vida en la indigencia, zozobras de todo tipo y el establecimiento en los destinos más variados, sin casa propia, en cuartos de hoteles de mala muerte o en habitaciones prestadas por amigos, cargando siempre los cuatro baúles de él, las tres maletas y la sombrerera de ella y un misterioso panel de madera pintada de un carro siciliano que se empeñaban en llevar de un lado a otro.
Los Lawrence no tenían propiedades ni bienes materiales, usaban lo indispensable y se conformaban con lo que encontraban a mano, y en ocasiones el propio escritor confeccionaba algún rústico mueble con porquerías que hallaba a su paso, para olvidarlo en el lugar cuando llegaba el momento de partir. En un temprano pasaje de su libro, Catherine Millet señala la trashumancia de la pareja en el reflejo de los sitios en que fueron escritas algunas de las obras mayores de Lawrence: “Siempre habrá toda una topografía que muestre el desplazamiento de las placas tectónicas tal como las pisó DH Lawrence, tal como las desanduvo en el imaginario de sus novelas y tal como se superponen y se separan una de otra.
La novela situada en un país minero que es Hijos y amantes la terminó en Gargano, a orillas del lago de Garda; el final de Mujeres enamoradas, que transcurre en Austria, lo escribió en Cornualles; dio los últimos toques a Canguro en Taos, redactada durante su estancia en Australia, y El amante de Lady Chatterley, cuyo decorado lo dicta la última visita del escritor a los Midlands, está escrita en una villa cerca de Florencia. La serpiente emplumada es la única totalmente mexicana y neomexicana”.
La salida de los Lawrence de Europa, en febrero de 1922, con el propósito de llegar a Estados Unidos vía océano Pacífico, los llevó a Ceilán y Australia (lugares donde residieron unos meses), hasta que en setiembre de ese mismo año desembarcaron en San Francisco, desde donde partieron hacia Taos, Nuevo México. En aquel territorio tuvo lugar uno de los períodos más intensos y desconcertantes en la vida de Lawrence, pautado por su amistad con Mabel Dodge Luhan, una suerte de mecenas vinculada a una comunidad utópica de artistas.
Durante sus años en Estados Unidos, Lawrence publicó los libros Canguro (1923), El zorro (1923), The Captain’s Doll (1923), The Boy in the Bush (1924), St Mawr and other Stories (1925) y, a partir de sus frecuentes viajes a México, especialmente a Oaxaca, concibió y comenzó a escribir la que sería una de sus obras capitales, La serpiente emplumada, editada en 1926. También, mientras vivió en Estados Unidos, dio a la imprenta Studies in Classic American Literature (1923) un conjunto de textos críticos que, entre otras virtudes, contribuyeron al resurgimiento y el reconocimiento definitivo de la obra de Herman Melville.
Durante una de sus estadías en México, los pulmones tuberculosos del escritor se agravaron de tal forma que debió partir en procura de climas más benévolos. En sus años finales, Lawrence vivió un tiempo en Londres, en Baden-Baden y en una finca en las cercanías de Florencia, donde redactaría las distintas versiones de El amante de Lady Chatterley, su gran y controvertida obra final que, muy desmejorado ya, publicaría en Italia, en 1928. Y para seguir importunando a los biempensantes hasta el mismísimo final, en junio de 1929 inauguró en una galería de Londres una muestra de su obra pictórica (había comenzado a pintar en 1926), que terminó con la Policía irrumpiendo a los empujones y retirando los cuadros de la sala. La muerte le llegó a Lawrence en Vence, Francia, el 2 de marzo de 1930.
Amar a Lawrence
El libro que Catherine Millet escribió sobre DH Lawrence no es una biografía típica, de esas que se ciñen a una línea cronológica y se edifican con base en una documentada investigación. Amar a Lawrence es un texto híbrido, en el que el biografiado se confunde con el biógrafo, un poco en la senda de Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (1993), el libro en el que Emmanuel Carrère se introduce en la mente y los días del escritor Philip K Dick, o Pura vida (2004), el volumen sobre el aventurero y filibustero William Walker escrito por Patrick Deville. Sin la distancia de la tercera persona que presenta, reconstruye e interpreta los hechos, en este tipo de libros el autor se entromete en la materia sobre la que escribe, volviéndose parte de la trama.
Catherine Millet entró en contacto con la obra de Lawrence luego de la publicación de su controvertido (y megavendido) libro La vida sexual de Catherine M, en 2001, cuando un editor le solicitó un artículo sobre las diferentes versiones de El amante de Lady Chatterley para un diccionario de personajes novelescos. Tras una primera reacción de rechazo ante el estilo repetitivo y desordenado de Lawrence –una de sus auténticas y más logradas marcas–, la lectura de La serpiente emplumada propició el enamoramiento, del que ya no habría marcha atrás: “No tengo el menor escrúpulo en reconocerlo, convencida de que cuando nos enfrascamos en el estudio de una obra, cuando nos embarcamos con ella durante un largo rato en la vida, porque de todas formas se ha apoderado de nosotros, el interés intelectual entraña una especie de atracción sexual; yo lo he explicado varias veces. No cambia nada que el autor de la obra haya muerto o esté vivo. Siempre nos enamoramos sólo de imágenes (en cuanto al verdadero amor es otro cantar)”.
Los datos de la propia biografía de Millet que ocasionalmente se suman al libro –su iniciación sexual, las circunstancias de escritura de La vida sexual de Catherine M, su percepción cambiante ante diversos fenómenos de la intimidad con el paso de los años–, lejos de entorpecer o dilatar el trabajo sobre la vida y la obra de Lawrence, le aportan al conjunto una densidad extra.
El enamoramiento de Millet por Lawrence a medida que avanzaba en la lectura de sus libros le permitió desentrañar varios misterios; para empezar, el del propio estilo del novelista trashumante, pues “lo que en una primera lectura parecían negligencias o ridículas exageraciones y hasta ingenuidades, en realidad se deben a que Lawrence, cuando escribe, carece totalmente de superego. Ni la más mínima sospecha de escrúpulo moral o de ideología que frenasen los sentimientos y la imaginación”. He ahí la clave que le permitirá a Millet asimilar, contextualizar y expandir el estilo de Lawrence para entender la impronta de las diferentes heroínas de sus libros, especialmente la Úrsula Brangwen de El arcoíris, la Gudrun Brangwen de Mujeres enamoradas, la Kate Leslie de La serpiente emplumada y la Constance Reid de El amante de Lady Chatterley.
Millet divide el libro en tres grandes secciones, y dedica la primera de ellas, “Australia”, a cartografiar los desplazamientos de DH Lawrence por el globo, así como la evolución de su vínculo con Frieda von Richthofen. Se trata del capítulo más biográfico, en el sentido clásico del término, donde la escritura se sostiene mayormente en los testimonios escritos y las diversas biografías sobre el autor. Todo cambia en las siguientes secciones, “Sus ‘mujeres’” y “Lo que quieren las mujeres”, dedicadas a analizar no sólo el comportamiento de algunas de las heroínas de los libros de Lawrence sino, y especialmente, la percepción del deseo femenino para un artista que, en la vida cotidiana, solía ser un hombre de actitudes puritanas, bastante pacato y pudoroso, que se enrojecía ante la mera contemplación de una enagua que no fuera la de su esposa. En esas páginas, la mirada de Millet brilla en la captación del detalle revelador e inesperado, en la confrontación de diversos pasajes de las cartas firmadas por Lawrence con fragmentos de las novelas y en la inmersión en la prodigiosa capacidad de observación desarrollada por el escritor.
En el escándalo que generaron en los lectores de su tiempo algunos comportamientos de los personajes femeninos de Lawrence se encuentra evidenciada la crítica sistemática que el autor realizó a la moral de su época, un efecto que se prolongaría en el siglo, ya que, por ejemplo, la primera versión “no expurgada” de El amante de Lady Chatterley no se publicó en Inglaterra hasta 1960, tres décadas después de la muerte de su autor y a partir de un cambio en la ley de publicaciones obscenas, lo que no impidió, igualmente, que los editores de Penguin fueran llevados a los tribunales.
La confrontación entre las diversas versiones de El amante de Lady Chatterley le permitió a Catherine Millet acercarse al proceso gradual de la invención y puesta en escritura de la historia de un adulterio, cuyo tema ya era problemático en sí mismo en su tiempo. La pasión de Constance Reid por el guardabosques Oliver Mellors, generada por la frustración sexual con su esposo parapléjico, se intensifica en los detalles de una versión a la otra. En el capítulo 12, por ejemplo, Lawrence describe el primer orgasmo de Constance con su amante, a través del cual ella se siente “como el mar, nada más que un oscuro oleaje que rompía en olas inmensas de tal modo que toda su oscuridad se ponía lentamente en movimiento y que ella misma se había transformado en una sombría y muda masa oceánica. En sus entrañas, sus profundidades se separaban para extenderse en largas olas y en lo más hondo de su carne los abismos se hendían, se dividían, se alejaban del centro donde se hallaba enclavada aquella dulzura cada vez más penetrante, siempre más abajo, incansablemente, cada vez más profunda...”. De una versión a la otra, Lawrence avanzó en el desarrollo de las escenas eróticas entre Constance y Oliver, agregándole detalles a la descripción del coito, intensificando el prosaísmo de la intimidad, como cuando las rodillas de ella tiemblan bajo los efectos de los besos en los muslos o cuando al agarrarle los testículos al amante le trenza los pelos del pubis, en un sentido de apropiación pueril o, como señala Millet, “cuando él no ve que ella llora porque él se ha retirado, porque los hombres rara vez prestan atención a la sensación de soledad que las mujeres sienten entonces”.
Las protagonistas femeninas de las novelas y los cuentos de DH Lawrence plasmaron en las páginas de los libros que las contienen las grandes sacudidas de principio del siglo XX. Temerosas en ocasiones, valerosas ante la adversidad doméstica, soñadoras o demasiado terrenales, todas enfrentan el misterio que para sí mismas representa la intimidad, el conocimiento interior que atormenta o libera, que ahoga bajo las convenciones sociales o que ensambla cuerpo y mente en una perfecta unidad. En un pasaje de su libro, Catherine Millet cita el artículo de Lawrence “¿Cambian las mujeres?”, escrito en su último año de vida, donde describe la evolución de ciertos comportamientos femeninos. En el artículo, Lawrence dice en primer término que una mujer sabe mejor que el hombre que “la vida es un flujo, un dulce flujo sinuoso que aproxima y separa y de nuevo aproxima conforme a un movimiento continuo”. Más adelante, afirma, las ideas de esta mujer cambian, “se concibe como una cosa aislada, una hembra independiente, un instrumento: instrumento de amor, de trabajo, de acción o de placer. [...] Y, como instrumento, se afila, reclama que todo, incluso un hijo, incluso el amor, tenga un sentido, una finalidad. Cuando una mujer llega a ese punto ya nada la detiene”.
Leer el libro que Catherine Millet ha dedicado a las circunstancias vitales y a la obra de David Herbert Lawrence permite descubrir o redescubrir a un novelista único, despegado por lejos de su legión de imitadores y con una vida editorial azarosa (en español, por ejemplo, tras una intensa circulación en las décadas del 30, el 40, el 50 y el 60 del pasado siglo, la publicación de sus obras parece encallarse y, en la actualidad, suelen aparecer dos por tres nuevas ediciones de sus textos más clásicos, como El amante de Lady Chatterley y Mujeres enamoradas, o verdaderas joyas, como la generosa recopilación de algunos de sus textos breves Tú me acariciaste y otros cuentos, editado por Random House en Debolsillo en 2007, o la cuidada edición de la novela breve La virgen y el gitano, publicada por Impedimenta en 2008). Leer este libro, finalmente, constituye una invitación a recorrer la obra de uno de los artistas más importantes del siglo XX.
Amar a Lawrence. De Catherine Millet. Barcelona, Anagrama, 2021. 216 páginas. Traducción de Jaime Zulaika.