En los primeros días de diciembre de 1916, promediando la Gran Guerra, un barco de oficiales flanqueado por dos destructores arribó al puerto de Boulogne, en el norte de Francia. Entre los oficiales viajaba un sujeto de 36 años, hijo de una adinerada familia de Londres, que hasta el momento se había desempeñado como jefe del batallón de ciclistas de Kent y que acababa de ser destinado al Almirantazgo, con la misión de ajustar las brújulas magnéticas de los aviones que entraban en combate. En la campiña francesa, algo alejado de las trincheras, el inglés se dedicó a recorrer la zona, auxiliado con un palo y llevando entre sus ropas un diario encuadernado en piel, en el que registró 160 especies de aves, diferenciando, entre otras, las variedades de mirlos, grajillas, camachuelos y gorriones que halló a su paso. Para aquel caminador infatigable la guerra parecía no existir.
El inglés en cuestión se llamaba Collingwood Ingram, había nacido en 1880, y cuando recorría los campos franceses ya era un destacado ornitólogo que había analizado los pájaros de diversas partes del mundo, además de constituirse en una autoridad en la oología, la ciencia que estudia los huevos de las aves. Terminada la guerra, Ingram se desencantó de la ornitología; entendió de pronto que la ciencia estaba agotada y que él ya no tenía nada más para aportar en aquel campo. En una entrada de su diario se lee: “Cuando vi que el editor de una de las principales publicaciones ornitológicas del mundo consideraba de interés suficiente publicar un artículo cuyo autor registraba las veces que un carbonero común defecaba en 24 horas, supe que había llegado la hora de dedicar mi pensamiento a otro aspecto de la naturaleza. Elegí las plantas”. A partir de ese momento, los árboles constituyeron el centro de interés de Collingwood Ingram, que se decantó por uno en particular: el cerezo.
En El hombre que salvó los cerezos, la periodista y escritora japonesa Naoko Abe biografía a un hombre y a la pasión de toda su vida, dándole forma a un libro de particularísima factura, que puede leerse como una novela (¿acaso puede leerse de otra forma la historia de cualquier existencia?) y también como un tratado de botánica, una historia comprimida de la relación de Japón con Occidente y una encendida defensa de la naturaleza, especialmente del arte y el encanto de la contemplación, práctica que la caótica vida moderna ha ido sepultando con innúmeras distracciones.
El interés de Collingwood Ingram por los cerezos floreció a partir del encuentro con dos ejemplares que crecían en el jardín de la finca familiar en Kent, lo que lo llevó a estudiar las particularidades de los árboles y su estrecha relación con Japón, donde, como se sabe, el cerezo en flor es uno de los símbolos culturales más conocidos. Entendió que en Japón el hecho de que las estaciones estuvieran bien definidas, lloviera mucho y el suelo fuera rico en ceniza volcánica contribuía a la prosperidad del cerezo.
Sin embargo, el momento clave ocurrió en 1926, cuando durante su tercer viaje a Japón, Ingram descubrió que el proceso de modernización en que se encontraba inmerso el país, así como la apuesta a plantar una única variedad clonada del árbol, estaba haciendo que se perdiera la amplísima variedad de cerezos. Y con la misma persistencia con que antes había recorrido la campiña francesa registrando las aves, Ingram atravesó Japón para interiorizarse de las variedades del cerezo, se relacionó con botánicos, profesores y propietarios de viveros que se dedicaban a cultivar determinados tipos y solicitó que cada uno de ellos le proporcionara esquejes para plantar luego en su jardín en The Grange, en Benenden, donde venía cultivando ejemplares de flora provenientes de diversas partes del mundo.
En 1948, a los 77 años, Ingram publicó el libro Ornamental Cherries, una generosa monografía sobre los cerezos que, siete décadas más tarde, sigue siendo una suerte de biblia para los amantes y estudiosos del árbol en todo el mundo.
Tres décadas después de la muerte de Collingwood Ingram, ocurrida en 1981, pocos meses después de alcanzar el centenario, Naoko Abe dedicó cuatro años a rastrear el paso del incansable botánico, ornitólogo y jardinero inglés: entrevistó a descendientes y a muchas personas que lo trataron, accedió a sus diarios y manuscritos (repletos de observaciones y de ilustraciones de su puño y letra, muchas de las cuales aparecen en El hombre que salvó los cerezos), reconstruyó sus itinerarios por Japón, se enfrentó a los ejemplares de cerezos que él mismo plantó o ayudó a rescatar, y concluyó el periplo con la visita a su tumba en el cementerio de la Iglesia de San Jorge. Se encontró con muchísimas historias vinculadas a los cerezos, tales como el valor patriótico que sus flores tuvieron para los jóvenes pilotos kamikazes en la Segunda Guerra Mundial, el empecinamiento del profesor Masuhiko Kayama, autor de varios libros sobre el tema, en salvar determinadas variedades, o la “gran muralla de cerezos” que se plantó al noreste de Honshu tras el accidente nuclear de la central de Fukushima, en 2011. La imagen final que Naoko Abe traza de Collingwood Ingram lo muestra a pleno, elevado de su tiempo y de las veleidades de este mundo: “Ecologista mucho antes de que el término se popularizara, deploraba a los herboristas que, egoístamente, arrancaban todas las flores que veían. También se oponía a lo que llamaba el ‘esnobismo de la rareza’, que consiste en preferir una planta por su escasez antes que por su belleza. Y lamentaba la incapacidad del hombre para apreciar la diversidad del mundo y proteger su fragilidad”.
El hombre que salvó los cerezos. De Naoko Abe. Barcelona, Anagrama, 2021. 446 páginas. Traducción de Juan Manuel Salmerón Arjona.