En ese otoñal y exquisito compendio de memorias que es Diario de invierno, el escritor Paul Auster indagaba en los episodios vitales que, asociados siempre a una sensación particular, forjan una suerte de arquitectura inmaterial de la identidad. Somos, según el autor, un “catálogo de datos sensoriales” que, desde el nacimiento hasta la muerte, se acrecienta por medio de cierta “fenomenología de la respiración”. Algo parecido podría rastrearse en Los grandes no saben nada, debut narrativo de Jorge Denevi (1944), un volumen que indaga en los recuerdos de infancia de este autor cuyo nombre, sinónimo de labor teatral y televisiva, no requiere presentaciones.
Un ambiguo grito de gol que sigue aguijoneando; la piedra que se lanza por irrefrenable indignación; el pellizco propinado por un amor no correspondido; el alcanfor y su estela olfativa para combatir, mágicamente, la poliomielitis, son parte de esa fenomenología que parece vulnerar el tiempo y que transita estos relatos que exploran, con fina ironía y sin edulcoramiento, el universo lejano de la infancia.
Un universo, el infantil, que se revela bajo una constatación: la de la incapacidad adulta para entender, tan siquiera percibir la densidad emocional de los más jóvenes en una época, la de fines de los años 40 y toda la década del 50, cuyo paradigma educativo parece dejar mucho que desear. La incomunicación socava así las relaciones entre generaciones, y recorre estos textos en los que la muerte de una mascota en “Lorenzo”, la muerte a secas materializada en esa niña que ya no ocupará su asiento en el salón de clases, es algo de lo que no se habla, algo que se aprende como se puede bajo los preceptos de una muy dudosa pedagogía. Así lo demuestran los elocuentes “Traición” y “Retrato de un pedagogo”, que bucean en la impunidad de un sistema educativo en el que los maestros no temen mentir para salvar su reputación o hacer gala, a los golpes, de una indisimulable perversión.
El silencio sobre los grandes temas llega al paroxismo en el último relato, “Ir al cielo”, en el que los abusos de un sacerdote hacia algunos integrantes del equipo de fútbol barrial son un secreto a voces que se toma con naturalidad y no impide, ciertamente, celebrar la primera comunión. “Ningún padre o madre supo nada de esto nunca. Los míos tampoco. Los niños nunca les cuentan a sus padres lo que les pasa de verdad. ¿Saben por qué? Porque los grandes no entienden nada. Nunca”, escribe Denevi.
Cabe allí, por cierto, el apunte social que también explora las diferencias intrafamiliares de clase en “Terror nocturno” y “Juego de comedor”, en los cuales aparece otra víctima del silencio: una prima rica subestimada en el barrio por su presunta condición de hija adoptiva. Y como fondo de todo ello, el barrio, justamente: esa calle San Martín invariablemente “triste”, la fábrica de fósforos Victoria, la panadería Balear y su colorido botín de masitas, y el cine Ocean, por supuesto, esa “verdadera escuela” al decir de Cuque Sclavo, evocado también en estos relatos.
Son estas, por lo tanto, memorias que rehuyen el lugar común de “todo tiempo pasado fue mejor”, y cuya consistencia agridulce no elude, sin embargo, el registro de picardías ni las notas de humor, pero atravesadas por una mirada que se toma muy en serio esos problemas que se suele minimizar al crecer. Entre ellos, las primeras experiencias amorosas. “Nunca sentí un amor tan fuerte por nadie”, expresa el narrador en relación a una compañera de clase en “Una historia de amor”, para pedir, líneas más adelante, que el lector “no lo tome a risa”, dado que “en general, los adultos subestiman los sentimientos de los niños. El comportamiento indescifrable del padre, en tanto, revelado más tarde como el de un adicto a los juegos de azar (“en el barrio todos eran jugadores”), cobra un lugar singular en el conjunto, ya en esas excursiones repentinas a Parque Rodó narradas en “Descubrimiento”, o en ese vínculo de camaradería entre los parientes burreros, tan bien retratado en “Dos amigos”. El amor filial tiene un punto culminante en “El árbol de la suerte”, evocación crepuscular de ese padre amado en sus luces y sus sombras, y exploración de una pasión iniciática por el fútbol que, en el caso de Denevi, no admite otros colores que los del club Racing.
El humor cobra en el conjunto una presencia sostenida pero sin estridencias, rozando el grotesco en relatos como “Un tío habilidoso” y el absurdo en “Juego de comedor”, o adherido a las reacciones impulsivas de ese niño flacucho y demasiado alto que lanza una piedra para derribar al ladrón de su Judas, o le propina un par de patadas a la catequista como inexplicable reacción. Es inevitable, en una lectura entre líneas, no buscar en estos relatos esa misma vibración para el humor que Denevi volcaba en propuestas televisivas ya legendarias, como “Por las calles de Montevideo”, donde el absurdo propiciado por la más estricta realidad se colaba en cada hogar con extraordinaria puntería. Es grato constatar que, más allá de los formatos y los años, esa cualidad continúa hoy en plena forma.
Los grandes no entienden nada, de Jorge Denevi. Montevideo, Fin de Siglo, 2021. 84 páginas.