Si no al primer escritor descendiente directo de africanos en Brasil –antes lo fue Machado de Assis–, se reconoce en Lima Barreto al primero que luchó, creativamente, contra la estigmatización racista. Un siglo después de su muerte sus palabras punzan y recuerdan que, además, sólo un arte genuino puede servir extensamente a una causa.
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En tiempos del Imperio, que concluyó en 1889, como en los sucesivos años de la República, ser pobre y mulato era algo más que un obstáculo para ejercer públicamente la escritura. Uno hubo, llamado JM Machado de Assis (1839-1908), que eligió la crítica más allá de lo obvio y, multiplicando los sentidos, creó una literatura revulsiva. La mayoría ni siquiera lo supo. Hacia 1890 el país continental tenía 84% de analfabetos, guarismo que en 1920 apenas disminuyó a 75%, muchos de los cuales yacían en la miseria. Afonso Henriques de Lima Barreto consiguió escapar de ese cerco complementario. Tenía siete años de edad cuando se abolió oficialmente la esclavitud, el 13 de mayo de 1888. Ese día, que en una de sus crónicas Machado de Assis calificó como el más feliz de su vida, Lima Barreto asistió a los festejos de la mano de su padre. Era descendiente de africanos y portugueses, era huérfano desde muy pequeño; pronto se quedaría solo.
Su pasión por la escritura se templó en los oficios de tipógrafo y corrector, y cuando tuvo ocasión de publicar lo hizo para muchos periódicos de Río de Janeiro. La lectura y la creación de ficciones consumieron una vida que terminó el 3 de noviembre de 1922, a los 41 años. Los últimos tiempos fueron muy difíciles. Una ficha del Instituto de Neuropatología inserta en su centro una fotografía, tomada a fines de diciembre de 1919, en la que hay un rostro atravesado por el dolor y la amargura. A su alrededor unas anotaciones dan cuenta de la soltería del interno, su profesión de periodista y la causa de la hospitalización: alcoholismo.
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Lima Barreto fue periodista y narrador. En sus crónicas, a veces urgentes y hasta desmañadas, a menudo de una prosa condensada y brillante, se ocupó de la vida social, cultural y política. Después de años de olvido o dispersión, su obra periodística se aloja en dos extensos y muy bien editados volúmenes al cuidado de Beatriz Resende y Rachel Valença (Toda crónica, Río de Janeiro, Agir, 2004), y en otro volumen compilado por Felipe Botelho Corrêa, que reúne notas sobre (contra) la política conservadora de su época. Muchas de esas páginas diagnostican situaciones de las que su país nunca salió y que un siglo después llegó a vivir hasta extremos grotescos (Sátiras e outras subversões, San Pablo, Penguin & Companhia das Letras, 2016). Reacio al poder, implacable contra la violencia –como de la que son víctimas las mujeres–, Lima Barreto también denunció la infiltración constante de prácticas violentas en el ascendiente fútbol, que no vio con simpatía ni pensó que fuera una contribución significativa para los mejores hábitos y conductas.
Creía que la justicia social y la cultura letrada eran mejores soluciones, siempre lejos de las idolatrías, como las que promovió los festejos oficiales por el centenario. En sus cuentos ese inconformismo se estiliza sobre todo en “El hombre que sabía javanés” y “La nueva California”, dos piezas magistrales en las que con ácida dosis de humor dibuja las ambiciones y miserias humanas de ricos y pobres a expensas de farsantes que medran o, simplemente, procuran sobrevivir a cualquier precio.
Si los artículos y crónicas le dieron cierta notoriedad, una de sus novelas, Triste fin de Policarpo Quaresma, lo ubicó en el primer plano. Publicada por entregas en 1911 y cinco años después en volumen, se trata de una sátira del poder o, como dice Beatriz Resende, de una impiadosa parodia de la generalizada exaltación republicana. Policarpo busca, erráticamente, la sustancia de la cultura brasileña en la música popular, después en la lengua propiamente brasileña que imagina con raíces en el tupí-guaraní y, luego, en otras experiencias que rozan el delirio. El resultado de estos afanes se anuncia en el propio título. Ajeno a los poderes efectivos de un país fragmentado, el protagonista ensaya una visión deliberadamente contradictoria de la vida brasileña: la apología del Ejército brasileño atrae a su opuesto cuando traza los retratos del general Albernaz y el contraalmirante Caldas, héroes de cartón que sólo saben simular estrategias. Policarpo sale de la ciudad hacia la vida natural, idealizada hasta el regreso a las fuentes indígenas, pero en ese medio choca ante la incomprensión de los trabajadores del campo y el recelo de los poderosos.
Sin engolar la voz, Triste fin de Policarpo Quaresma enjuicia el Brasil centralista, oligárquico y racista. En paralelo prueba un nuevo lenguaje narrativo. Desconfía del idealismo burgués como del realismo, que ya no se le presenta como recurso totalizador para el examen del mundo. Esa doble propiedad (conciencia crítica y formal) lo pone en el camino de la prueba y la consiguiente superación de las prácticas realistas más rutinarias. Eso mismo despertó en los modernistas el interés por una novela que leyeron precursora de un arte a un tiempo nuevo y nativo, y que dialogaba mucho más de lo sospechado con las páginas que entregó para los medios que se animaron a publicar sus palabras filosas.
El centenario
Se nota, en las actuales fiestas conmemorativas por el centenario de la proclamación de la Independencia de Brasil, que se van desarrollando completamente ajenas al pueblo de la ciudad. El observador imparcial no ve en el pueblo ningún entusiasmo, no siente en su ánimo ninguna vibración patriótica. Si no hay, en nuestra pequeña gente, indiferencia, al menos se halla incomprensión por la fecha que se conmemora. Por lo demás, nuestro pueblo carioca siempre fue así, nunca se tomó en serio las fechas nacionales, que siempre le merecieron la actitud displicente que ahora adopta ante el “Centenario”, festejado tan pomposamente con bailes y banquetes.
Hay un cuento de un humorista inglés en que se hace hablar a un mendigo de Londres de la siguiente manera: “Soy súbdito de Su Majestad británica. Tengo, además de las Islas Británicas, el Canadá, Australia, India, Nueva Zelandia y no sé qué otras tierras más; mientras tanto, visto harapos, duermo la mayor parte de las veces a la intemperie y paso días sin comer. ¿De qué me sirve tener nominalmente tantas tierras? Para nada. Antes me convendría tener algunas monedas al día”.
Creo que el carioca razona de una forma parecida. Dirá: “¿Qué tengo que ver con José Bonifácio, Pedro I, Álvares Cabral, el Amazonas, el oro de Minas, la feérica exposición, Minas Gerais, si llevo una vida contando los vintenes para poder sobrevivir?”.
Ese estado de espíritu no es favorable para entusiasmos patrióticos, al contrario, ha de traer apatía y abatimiento general.
Los tiempos están bravos; todo está por las nubes. Un pobre jefe de familia tiene que pensar constantemente en el día de mañana. ¿Tendrá tiempo para impresionarse con festividades patrióticas en las que más predominan juegos de pelota y otras futilidades antes que manifestaciones serias de un culto al país y a su pasado?
Brasil pasa por una crisis curiosa que no sé cómo clasificar. Con estas fiestas del “Centenario” vemos una de sus manifestaciones. Se abre cualquier diario: ocupan páginas y páginas noticias de pugnas deportivas que se destinan a consagrar la efeméride que pasa. La fecha en sí se olvida; todo lo que se puede relacionar con ella también, pero el negocio de la pelota y del box está en primer lugar. Por eso nosotros no festejamos los cien años de nuestra independencia política, sino que transformamos Río de Janeiro en un gran campo de luchas de box y carreras de caballos.
Dije al comienzo de estas breves líneas que el pueblo no se asociaba a las fiestas del “Centenario”. Me equivoqué. A las deportivas se asocia de buen grado. A ellas, y a las de juegos artificiales, y a las paradas militares.
El pueblo sabrá qué parentesco tienen.
AH Lima Barreto. Publicado originalmente en Careta, Río de Janeiro, 30/9/1922. Recogido en Toda crônica, 2004, tomo II [1919-1922]. Traducción de PR.