Más allá de merecimientos, hay creaciones que trascienden por su capacidad de resonar con el lugar en donde fueron creadas. Por supuesto que los superhéroes crecieron y triunfaron en la tierra de las oportunidades, en donde cualquiera (¡hasta alguien de otro planeta!) puede llegar a ser mejor que todos los demás. Esa persona tiene todo el derecho de vivir en su fortaleza del Círculo Polar Ártico, porque yo un día podría llegar a ser como él.
Allá están los héroes individuales, que si se juntan alrededor de una coqueta mesa es porque todos los invitados son de su (súper) grupo. Más cerca, en la tierra de Mafalda, Inodoro Pereyra e Isidoro Cañones, el héroe más famoso es un “héroe colectivo”. Este sí que podría ser cualquiera de nosotros. De ellos. Cualquiera puede estar jugando a las cartas con amigos un día y que justo comience a caer una nevada mortal. Y salvarse porque en casa está la gente correcta, pero sobre todo por tener suerte. Por tener liga.
Héroe colectivo. Dos de las palabras que más se han utilizado a la hora de describir a El Eternauta, la obra del guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López. El propio Oesterheld escribió en el prólogo: “El único héroe válido es el héroe ‘en grupo’, nunca el héroe individual, el héroe solo”. Y su obra sigue traspasando fronteras, como lo hizo en 2016 cuando ganó un premio Eisner, el galardón más importante de la industria de la historieta en Estados Unidos. Actualmente, Netflix prepara una adaptación y Planeta Cómic publicó una reedición inmaculada, como para que el mundo no se olvide de esta historia. En Argentina no necesitan que se la recuerden, porque este héroe está en todos lados. Forma parte de su identidad.
Argentina es, y me permito recalcarlo con las itálicas, épica. Es bochinchera, rimbombante, autodestructiva, pero es la épica la que surge una y otra vez para llenar las calles, para explotar los balcones. Para salvarlos de su propia autodestrucción. Un día nos acostumbraremos a ellos, cuando terminemos de acostumbrarnos a nosotros, que elegimos recordar a héroes que juraron no regresar después de la derrota y la traición. No lo cambio por nada. Y el gris es un color como cualquier otro. Pero jamás podríamos haber escrito El Eternauta.
La obra viene con su propia tragedia. Tragedia rimbombante, tristísima. El que es considerado el mejor guionista de historietas en la historia argentina, Héctor Germán Oesterheld, fue secuestrado y asesinado por la dictadura militar en 1977. Él y sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas en el momento de su detención, permanecen desaparecidos. Ese hecho inolvidable no deja de retumbar en cada viñeta, en cada globito de texto, pese a que su obra maestra comenzó a publicarse en la revista Hora Cero Semanal 20 años antes de que el autor fuera secuestrado.
Tanto retumba, tanta importancia tenía (sin saberlo) el primer episodio de esta aventura, que todo comienza en una casa. No la de Juan Salvo, a quien todavía no conocemos, sino la casa de un guionista de historietas. Allí, frente a esa suerte de avatar de Oesterheld, se materializa una figura. Cualquiera saldría corriendo o llamaría a alguien, pero el que está enfrente es una persona acostumbrada a lidiar con la ciencia ficción. La ironía no se le escapa al recién llegado: “Guionista de historietas... Eso sí que es una casualidad... Entre tantas otras casas, venir a dar justamente con esta...”. No fue casualidad que la idea de este héroe surgiera en una mente que continuó escribiendo historietas incluso desde una semiclandestinidad.
Ni la conversación ni los bloques de texto que representan la voz en off del narrador respetan la transición entre viñetas. Llegan hasta el final de un bloque, o de un globo de diálogo, se agregan tres puntos y continúan en el siguiente. Como quien elabora un hilo de Twitter sin preocuparse por darle a cada tuit una unidad independiente. Es el único detalle al que costará acostumbrarse (además de algunos momentos verbosos), pero termina contribuyendo a la atmósfera. Así como la Cosa del Pantano que guionaba Alan Moore se comunicaba con frases entrecortadas, acá la proliferación de esos tres puntos da la idea de cansancio. De arrastrar las palabras. Y en El Eternauta todos tienen sobrados motivos para estar cansados.
El visitante se identifica como Eternauta. “Podría darte centenares de nombres. Y no te mentiría: todos han sido míos. Pero quizá el que te resulte más comprensible será el que me puso una especie de filósofo de fines del siglo XXI... El ‘Eternauta’ me llamó él. Para explicar, en una sola palabra, mi condición de navegante del tiempo, de viajero de la eternidad. Mi triste y desolada condición de peregrino de los siglos”. Este diálogo, imposible y atrapante, se da entre dos personas de mediana edad, con el visitante apoyando el codo en el escritorio del guionista.
Esta pincelada tan cósmica, tan sci-fi, se quedará en el asiento trasero del vehículo narrativo durante casi todo el resto de la historia. La voz cantante (contante) pasará a ser la del Eternauta, deseoso de hablar largo y tendido sobre sus desventuras, o al menos sobre la primera de ellas. La que comenzó “aquella noche, la noche cuando mi vida de siempre quedó hecha trizas. Fue una noche de invierno, mucho más fría que esta”. La noche de la nevada.
Oesterheld y Solano López funcionan como uno. La historia precisa que todo comience con cuatro personas en una casa “herméticamente cerrada” de Buenos Aires, jugando al truco. Solano López construye la escena a la perfección para mantener la atención en la lectura sin dejar de lado la trivialidad de lo que está ocurriendo. “Tengo treinta y tres para el envido, y soy mano... No puedo perder... Pero dejaré que enviden ellos”, piensa Juan, que todavía no era Eternauta, y tira “un inofensivo cuatro”. No imaginaba que minutos después la mayoría de los habitantes de la ciudad estarían muertos, incluyendo a uno de los jugadores de cartas.
Las primeras páginas establecen la normalidad absoluta de Juan, que no llegó en una nave espacial ni es hijo de millonarios asesinados, aunque hoy en día la clase media corra el mismo riesgo de desaparecer que el planeta Kriptón. “Mi pequeña fábrica de transformadores me permitía vivir a gusto, tener la clase de placeres simples que eran todo mi horizonte. Sí, era dulce la vida aquella noche helada, en mi chalecito de Vicente López, cálido como un nido”. Suena a las palabras de alguien que está por perder mucho, y así ocurrió.
Se corta la luz. Se silencian tanto la radio como la ciudad afuera. Del otro lado de la ventana se ve una nevada fluorescente, seguramente el terror de muchos de los que leyeron la historieta en estos últimos 65 años. Los personajes no reaccionan como héroes, sino como seres humanos. Con miedo, con instinto de supervivencia, y hasta con la desesperación de pensar lo que le estaría ocurriendo a la familia en su hogar (pobre Polsky).
Guionista y dibujante describen aquello cotidiano que jamás volverá a serlo. “Durante doce años he estado yendo todos los días al banco”, dice Lucas, con notoria preocupación. “Y ahora, de un golpe, me suprimen el banco... Porque casi seguro que han muerto todos. Muerto el señor Manrique, el jefe... Muertos mis compañeros de oficina, muerto Rosconi, el gerente, el que me había prometido pasarme de categoría a fin de año... Todos desaparecidos, como si no hubieran existido nunca...”. Las itálicas son mías. El propio Oesterheld, en el prólogo de una reedición de los 70, diría: “El lector que llega buscando la lectura política la encuentra”.
La casualidad, y no más que eso, lleva a que ese puñado de sobrevivientes, que incluye a la esposa y a la hija pequeña de Juan, tenga los conocimientos suficientes como para mantenerse con vida. Saben que deben pensar en frío y elaboran “un traje hermético, algo así como un traje de buzo que nos permita ir a buscar afuera todo lo que podemos necesitar”. No sabían que estaban creando una de las imágenes más icónicas de la historieta argentina. El traje, el visor de buzo y el filtro jamás desaparecerían. La viñeta de Juan golpeándose el pecho como Tarzán sigue provocando nudos en las gargantas.
A la asfixiante aventura en la casa de Juan le sigue una aventura posapocalíptica, con el grupo diciendo una y otra vez que el mayor enemigo podría ser el mismo que hasta el día anterior saludaban en el mercado. Por eso “lo primero es ir hasta la armería”. La comida llegaría después. “Al no haber autoridades ni policía, muy pronto se implantaría entre los poquísimos sobrevivientes la ley de la jungla. Sobrevivir sería cuestión de matar o morir”. Debajo de esas palabras, Solano López dibujó la silueta de un crimen, un hombre matando a otro que podría ser su hermano. Uno de los primeros delitos, al menos para los que interpretan la Biblia en forma literal.
Los creadores se toman su tiempo. Las expediciones al exterior son contadas con detalle. El riesgo de repetirse está presente en esta “novela gráfica” de 350 páginas, pero es necesario recordar que aquello era consumido en forma semanal. Aquella Buenos Aires cínica del todos contra todos, cuyo ejemplo culminante es el “loco” que grita: “¡Quiero despertar! ¡Despertar! ¡No doy más! ¡Basta!”, comenzará a cambiar. No será lo mejor para la raza humana, pero al menos tendrá una excusa para unirse contra un enemigo en común. Décadas más tarde, Alan Moore usaría la amenaza extraterrestre (aunque una secretamente creada por uno de nosotros para salvarnos) como pieza fundamental de la majestuosa historieta Watchmen, dibujada por Dave Gibbons.
Allí comienza la parte de la aventura que se hizo más famosa a través de los años, quizás porque es más fácil unirse en contra de un enemigo destructor que reconocer que estábamos a punto de arrancarnos los ojos. De todos modos, Oesterheld no pierde un ápice de calidad a la hora de narrar el enfrentamiento que se sucedería. Y Solano López se luce todavía más en las escenas de acción, donde sigue demostrando un notable dominio del espacio dentro de la viñeta.
Este es el momento de hablar acerca de la reedición que acaba de publicar Planeta. Es lógico que durante todos estos años el discurso se haya centrado en la figura de Oesterheld, excesivamente trágica y de carácter profético como personaje de su propia historieta. También es cierto que la mayoría de las reediciones, incluyendo una muy coqueta, con tapa dura troquelada, y un profundísimo prólogo de Juan Sasturain, que tengo en la biblioteca, trató de la peor manera el trabajo de Solano López.
Hasta ahora, los volúmenes de El Eternauta que podían encontrarse utilizaban archivos digitales de pésima calidad, en los que cualquier detalle o trazo fino había quedado perdido en el tiempo y el espacio, como su protagonista. Era imposible hacer un análisis del dibujo porque el dibujo no estaba allí. Apenas si quedaban sombras impresas en el asfalto, como luego de una explosión atómica. Finalmente Juan, el héroe que es parte de algo más grande, tiene líneas de expresión en el rostro. Y hasta es posible notar diferentes tonalidades en la tinta, algo imposible en las fotocopias que circulaban hasta el momento.
Las calles de Buenos Aires pueden observarse con el detalle de los cuerpos que fallecieron debido a la nevada radiactiva. De hecho, uno de los momentos más disfrutables en la lectura fue el de constatar que esa nevada había dejado de ser manchas blancas sobre fondo negro, para ser pequeñas partículas de muerte (que tienen un lugar destacado con tinta especial en la atrapante portada).
La nueva edición no es perfecta. Los prólogos dejan gusto a poco y el precio no la vuelve un producto accesible. Pero hay que ponerse de pie ante el trabajo de restauración de Pablo Sapia, que logró disimular la diferencia con las páginas cuyos originales no habían podido conseguir (10% del total), además de corregir errores de continuidad y rellenos mal resueltos que se arrastraban desde la versión publicada en 1961.
Se pierde algo del carácter periódico, que incluye sucesivas repeticiones y raccontos que ponían al día al lector contándole lo que había ocurrido en capítulos anteriores, por si se había perdido alguno. Es fácil olvidarse de que la historia estaba siendo contada por un viajero cuyo codo está apoyado en el escritorio de un historietista. Sin embargo, eso permite que la narrativa fluya sin tanta redundancia y convierte a la aventura episódica en “novela gráfica”. Nótense las comillas ambas veces que utilicé el término, porque sus creadores no la concibieron como tal. Podrá haber algunos puristas que extrañen los pequeños títulos que se repetían cada pocas páginas, pero es mejor que el gran público (pudiente) acceda a esta obra. Por eso me atrevo a decir que, incluso con los reparos planteados, estamos ante una edición definitiva e ineludible.
Volviendo a la historia, antes de completar el primer tercio comienzan a aparecer algunos de los elementos más icónicos de El Eternauta. Porque una cosa es mostrar a personas comunes buscando provisiones en una ciudad devastada, y otra cosa es mostrar a personas comunes (y algunos militares) peleando contra cascarudos extraterrestres en un estadio de River Plate dibujado a la perfección. El guionista confía en el dibujante y las escenas de acción tienen menos texto. Aparecen ciertos clichés de las aventuras bélicas, pero en batallas libradas en la General Paz contra bichos del tamaño de tanques de guerra, e incluso más resistentes.
Los primeros combatientes que se encuentran son animales controlados a control remoto. Luego llegarán los mandos medios, que son solamente otro pueblo derrotado que es obligado a pelear utilizando uno de los métodos más crueles imaginados en una historieta, más incluso que las bombas implantadas en la cabeza a los miembros del Escuadrón Suicida. Los “Manos” son los que se ensucian las manos, mientras que los generales permanecen en la oscuridad. “El lector que llega buscando la lectura política la encuentra”.
Oesterheld y Solano López pusieron el terror a la vuelta de la esquina y a la vuelta de los años, con un final agridulce (mucho más feliz que el de la vida real del guionista) y continuaciones que no disminuyen la importancia de esta historia, que deja una lección sencilla: el enemigo es otro, viene de afuera, y si nos juntamos existe una mínima chance de derrotarlo. El pueblo argentino tiene todo para triunfar, solamente necesita ponerse de acuerdo.
El Eternauta, la serie
Nuestro mundo fue escenario de una batalla mucho más conversada: la batalla legal. En 1982, Elsa Sánchez de Oesterheld cedió los derechos de autor de El Eternauta y su secuela a Ediciones Record, pero seis años más tarde inició un proceso de nulidad del contrato, alegando que lo había firmado en un estado de confusión y precariedad económica, luego de la desaparición de su esposo y sus cuatro hijas. Ediciones Record señaló que ya era titular de la obra por otros hechos ocurridos en 1975 (pueden buscar la versión extensa en internet) y pasaron 30 años hasta que en 2018 la Corte Suprema de Justicia determinó que los derechos de la obra volvieran a los hijos de Solano López y los nietos de Oesterheld.
Con este asunto resuelto, solamente pasaron dos años hasta que Netflix anunció la tan esperada adaptación audiovisual, que llegará en forma de serie y con un par de requerimientos innegociables planteados por los herederos: la historia seguirá transcurriendo en Buenos Aires, donde será la filmación, y estará hablada originalmente en español. El cineasta Martín Oesterheld estará involucrado en la parte creativa y Bruno Stagnaro (Pizza, birra, faso) será el director.
Reed Hastings, director ejecutivo de la plataforma, hizo el anuncio desde Argentina y dijo que “la versión contemporánea inspirada en la novela gráfica” estaría disponible en todo el mundo entre 2021 y 2022. Claro, lo hizo en febrero de 2020, poco tiempo antes de que ocurriera lo más parecido a una nevada mortal que nos ha tocado vivir. Desde entonces circuló un póster no oficial y la promesa de un estreno en 2023, que ante la falta de noticias se va volviendo menos probable.
También podría pasar que en medio de nuestro domicilio se materialice un hombre curtido por el tiempo y las circunstancias, y nos cuente que en el futuro la serie se estrenó. Que nos revele si se mantuvo el espíritu de la historia original o se introdujo una subtrama romántica para apelar a cierta demografía a la que se precisa conquistar. ¿Será posible?
El Eternauta. De Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López. Planeta Cómic, 2022, 376 páginas.