Cuando, en octubre de 2002, se conoció la noticia de que el escritor húngaro Imre Kertész (1929-2016) había obtenido el Premio Nobel de Literatura, casi nadie por estas tolderías sabía de su existencia y mucho menos conocía su obra. Tamaño desconocimiento no constituye, necesariamente, una limitación para el lector común ni para la propia égida del galardón entregado en Estocolmo (¿quién lee hoy en día a Gerhart Hauptmann, que ganó el Nobel en 1912, o a Carl Spitteler, que lo ganó en 1919, o a Odysséas Elýtis, ganador en 1979?), porque la propia historia de la literatura se encarga, por intermedio de un sistema de justicia azaroso, cuando no lisa y llanamente arbitrario, de acomodar los tantos en el vastísimo mapa de su territorio.
Lo cierto es que un año antes de recibir el Nobel, Imre Kertész ya había desembarcado en nuestro idioma a través del trabajo de la exquisita editorial española Acantilado, que en 2001 publicó no uno sino dos libros del escritor nacido en Budapest: Sin destino y Kaddish por el hijo no nacido. Y aunque en los años posteriores otras editoriales también se encargaron de verter a nuestra lengua la obra de Kertész –Liquidación (Alfaguara, 2004), Expediente (Galaxia Gutenberg, 2005), La lengua exiliada (Taurus, 2006)–, ha sido Acantilado la casa editora por excelencia del autor en español, al haber publicado títulos como Yo, otro (2002), Fiasco (2003), La bandera inglesa (2005), Un relato policíaco (2007), Dossier K. (2007) y Cartas a Eva Haldimann (2012), además de los tres volúmenes de sus diarios: Diario de la galera (2004), datado en los 30 años de aislamiento que el autor vivió en la Hungría socialista, entre 1961 y 1991; La última posada (2016), que compila sus observaciones entre 2001 y 2009; y, finalmente, El espectador. Apuntes (1991-2001), el tomo que cierra el ciclo y que acaba de aterrizar en las librerías locales.
El volumen, traducido, al igual que los títulos antes mencionados, por el chileno de ascendencia húngara Adan Kovacsics (también traductor de Karl Kraus, Karl Jaspers y Arthur Schnitzler, entre otros), constituye un muestrario de las preocupaciones de un Imre Kertész ya maduro, que vive la doble tensión de la lengua y de la pertenencia nacional como un desgajamiento de la resobada frase “la patria es la lengua”. Escritas antes de la necesaria internacionalización que le trajo el Nobel (una breve entrada del año 1993 desnuda la propia autopercepción del escritor en el estamento literario, así como la del galardón que recibiría nueve años después: “Camus se puso mal y pasó meses enfermo cuando recibió el premio Nobel: la única reacción sana a semejante atrocidad”), las entradas de El espectador presentan las rutinas diarias del escritor en el marco de determinados episodios secuenciales claves en su vida durante aquellos años: los meses de 1992 que permaneció en Viena traduciendo los Aforismos de Ludwig Wittgenstein, el establecimiento del autor y su primera esposa, Albina Vas (1920-1995), en la casa del número 45 de la Pasaréti út de Budapest, que perteneciera a una tía suya, y la larga agonía y muerte de la propia Albina, que ocupan las páginas más estremecedoras y desoladoras de todo el diario, lo que, dado el tono opresivo del conjunto, ya es mucho decir. Sobre la escritura del diario y sobre el propio devenir de la existencia del autor, se yergue la sombra asfixiante de su internación, cuando era adolescente, en los campos de concentración de Auschwitz y Buchenwald, en la Segunda Guerra Mundial. Sobrevivir a ese horror haciéndoles creer a los captores que era mayor de edad para salvarse de una muerte segura (tal como narra en Sin destino) marcó a fuego la existencia de Kertész y, por ende, la de cada línea que escribió.
La progresión del diario parece concretar en los hechos registrados un consejo que Kertész leyera en una página del escritor húngaro Sándor Márai: vivir todos los días en contacto con la grandeza, sin dejar pasar la lectura de unas líneas de Tolstói, la escucha de una de las grandes piezas musicales o la contemplación del cuadro de un maestro, así sea en una reproducción. Esa sensación de no dejarse apresar por la demoledora prisión de la rutina produce en el autor diversos desdoblamientos, tal como el que lo lleva a posicionarse en una perspectiva exterior frente a sus propios escritos: “No veo ningún nexo entre mi vida y mi llamada obra; tal vez ni siquiera la he escrito yo. Lo cual no es muy probable, por decirlo de algún modo. Pero no creo lo suficiente en… ¿en qué? En mi existencia. Los hechos –ayer fracaso, hoy éxito–, todos fantasmales; mi vida, fantasmal; no la vivo con bastante intensidad, como si sólo fuese el espectador de todo”.
La otra protagonista del diario es la ciudad de Budapest, el sitio natal del escritor, que también ha sido lecho, prisión y estancamiento, a la que observa con un distanciamiento clínico aunque no puede evadir los lazos de pertenencia que, irremediablemente, lo atan a ella: “No olvides que por esta ciudad te fueron empujando a patadas, que en una tarde luminosa no apareció ni una sola mano dispuesta a ayudar, no se levantó ni una sola voz en las calles atestadas de gente; autoridades húngaras mandaron coser el sello sobre tu pecho, autoridades húngaras te entregaron a una potencia extranjera, te despojaron de tu ciudadanía con el objeto de que una potencia extranjera –la Alemania nazi– te asesinara”.
Escrito con una dolorosa franqueza, envuelto por una sensación de pesimismo existencial, ontológico, este tomo de los diarios de Imre Kertész despliega la visión del mundo de un hombre que escapó muy joven de una muerte segura y desarrolló su obra a la luz de ese acontecimiento. En ese derrotero, merecer el premio Nobel fue, al fin y al cabo, una mera contingencia.
El espectador. Apuntes (1991-2001). De Imre Kertész. España, Acantilado, 2021. 240 páginas. Traducción de Adan Kovacsics.