Tenemos más o menos claro que las frecuencias radioeléctricas son un bien público que el Estado concede a particulares por lapsos determinados, pero nos cuesta imaginarnos que el uso del suelo puede concebirse de maneras distintas a la propiedad individual. El más reciente libro del historiador Nicolás Duffau apunta a la construcción en Uruguay de ese sentido común que naturaliza una serie de decisiones políticas.
A través de un trabajo de archivo en procesos judiciales y expedientes técnicos, entre otras fuentes, Duffau –autor de Armar al bandido. Delito, prensa y folletines en el Uruguay de la modernización: el caso de El Clinudo (2014) e Historia de la locura en Uruguay (1860-1911): alienados, médicos y representaciones sobre la enfermedad mental (2019)– analiza en Breve historia sobre la propiedad privada de la tierra en Uruguay el proceso que transcurre entre 1754, cuando la Corona Española promulga la Real Instrucción sobre Tierras, en un intento de regular el mercado en sus posesiones coloniales americanas, y 1912, cuando el gobierno uruguayo pone en funcionamiento la Oficina de Catastro.
¿En qué medida tu trabajo con la violencia en el Río de la Plata en el siglo XIX te llevó a este trabajo sobre la privatización de la tierra? ¿Hay un hilo allí?
Lo que estudio es el proceso de formación estatal en el siglo XIX –primero fue el derecho penal y la criminalidad, luego la construcción de instituciones para los enfermos psiquiátricos–, y en el centro de esos fenómenos históricos está la violencia. La privatización de tierras guarda relación con ese proceso de construcción del Estado en tanto la defensa de la propiedad privada individual fue presentada como un elemento fundante del orden, que hoy llamaríamos gobernabilidad o estabilidad política. A eso agrego que en mis investigaciones estaba trabajando la administración de justicia, especialmente en las décadas de 1820 a 1840, y me di cuenta de que en los expedientes de juicios por propiedad de la tierra podía rescatar la interacción del Estado –jueces, alcaldes, policías– con distintos actores sociales, redes vecinales o familiares que se activaban para defender un interés o un bien común.
En el trabajo con ese tipo de expedientes se me ocurrió armar una síntesis sobre la historia de la propiedad privada, que me permitiera analizar las relaciones políticas y sociales surgidas a partir de la tierra. La propiedad es resultado de esas relaciones, generadora de dinámicas, de vínculos, pero no es innata a la historia del país. Por el contrario, la privatización de tierras fue resultado de negociaciones, legislación y también conflicto social, que a veces tuvo resultados violentos y otras veces se resolvió en un juicio o en una negociación al margen de la intervención estatal.
“Privatización” supone un estado anterior en que la propiedad era concebida de otra manera. ¿Cuál era ese estado?
Durante buena parte de los siglos XVIII y XIX coexistieron distintas nociones de propiedad y su existencia formó parte de un proceso histórico extremadamente complejo. Hoy tenemos una visión sacralizada de la propiedad, fijada en los códigos, que permea todos los debates políticos –ningún partido de este país con aspiraciones electorales cometería la osadía de cuestionar la propiedad privada–, sociales y hasta de construcción de un imaginario común; nos presentamos ante el mundo como un país garantista de la propiedad. Mi intención no es elaborar un discurso antipropietarista, sino cuestionar históricamente ese concepto tan caro a la historia de Uruguay. ¿Cómo? Desarmando la noción de que siempre existió un mismo tipo de propiedad individual.
En los siglos XVIII y XIX podían coexistir propietarios con todos sus papeles en regla, con personas que compraban tierras al margen de la ley, con otros que se apropiaban de las tierras del fisco –llegando a ser los mayores latifundistas del período–, con donatarios que pasaban a ser propietarios en función de las tareas productivas que allí desarrollaban, con poblaciones indígenas que no seguían una definición legal de la propiedad, etcétera. Por lo general, se tiene una mirada estrecha y uniforme sobre la propiedad que no contempla, por ejemplo, las tensiones entre la definición o las leyes y el peso de la costumbre o la supervivencia de conceptos superpuestos; ser poseedor, que no es lo mismo que ser propietario, aunque los primeros se consideraran lo segundo. Es por ello que podemos definir la propiedad como un concepto barroco, en el que conviven varias capas, al punto de que, al menos en el análisis histórico, deberíamos pluralizar su definición. Para los contextos históricos con los que trabajé, hablar de propiedades estaría bien.
En Europa, sobre todo en Reino Unido, se estudiaba la apropiación de las “tierras comunes” o common land. ¿Ves relación entre esos procesos, o la colonización de América Latina los separa demasiado?
Es un gran tema en todo el continente porque, sobre todo desde la segunda mitad del siglo XIX –eso lo retrasa un poco del fenómeno británico– hubo un avance muy grande sobre las tierras comunes. No es el caso de Uruguay, pero en otros países –México y Guatemala, por ejemplo– no sólo incluía tierras para cultivar o pastoreo, sino selvas, ríos, aguas subterráneas. Concretamente en Uruguay, desde la década de 1850 en adelante se produjo una avanzada muy grande de las tierras comunes, es decir, de esas porciones del territorio que usaba toda la población. En algunos casos eran las aguadas –las uniones de ríos más ricas en pasturas–, las islas de bosques para conseguir leña, pero también los ejidos de los pueblos y villas o, claramente en Montevideo, los terrenos de los propios, que comienzan su venta durante la primera presidencia constitucional. Esas enajenaciones fueron acompañadas de un discurso que insistió en que toda la tierra debía ser privada. El ejemplo más palmario es que, según estimaciones de Juan María Pérez, ministro de Hacienda de [Fructuoso] Rivera, 85% de las tierras eran públicas y sólo 15% estaba en manos privadas. Hacia fines del siglo XIX, según datos oficiales y cálculos posteriores, esa relación era la inversa. En 60 años se puso fin a lo que Carlos María de Pena –catedrático de Economía Política de la Universidad– llamaba “el comunismo de las praderas”.
¿Estás de acuerdo en que el combate al latifundio es la forma más articulada de cuestionamiento al ordenamiento territorial en el siglo XIX? ¿Qué queda de la noción de esa época en las reivindicaciones del siglo XX?
El cuestionamiento al latifundio en distintos momentos del siglo XIX tuvo cierto grado de articulación, especialmente en la segunda década durante la revolución oriental. El Reglamento de Tierras de 1815, como lo ha probado Ana Frega, no apuntó sólo al reparto de los recursos o a una distribución de la riqueza. Encerraba una concepción productiva, política, de construcción de ciudadanía, de combate a los enemigos de la revolución. Luego de ese período hubo distintos intentos de articular un discurso antilatifundista, aunque fue más una preocupación intelectual –en hombres como Pedro Figari, Andrés Lamas, Ángel Floro Costa– que una política estatal. En el libro destaco mucho la llamada Comisión de Tierras de 1867, que buscó recuperar tierras públicas, resolver litigios por tierras. Pero tuvo una actuación muy limitada y un impacto nulo.
El batllismo va a retomar algunos de esos argumentos y los va a llevar más allá. Lamas, por ejemplo, sostenía que el Estado debería recuperar sus tierras y arrendarlas –pero está en contra de la expropiación de tierras–, algunos parlamentarios batllistas van a decir que la propiedad privada de la tierra no debería existir, que es un “robo”. Es desde esas filas que se va a construir un discurso antilatifundista que va a acompañar a algunos referentes colorados en las décadas de 1920 y 1930. En 1915 hay una trifulca protagonizada por Baltasar Brum en el congreso de la Federación Rural, que aparenta ser una disputa reglamentaria por la representación, pero esconde el malestar entre ruralistas y figuras del batllismo. En la Convención colorada de 1925, Batlle usa una cita de Proudhon en la que presenta la propiedad privada como un robo; lo hacés hoy y no ganás nunca más una elección. Luego de 1930 esas vertientes más radicales se diluyen, pero no así la preocupación por la reforma del sistema de tenencia de la tierra, que acompaña a todos los sectores políticos durante buena parte del siglo XX.
En la segunda mitad del siglo XIX, como vos ya habías estudiado, gran parte del discurso político se centra en la idea de orden. ¿Cómo interviene la Asociación Rural en el afianzamiento de la relación casi unívoca entre orden y propiedad privada de la tierra?
La Asociación Rural no impulsa esa relación entre orden y propiedad privada –es previa a su constitución–, pero recupera esa bandera. Es decir, para que exista un orden interno –que se asociaba no sólo a lo que hoy llamaríamos seguridad, sino al respeto a las jerarquías sociales, a un tipo de participación política restringida a los notables, etcétera– tiene que existir un respeto irrestricto a la propiedad privada individual. Pero los referentes de la ARU adquieren “conciencia de clase”, se preocupan por generar una institucionalidad capaz de nuclearlos y comienzan a construir ese discurso propietarista, ese par que vincula estrechamente propiedad y orden.
Sin respeto a la propiedad, el país regresará a la guerra civil, a la falta de estabilidad política, a la presencia de los caudillos, a los “furores democráticos” que espantaban a Nicolás de Herrera. Para reproducir ese discurso se valen de distintos mecanismos, desde discursos de intelectuales orgánicos –algunos además son ruralistas– hasta publicidad en medios de circulación nacional. Domingo Ordoñana, que es posiblemente el ruralista más destacado, lo dice claramente: se precisa de la religión y de los maestros y las maestras para imponer su nuevo discurso. Tiene mucho sentido: ¿cómo convencés a la población de que respete la normativa cuando tenés unos índices de analfabetismo exorbitantes, cuando ni las policías de campaña tenían un ejemplar del Código Civil o Penal y muchas veces los agentes no lo sabían leer o interpretar? Precisás generar otros mecanismos de reproducción de tu discurso. Es un plan maestro y en los pensamientos rurales de Ordoñana está todo detallado.
El primer batllismo no habría intentado romper con el esquema general de la asignación de tierras, pero sí trató de imponer una política fiscal que afectara a los grandes terratenientes. ¿Se consolida allí el modelo de propiedad rural?
La contribución inmobiliaria existía desde 1887 –había reemplazado a un impuesto incobrable que era la llamada contribución directa–, y lo que el batllismo hizo fue modificar y aumentar los aforos que se pagaban por esas tierras, y adecuó lo que se pagaba al precio promedial de la tierra, que había pasado de 15 pesos la hectárea en 1900 a casi 50 en 1914. Eso desató una tormenta política sin precedentes en la historia del país. El batllismo debió enfrentar la oposición del Partido Nacional, de las cámaras empresariales, de los ruralistas, y también se comenzó a desangrar por el alejamiento de varios de sus referentes políticos, entre ellos José Serrato, redactor del proyecto de reforma de la contribución en 1905.
Paradojalmente, como lo mostró María Inés Moraes, este período inauguró una etapa de fuertes discursos antilatifundistas pero de escasas concreciones políticas en torno al problema de la tierra. El tipo de fiscalidad que surgió del debate sobre la contribución no atentó contra la propiedad privada ni fue una bomba de succión de recursos del campo a la ciudad. Ya en la década de 1910 –acentuado tras la derrota electoral del batllismo– la política de tierras apostó a lograr ciertos equilibrios; el Estado buscó restablecer el vínculo con los sectores rurales. En ese entonces un antibatllista furibundo como Martín C Martínez constataba que en Uruguay había 400 establecimientos agrícola-ganaderos de más de 5.000 hectáreas.
Él intentaba demostrar que no eran tantos y que cerca de 36.000 propiedades iban de 0 a 100 hectáreas. Pero lo que no decía era qué extensión ocupaban esos establecimientos, ya que 400 propietarios poseían la mitad de las tierras que tenían casi 36.000 pequeños propietarios. Sumale a eso la diversificación de negocios, los vínculos políticos, hasta el capital social. Es lo que, entrado el siglo XX, Vivian Trías va a llamar “la rosca” y “las 500 familias”. Esa situación hoy se ha modificado, porque existen otras formas de terratenencia, porque hay factores que hace un siglo no existían –la forestación, claramente–, porque el boom de los commodities facilitó la operación de sociedades anónimas. Un jubilado de Arkansas que no sabe dónde queda Uruguay hoy puede ser dueño de tierras. Pero del debate por la contribución a comienzos del siglo XX y los intentos de modificación de las formas de tenencia va a salir un modelo de propiedad que comenzará a cambiar varias décadas después.
En el último capítulo del libro analizás al agrimensor como una figura que resulta funcional al esquema hegemónico, un poco como hace Ángel Rama con los letrados y la modernización.
Mi idea era mostrar cómo los agrimensores fueron intelectuales orgánicos de ese proceso. En primer lugar, por una cuestión evidente: son y eran el saber experto que establecía que un predio comenzaba en un punto y terminaba en otro. Es decir, establecían los límites de la propiedad privada, podían contar cuántas tierras eran públicas y cuántas privadas, pensaban en el ordenamiento territorial a través del trazado de pueblos y villas, de la departamentalización. Está bien pensar en cómo se distribuyó la tierra. Pero, ¿quiénes lo hicieron? Claramente, no los parlamentarios, y ahí es que los agrimensores cumplen un papel fundamental. En segundo lugar, los agrimensores fueron representantes del progreso material del Estado. En todas esas funciones cumplieron una función política; no político-partidaria, sino de construcción del Estado, de defensa de algunas ideas por sobre otras, entre ellas de la defensa de un orden interno que necesitaba del respeto a la propiedad. Hubo agrimensores en todas las filas políticas. Francisco Ros era diputado por el Partido Nacional, socio de honor de la ARU; Carmelo Cabrera era un hombre de referencia para Aparicio Saravia; Carlos Burmester comenzó siendo un dirigente batllista de Canelones –luego se alejó del batllismo–; José Serrato también inició su vida política en el batllismo y alcanzó en 1923 la presidencia.
Me queda la sensación de que si hubieras extendido el período estudiado hasta la década de 1940 el libro hubiera cerrado con otro tono, porque es entonces que el batllismo crea el Instituto Nacional de Colonización, que es, hasta hoy, la alternativa más organizada de manejo público de tierras productivas.
Es cierto, pero tal vez eso implicaba establecer otra periodización y organizar el trabajo de otro modo. A mí me interesó sobre todo ver cómo el Estado y los particulares fueron estableciendo distintas definiciones sobre la privatización de tierras. La colonización implicaba realizar otro tipo de investigación para ver, por ejemplo, cuáles fueron los planteos a partir de las leyes de colonización e inmigración desde la segunda mitad del siglo XIX hasta 1948 con la creación del Instituto.
Breve historia sobre la propiedad privada de la tierra en el Uruguay (1754-1912). Banda Oriental, 2022. El libro se presenta el viernes 5 de agosto a las 19.00 en el salón Blanca Paris de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, donde hablarán la decana Ana Frega, el profesor Gabriel Quirici y el autor.