Entre la larga lista de crímenes y demás aberraciones perpetradas por Iósif Stalin y su cohorte se encuentra el silenciamiento (bajo la forma de censura, persecución, encarcelamiento o el liso y llano asesinato) de una gran cantidad de escritores. Apaleados, desterrados, fusilados o enterrados en fosas comunes, con las bibliotecas desguazadas y los textos quemados, víctimas por el solo hecho de enfrentar al régimen a través de su arte o de no ser obsecuentes ante el tirano, ese poderoso magma creativo se las ingenió para seguir ardiendo de alguna forma, alimentando las búsquedas y la escritura de una nueva generación de autores, nacida con el progresivo deshielo que empezó a imponer la muerte del georgiano.
La madrileña Automática Editorial viene incluyendo en su imbatible catálogo diversos títulos de una serie de escritores rusos que, de una u otra forma, reflexionan y escriben sobre ese pasado tan cercano, sin la amenaza del pasaje sin regreso a Siberia o la comparecencia ante el pelotón de fusilamiento. Entre otros, el sello ha dado a conocer obras de Chinguiz Aitmátov, Vasili Aksiónov, Vladímir Voinóvich, Bulat Okudzhava, Veniamín Kaverin y Aleksandr Chudakov, cuya impresionante novela El abuelo fuera oportunamente comentada en estas páginas. Ese grupo también lo integra Yuri Buida, nacido en la región de Kaliningrado en 1954, de quien Automática publicó las novelas El tren cero (2013) y Helada sangre azul (2015), y a las que se acaba de sumar el libro de cuentos La novia prusiana.
Las 44 piezas que integran el libro se ambientan en Kaliningrado, en la antigua Prusia Oriental, una región que pasó a formar parte de la URSS luego de la derrota nazi en 1945. Allí, en la misma ciudad y alrededor de un grupo de personajes que aparecen y desaparecen en las diversas historias (quien protagoniza un cuento es un mero comparsa en el siguiente, quien narra una de las historias aparece luego de refilón en otra), Buida relata más de un siglo de la historia de Rusia y, en particular, la de su propia patria chica, una zona que fue repoblada por rusos luego de la ocupación alemana, en la que está siempre presente la tensión tierra natal/cultura extranjera y donde las leyendas, los aparecidos, los seres sobrenaturales y los resabios de un crisol de religiones conviven con los aspectos más mundanos de la existencia.
En el texto “Buida (a guisa de epílogo)”, que, obviamente, cierra el volumen, el autor, integrado como un personaje más del amasijo de historias que ha dispuesto previamente, reflexiona sobre la particularidad de su apellido, una suerte de marca oprobiosa que ha arrastrado durante toda la vida: “Un nativo de Varsovia probablemente no se fijaría en mi nombre, mas en el norte y el nordeste de Polonia la mayoría de la población es originaria de los territorios de Bielorrusia y Ucrania occidental, y saben bien que ‘búida’ significa ‘mentira, fábula, cuento chino’ y al mismo tiempo ‘cuentista, mentiroso, fabulista, embustero’”. Esa “ficción del nombre”, de la que hablaba Ricardo Piglia, Buida la traslada al propio trasunto de los cuentos que integran La novia prusiana, en los que siempre alguien está contando una historia y donde, muchas veces, un hecho narrado en un relato se presenta bajo una nueva luz en otro, cuando no es directamente negado o desmontado para alcanzar un nuevo final.
La cuestión de los nombres también se hace fuerte en los que ostentan un puñado de personajes –Kolia el Dromedario, el barbero Llamadoleón, Vita Pocas Luces, Doña Bravía, el viejo Mijánov, el presidente del soviet Kalzones, las hermanas enanas La Cuqui y La Meñique, el fogonero Stiopa Márat–, que terminan conformando algo así como un elenco estable y del que el lector se va anoticiando, de una pieza a otra, de determinados aspectos de sus respectivas biografías.
Junto a cuentos de largo aliento –“Cantar de Doña Bravía”, “Rita Schmidt cualquiera”, “Viliput de Viliputia”– conviven un puñado de textos breves, viñetas que parecen desprendidas de tramas mayores pero que alcanzan una justificada autonomía, como “Sobre los ríos, los árboles, las estrellas”, “Voinovo” y “El sueño del samurái”, y que en su cuidado entramado, no de simple amontonamiento, adensan el espíritu de novela coral que termina adoptando el volumen. Uno de los puntos más altos del libro lo conforma el cuento “Labios azules”, que narra el vínculo entre un adolescente y su enfermizo profesor de Alemán, que lo introduce en la técnica y el estudio de la fotografía. Como ocurre en la mayoría de los relatos, a medida que la trama avanza las vueltas insospechadas propician desconcertantes cambios de clímax, que lejos de espantar al lector lo obligan a moverse prestándoles mayor atención a los detalles.
En la historia del profesor Nikolái Semiónovich Solomin, poblada de desgracias colectivas (guerras, persecuciones, hambrunas) que determinan un sinfín de desgracias personales, Yuri Buida cincela párrafos tan perturbadores como este: “En la zona minera era más fácil sobrevivir a la gran hambruna ucraniana. Más peligrosa resultó la fiebre aftosa. Cada día los veterinarios, escoltados por la Policía, se llevaban otra vaca caída y la enterraban en la estepa nevada. De noche, los propietarios de la vaca, con toda la familia, iban a desenterrarla, encendían una hoguera y se comían todo lo que podían. Después, algunos se morían”.
En La novia prusiana, Yuri Buida cumple con creces el designio de la resobada frase que se le adjudica a Lev Nikoláievich Tolstói y al pintar su aldea, despoblándola del más cercano pintoresquismo y de todo resabio folclórico, se apropia a su manera de los viejos temas sobre los que siempre parecen escribir los escritores. Que son cuatro o cinco. Seis a lo sumo.
La novia prusiana. De Yuri Buida. España, Automática, 2021, 554 páginas. Traducción y notas de Yulia Dobrovólskaya y José María Muñoz Rovira.