Los lectores frecuentes de novelas policiales –aunque se aplica, en verdad, a cualquier género– tienden a acostumbrarse a una serie de rasgos, situaciones, resoluciones, giros, caracteres de los personajes y vueltas de tuerca que se agrupan bajo la denominación de “convenciones del género”, una suma de acuerdos (o más bien, de comodidades) que tiende a explicar la abundancia de practicantes y de títulos en la materia que, año tras año, temporada tras temporada, satura al mercado editorial. Desde luego, todo género se expande, se tensa y, eventualmente, asume desafíos y alcanza nuevas fronteras cuando boicotea, ignora, revierte o lisa y llanamente aniquila las llamadas convenciones del género. Por eso siempre hay que celebrar la aparición de removedores del purismo dentro del policial –y en cualquier género, en verdad, como se apuntó antes–, pues en ese movimiento a medio camino entre la rebeldía y la iconoclasia se yergue la propia permanencia del género.
El escritor kentuckiano Chris Offutt (1958), frustrado aspirante al Ejército y asistente al Taller de Escritores de Iowa, donde tuvo la fortuna de matricularse en un curso que dictaba el inconmensurable James Salter, ha venido manteniendo en los últimos años una intensa luna de miel con el mundo librero hispano: el sello madrileño Malas Tierras publicó Mi padre el pornógrafo (2019) y Dos veces el mismo río (2022), mientras que la editorial barcelonesa Sajalín, dentro de su colección Al Margen, ha editado los libros de cuentos Kentucky seco (2019) y Lejos del bosque (2021) y las novelas Noche cerrada (2020), Los cerros de la muerte (2021) y Los hijos de Shifty, aparecida a mediados del pasado año.
Los hijos de Shifty es la segunda entrega de una saga iniciada con el libro Los cerros de la muerte, protagonizada por Mick Hardin, agente de la División de Investigación Criminal del Ejército de Estados Unidos, un cuarentón petiso y mal arreado, oriundo de Rocksalt, un pueblo minero perdido en medio de los Apalaches. (Un detalle antes de seguir: aunque en Los hijos… se refieren ciertos episodios ocurridos –y contados– meses atrás en Los cerros…, la novela funciona de forma independiente a su antecesora.) La acción transcurre en Rocksalt, adonde Hardin llega de permiso para recuperarse de las heridas que un atentado con explosivos en Afganistán le produjo en una pierna, y donde su hermana, tan bocasucia y mal arreada como él, trabaja para ser reelegida como sheriff local. Hardin, que en realidad fue criado por su abuelo en los cerros, desprecia bastante a la comunidad de Rocksalt (“El pueblo requería una pátina social que a él no se le daba bien, un exoesqueleto de cortesía. La gente decía una cosa y pensaba otra. Se ofendía si te atrevías a ser sincero y directo. Era como si estuviese prohibido decir lo que se pensaba. Él prefería la franqueza de la gente del campo y la vida castrense”), y Offutt aprovecha al máximo esa tensión leudada en el pueblo chico, donde para bien o para mal todo el mundo se conoce y en cuya apacible calma se cuecen grandes conflictos.
Uno de los grandes aciertos de Offutt para componer y desarrollar la sórdida trama de Los hijos de Shifty, pateando de paso una de las consabidas convenciones del género, es la de diluir el protagonismo de Mick Hardin como accidentado sabueso del delito que investiga –el asesinato de un traficante local–, a través del seguimiento de un puñado de personajes secundarios que, ocasionalmente, ocupan el primer plano y dejan en las sombras a aquel. El efecto que el autor consigue con esos precisos desplazamientos del foco de atención potencia no sólo la complejidad de la historia (al primer crimen lo seguirán un segundo y un tercero) sino que desnortea al lector más atento al obligarlo a descartar las resoluciones más obvias.
El estilo de Offutt es seco por momentos y torrencial en otros; la profusión de diálogos (mantenidos entre personajes huraños, que generalmente suelen hablar poco) adopta una particularísima cadencia, la que es cortada dos por tres por detalladas descripciones de algún fenómeno natural, como este que se lee en uno de los capítulos finales, en medio de uno de los momentos más tensos de la historia: “Las ranas sonaban como el chirrido de una maquinaria oxidada por el clima. Un cárabo emitió su llamada, luego otro, ambos proclamando su territorio. Una hembra inició un agudo graznido ascendente y los machos le respondieron. Las luciérnagas proliferaron cientos de motas parpadeantes en el campo que se extendía más allá de la camioneta. Un murciélago pasó disparado por delante del parabrisas, desviándose enloquecidamente para atrapar insectos en el aire”.
Sobre el final, un par de apuntes acerca de la traducción de Los hijos de Shifty, que firma Javier Lucini (seudónimo de Javier González Martel), quien ha vertido a nuestro idioma textos de Herman Melville y Nathaniel Hawthorne, entre otros. A diferencia de otros títulos publicados por la editorial Sajalín, algunos comentados oportunamente en estas páginas, la traducción de esta novela sale bastante ilesa de los típicos españolismos, especialmente en lo referido, como es el caso, a las traslaciones del slang de la zona de los Apalaches. Eso no impide, igualmente, que los dedos que sostienen el ejemplar no se conmocionen cuando los ojos se encuentran ante un personaje llamado Cabronazo Barney (“Barney Kissick” en el original, donde el adjetivo kissick aplicado e integrado al nombre de pila refiere a alguien que se cree más gracioso de lo que en realidad es). Ante una resolución tan cutre, de seguro más de un lector flipe hasta quedar majareta.
Los hijos de Shifty, de Chris Offutt. España, Sajalín, 2022, 280 páginas. Traducción de Javier Lucini.