En 2011 Margarita Musto me invitó a dirigir la obra Invierno, de Jon Fosse. En esa época estaba todavía viviendo principalmente en Londres. A pesar de que me dijeron que Fosse era el dramaturgo más producido en el mundo, era muy poco conocido en Inglaterra. Fui a ver la versión de su obra I Am The Wind, dirigida por el maestro francés Patrice Chéreau, en el Young Vic, y la platea estaba casi vacía. Así que cuando se me presentó esta oportunidad de dirigir a Fosse en Montevideo sabía que iba a ser todo un viaje de descubrimiento.

El texto de Invierno consiste en frases cortas, que se repiten muchas veces. Para los actores es un desafío enorme. Generalmente un texto tiene un hilo que es fácil de seguir; las obras de Fosse a veces parece que van en círculos. Sin embargo, llegamos a presentar la obra en SUA (Sociedad Uruguaya de Actores), con Margarita y Carlos Rodríguez. Cuando Margarita tuvo que dejar la obra para asumir la dirección de la Comedia Nacional, la suplantó Natalia Bolani, y ensayamos otra vez, antes de hacer una temporada en el teatro Circular. Me acuerdo de los días largos de verano, con las palabras de Fosse dando vueltas en la sala de ensayo, como mariposas que no querían ser atrapadas. A veces parecía que los actores nunca iban a llegar a dominar ese texto tan difícil. Pero las obras de Fosse contienen una alquimia rara: son al mismo tiempo infinitamente complicadas y a su vez tienen una transparente simpleza. Y cuando nos acercamos al día del estreno (dos veces: una repetición que a Fosse le habría gustado, sin dudas), la obra empezó a agarrar forma, con toda su rareza, humor y pathos.

En definitiva, Invierno es una historia de dos seres humanos que están buscando una conexión en un mundo donde las conexiones humanas han dejado de ser una cosa simple. Las charlas entreveradas de amantes o familiares, con todas sus idas y vueltas, son algo que el idioma del teatro en general busca representar de una forma abreviada. No hay tiempo para seguir los giros de las conversaciones que tenemos en la vida real. Pero Fosse, de una manera que tal vez sólo Beckett también ha logrado, consigue capturar en estas charlas circulares, sin fin, la verdadera pasta de nuestra vida cotidiana. Y, por supuesto, estas conversaciones son ridículas y repetitivas. Lo que es tal vez sorprendente es que además, en la obra, que consiste en cuatro escenas, esos diálogos son muy divertidos. Aquí se encuentra el secreto del genio de Fosse: su capacidad de transformar lo banal o cotidiano en algo dramáticamente cautivante.

Cuando hicimos la obra en el Circular, pusimos énfasis en una puesta en escena, diseñada por Claudia Sánchez, de alta simplicidad, casi antiteatral. El vestuario tuvo eco de los payasos del cine mudo, Chaplin o Keaton (personajes que existían antes de que la tecnología viniera a poner una capa de falso significado a todo). Eso fue teatro stripped to the bone, como dicen los ingleses, al hueso.

A través de Simon Stephens, quien había traducido la versión de I Am the Wind que vi en Londres, estuve en contacto con Fosse. Me pidió fotos de la obra, diciéndome que “looks great”, y me contó un poco de su familia. Como es común en los dramaturgos, a pesar de su fama y su éxito, se mostró emocionado al saber que su obra se presentaba en otra parte del mundo, y se alegró cuando le comuniqué que había muchas risas. Su reputación como un autor muy serio le pareció errónea: “I am a tragicomical writer” (Soy un escritor tragicómico), me comentó. Además me dijo: “My general advice is just to let the play tell its story, to just let it be there, more than ‘mean’ anything” (Mi consejo es sólo dejar que la obra cuente su historia, sólo dejarla estar, más que “significar” nada).

Luego de dirigir Invierno, hice unos talleres en El Galpón sobre otras obras de Fosse, otra vez encontrando esta mezcla mágica de simplicidad casi primitiva sumada a una complejidad que encuentran los actores, como si la simplicidad sólo se alcanzase a través de un largo camino de ensayo donde el actor debe perderse, antes de volver a entender lo que le pasa a su personaje. Sus obras también exigen una forma de actuación poco estridente, donde la emoción queda bajo la superficie. Tal vez sea algo nórdico (hace pensar en las películas de Kaurismäki), y es un claro desafío para los actores uruguayos, que gustan tanto de proyectar sus emociones.

Uno de mis últimos recuerdos del proceso de Invierno fue que fuimos a hacer algunos talleres y funciones fuera de Montevideo (a través de los Fondos Concursables del MEC). Uno de esos talleres era en el teatro La Sala de Las Piedras. Es una sala pequeña, a cargo de un equipo muy motivado, como tantos que hacen teatro en América Latina, por el amor al teatro y nada más que eso. Vinieron unas 20 personas al taller, y después de presentar la obra trabajamos con ellos en algunas escenas. Estos actores, con poca experiencia, agarraban esas palabras tan complicadas y jugaban con ellas. Sin presión de ensayar para un estreno, se sentían libres de jugar, y fue impresionante cómo, usando las mismas escenas, apareció una versión de la obra completamente distinta con cada pareja.

Las obras de Fosse tienen, como las de tantos grandes dramaturgas y dramaturgos, algo casi anónimo: la voz de quien escribe está consumida por la voz y la actuación de los perfórmers. Cada vez que se hace una obra de Fosse, y hay muchas, es como si se escribiera la obra de nuevo. Es la marca de un autor cuyas obras contienen una universalidad: que resuenan e impactan, no importa en qué parte del mundo se hagan. Algo de lo que nuestra experiencia de Invierno fue, en su pequeña forma, otro testimonio.