La secuencia de fotos adorna una hilera de libros en la biblioteca de Ida Vitale. Con leves cambios de postura y pose, el personaje es el mismo en cada imagen y también lo es el fondo, las galerías externas del teatro Solís. “Era un hombre bueno que se fue antes de tiempo”, dice la dueña de casa sobre el retratado, la primera y única vez que esconde su mirada, durante la larga y soleada tarde que le dedica a la diaria. En una de las fotografías, su gran compañero, el poeta y crítico literario Enrique Fierro, lleva un sobretodo oscuro, un paraguas o bastón, y un sombrero clásico, en las formas de un conquistador de tierras; en la siguiente imagen observa a lo lejos como lo haría un prócer, y en la más graciosa de todas podría ser un detective, semiescondido tras una de las pesadas columnas del teatro.

Cuando charlamos faltaban pocas horas para que la célebre poeta y traductora cumpliera 100 años. La continuidad de su buen humor es a la vez un desafío para el visitante y para ella misma, atenta y rigurosa al detalle (descubre una hoja amarilla de marchita y “triste”, que arranca en su balcón) y también dispersa (atiende el vuelo de “un pájaro negro” cerca de la ventana), dispuesta a discutir y provocar, y especialmente eficaz a la hora de derribar ceremonias.

“Yo supe hacer periodismo, pero sin tanta complicación. Era más sencillo”, dice, a propósito de los diversos artefactos con los que se registra esta entrevista. En una mesa baja cerca del sillón tiene diarios que acaba de leer, detenida en la actualidad de la política argentina. “A mí la prosa me fascina, me produce un profundo respeto, pero me inquieto cuando la veo andar por terrenos turbios. No hay nada que yo deteste más que la prosa mezclada con poesía. La mezcla me resulta inseguridad por algún lado: o no están seguros de la prosa o no están seguros de la poesía”, sigue, sobre un libro que acaba de conocer.

En tu prosa periodística te has permitido muchas libertades y hasta cierto caos.

La prosa puede tener caos u orden absoluto. Depende de qué quiera hacer con ella la persona que la maneja.

Sos una mujer severa.

¿Yo soy severa? No lo sabía. Quizás tú quieras decir “exigir ciertas reglas para ciertas cosas”, pero yo no las ando exigiendo por el mundo. Eso sí sería severidad. Además, cada uno hace lo que le da la real gana y se atiene a las consecuencias.

Pero vos con tu poesía, con tu propia obra, has sido severa.

Bueno, eso es darle un contenido muy específico a la palabra. Uno trata de hacer las cosas mejor. La cocinera que está haciendo una sopa trata de hacerla bien y no vas a decir que es severa a la hora de hacer la sopa.

¿Pero la severidad tiene una connotación negativa o puede no tenerla?

No tiene una connotación distintiva o definitoria. Un profesor tiene que ser severo consigo mismo y con los alumnos. Si no, todo es “viva la pepa”. Y en general a todos nos pasa eso. Ahora, si decimos “severidad” por andar con el ceño fruncido y con mal humor, eso más bien no sirve para nada. A los chicos no los sacás adelante con severidad.

¿Qué te dice el nombre Tit-Bits?

Ah, sí, una revista de cuando yo era chica. También estaba Billiken. Creo que eran las dos argentinas. Uruguay llegó tarde a todo.

¿Cómo llegaste a la literatura japonesa?

Sos muy generoso. A lo sumo, habré leído algunos libros. Es una cultura distinta, muy rigurosa. Japón es un país que siempre me inspiró mucho respeto. La cultura japonesa es una de las grandes culturas que no tenemos. Digo, eso está allá en su mundo. Puede ser que algo de la parte artística nos haya llegado. Hay una sobriedad, una seriedad para lo que hacen. Es un país que no conozco. He leído unas cuantas cosas. Siempre me interesó más que lo chino.

Tu poesía ha sintonizado con ciertas características de la obra de algunos autores japoneses: la brevedad, la condensación.

Muchas gracias. Ojalá así sea. Japón tiene de todo, bueno y malo. Es un mundo muy tradicional. No sé hasta qué punto se han dejado influir por nosotros, espero que poco. Está bien que las cosas sean distintas, y no que el mundo sea todo igualito. Ahora todos quieren ser norteamericanos.

¿Tu poesía ha querido ser una rebelión contra ciertas costumbres?

Mi poesía no es tan independiente. Supongo que yo puedo haberme rebelado contra alguna costumbre, así como he aceptado otras. Cuando estás metido en una sociedad es muy difícil rebelarse contra cualquier cosa. Naturalmente, desde que somos chicos, contra alguna cosa nos rebelamos, a menos que de chicos nos quiten la costumbre de rebelarnos.

Con su hija, Amparo Rama. Foto: cortesía Biblioteca Nacional de España, digitalización Manuela Aldabe.

Con su hija, Amparo Rama. Foto: cortesía Biblioteca Nacional de España, digitalización Manuela Aldabe.

Jorge Luis Borges decía que no tenía una sola patria. ¿Vos?

No sé. Con el vivir creo que más o menos homogeneizamos todo. Pero volviendo a tu anterior pregunta, me quedé pensando en que a veces lo que aprendemos puede servir para rebelarnos, a veces no. Yo me crie con una tía que era muy buena directora de escuela. Y esa escuela, a la que yo iba, tenía fama de ser muy buena. Había libertad para que aprendiéramos, no nos criaban como monos. Tengo muy buen recuerdo de todos mis maestros, y también de las practicantes. En general teníamos mucha proximidad con las practicantes. Mi escuela era la República Argentina, que estaba debajo del Instituto Normal.

¿Pensaste alguna vez en ser maestra?

Mi tía era muy célebre como directora. Yo la veía dedicada desde la mañana hasta la noche, y te lo digo así porque de noche corregía las cosas que ya habían corregido las maestras y las practicantes; así pasaba el día entero. Por lo cual en algún momento alguien me preguntó: “¿Tú vas a ser maestra?”. Yo, que era lo único que veía, dije que sí. Mi tía saltó y dijo “¡jamás!”. No sé si era una versión crítica de mí, o supongo que ya estaba harta de ser maestra. Pienso que fue un gesto generoso de su parte: prepararme para un panorama negativo. A ella la querían mucho en la escuela, y supongo que de algún modo se sentía recompensada. Yo veía que la trataban muy bien, y cuando llegaba su cumpleaños, la casa parecía un cementerio de tantas flores que había; también le regalaban bombones. En esa visión todo me parecía muy atractivo. Fue solterona toda su vida, pero tenía sentido del humor, cosa muy aportante, y eso se notaba en el clima de la escuela.

Había una maestra de sexto, María Pía Cúneo, que era de Colonia, pero se había formado en Montevideo. Y como estaba muy sola, yo siento que mi tía la protegía mucho. Y yo me beneficiaba, los domingos me llevaba de paseo a un parque u otros lugares para no ir sola; yo la quise mucho a esa maestra.

Tuviste otra tía de la que heredaste tu nombre: Ida.

La adoraba por interpuesta persona. Mi abuela hablaba todo el día de ella. Parece que era muy buena, y que había estado enferma.

Había trabajado en el Jardín Botánico.

Y era muy maniática de las plantas. Por ella mi abuela les daba nombres técnicos, en latín, a todas las plantas.

¿Qué había en el jardín de tu casa?

No era un jardín grande. Era un patio al fondo con canteritos y macetas. Eso sí, yo heredé el interés por lo natural. A veces me mostraban tal planta, que era rara por tal cosa o por tal otra. Si a uno le dan la posibilidad de tomar contacto con plantas, bueno… De los árboles para abajo todo es interesante.

¿Cómo llega a vos la mitología griega?

En casa había libros de mitología, pero no fue que nadie me incentivara ese gusto. Eran como libros de cuentos. A mí me interesaba la mitología griega y me molestaba la mitología romana.

Creo que los romanos no me caían simpáticos porque habían cambiado todos los nombres, y lo consideraba una falsificación. ¡Por qué! Capricho que después nunca revisé.

La mitología griega es toda una literatura en potencia, es una maravilla todo lo que pudo imaginar una cultura, mucho más que el cristianismo, diría. Vivimos en un mundo cristiano. No está tan mal, pero pienso que el mundo griego era un poco más salvaje, o primitivo.

¿La mitología griega es uno de los elementos de base de tu poesía?

En algún momento. Después me actualicé un poco. Es algo que hemos descuidado en la educación. Yo lo adquirí fuera del liceo, alguien tuvo el tino de dejar algo a mano. A mí me pareció de chica que eso me daba mucho más que la... Bueno, vamos a agregar que en casa no eran muy católicos. Mi abuela, que podría haberlo sido, porque en esa época les metían la religión desde la escuela, no lo era. Mi abuelo, al que no conocí, era un italiano lector, anticatólico, anticura. Mi abuela, con todo, no era totalmente ignorante, había estudiado magisterio en Colonia. Yo la veía vieja ya, con hijos grandes, y pensaba: “Qué raro que haya sido maestra”, pero contaba que antes de casarse había dado clases.

Te gusta la palabra célebre.

Es multiuso.

Tú sos una mujer célebre.

Eso se interpreta con muchas cosas a favor y muchas en contra. Célebre acá en el barrio. No, en el barrio tampoco. Un día una empleada me preguntó “¿usted para que usó tantos libros?”.

¿Terminaste de ordenar tu biblioteca?

En general diría que sí. Más o menos. Pero esto ha quedado reducido a muy poco. Cuando uno cambia de lugar, esa es una de las cosas más complicadas. Yo viví en México 11 años y después en Austin. No sé ni por qué volví. En México me sentí muy cómoda. Es un país muy culto. Tiene una cultura no aprendida sino heredada, entonces eso viene mucho más afirmado.

Para empezar, el mexicano tiene un enorme orgullo de su país. Ellos reciben a la gente como una manera de ofrendar lo que han hecho, que es mucho. Si uno mira en el panorama de América, los mexicanos están al principio. Tienen una cultura muy seria. Y por otro lado son muy abiertos.

¿Decís que en Uruguay todavía nos falta?

Nos falta o nos sobra. Vaya a saber. El uruguayo está muy orgulloso del Uruguay y está bien que lo sea. En un plano Uruguay, desde su pequeñez, ha conseguido muchas cosas. Al final México no tiene tanto mérito, porque viene con siglos de cultura. En cambio, acá, éramos plumitas, hasta que llegaron los españoles.

¿Conociste a Luis Batlle Berres?

Sí.

¿Cómo lo recordás?

Era una buena persona, creo. Nunca recuerdo mucho de los políticos. Cuando era chica, en un momento viví en 18 de Julio, entre Pablo de María y Municipio, y por ahí vivía un político, Domingo Tortorelli, que salía a su balcón a hablar con la gente. Alguien así nos haría falta ahora. Todo el mundo se lo tomaba para la risa, pero él era un inocente. Mi abuela, cuando salía al balcón, decía: “Tráiganme una silla baja, no quiero parecer Tortorelli”.

En casa se hablaba poco de política. Mi abuela y mi padre eran blancos, el resto eran colorados. Mi abuela, que era malcriada, a veces, a la hora de la cena, largaba algún veneno referido a algo, pero nadie le contestaba. Yo me daba cuenta de que mis tíos y mi padre eran mucho más educados. Mi abuela quería armar lío, o discutir algo que había pasado en el día. Por otro lado también me doy cuenta de que a ella le habían salido todos los hijos chuecos: todos eran colorados.

Fierro y Vitale en París. Foto: cortesía Biblioteca Nacional de España, digitalización Manuela Aldabe.

Fierro y Vitale en París. Foto: cortesía Biblioteca Nacional de España, digitalización Manuela Aldabe.

¿Para vos la poesía fue como un escape?

No, no tenía que escaparme de nada. De repente cuando todavía era un poco inconsciente me metieron muchas cosas en la cabeza, pero después yo vivía normal en la casa. Había un tío que había estado enfermo, nunca se supo muy bien de qué; fue un tema medio misterioso. Él era muy inteligente, de todos los tíos era el que yo más quería. Había otro que lo detestaba, era un médico. Y entre ellos se llevaban mal. El médico a cierta hora se iba a dormir, y yo en general era la que atendía el teléfono. A veces llamaba gente angustiada, familiares de un enfermo, y yo tenía que decir: “No está”, “no sé a qué hora viene”; mentía, no sé qué hubiera pasado si se me ocurría decir “dice que no está”. Creo que no me lo perdonaban.

¿Fue un refugio?

No, tampoco.

¿Qué ha sido para vos la poesía?

Algo natural. Lo que tal vez no era natural era que yo tenía el dormitorio donde había vivido la tía Ida. Ahí tenía su biblioteca que heredé. Había de todo; claro que no me limité a eso, pero sé que a una edad que no era la que correspondía yo manejaba esa biblioteca como mía, porque estaba en mi cuarto.

Después había otra biblioteca que estaba en el escritorio, debajo del teléfono. Ahí había libros en italiano, que fueron mi obsesión porque era lo único que yo no podía leer. Mi abuela, casada con un italiano, era muy lectora, y veneraba a su marido muerto. Me decía: “No, esos son otros libros”. Y había un tío que era buen lector.

Yo aprendí a leer con el liceo. Hubo una época en la que se enseñaba a leer a los muchachos.

Tengo la sensación de que ahora no, y no estoy segura de que les enseñen a leer a los profesores. Una cosa es leer lo que tenés que leer y otra leer por gusto. Yo tuve excelentes profesores en el Elbio Fernández.

Por otra parte, si yo tuviera que elegir una sola cosa, antes que la poesía, elegiría la música. Cuando iba a la escuela había un buen maestro de música que se llamaba, inolvidablemente, Kiril Svetogorsky; era un señor grandote que acababa de llegar de Europa y que al principio no hablaba español, siempre usaba una faja debajo del saco, era algo que nadie en Uruguay usaba. Tenía buen gusto para enseñar. No sé cómo conseguía letras para cosas que normalmente no las tenían, como una sinfonía de Bach. Alguien diría que lo que hacía era un horror pedagógico que no correspondía, pero así nos fue enseñando a todos los clásicos, y a mí me funcionó.

Además, en casa cuando prendían la radio ponían el Sodre. Tuvieron esa buena idea. Creo que no siempre hay que dejar las cosas libradas al azar. Sería muy importante que se enseñara música en todas las escuelas.

Hace poco, en otra entrevista, dijiste algo muy gracioso: “Alguien dijo que mi poesía era esencialista, y quedó”.

Sí, nunca supe quién era para llamarlo por teléfono y pedirle la definición.

No te gusta.

¿Y qué quiere decir esencialista?

¿Lo sentís como algo muy vago?

No me parece lo suficientemente claro. A alguien se le ocurre que para avanzar en el periodismo, o lo que sea, hay que inventar una categoría, y después hay que pelearse para defenderla. No lo digo por vos.

Cuando escribís prosa periodística te gusta empezar con una verdad...

Si la tengo a mano...

O un convencimiento.

Ah, sí, bueno, el convencimiento de uno no es el convencimiento general. Además, en general, los convencimientos propios sólo están referidos a cosas que a los demás no les interesan.

¿Cuál es la mayor virtud que debería tener la poesía?

Servir para algo.

¿La claridad, tal vez?

Sí, también. Claridades hay muchas, a distintos niveles. Supongo que la claridad es algo que no basta; claridad aplicada a algo que valga la pena, si no más vale la oscuridad.

¿Una poeta debe tomar riesgos?

Sí, por lo menos el riesgo de decir la verdad.

¿Qué te sugiere este número? [dibujo un 100 en una hoja].

Nada, un número que lo podés aplicar a muchas cosas. Si me dan a comer 100 bombones, muero. Ahora empezá a preguntar en serio.