Liliana Villanueva es un torrente indetenible de palabras. Suma libros e historias, hilvana crónicas y anécdotas, siempre buscando la palabra precisa. Sólo frena su recuento de detalles para buscar, en algún espacio aún desconocido del cerebro, esa palabra que exprese lo que quiere decir. Cuando la encuentra, entonces, agradece. Sonríe. Y sigue adelante con la historia.

Fue arquitecta, fue periodista corresponsal para la agencia de noticias DPA en Rusia. Vivió en Berlín, en Moscú, en Montevideo, en Buenos Aires –donde nació en 1973 y donde vive actualmente–, en Barcelona y en Dakar. Se casó con un periodista alemán y tiene un hijo que, en 2018, decidió pasar uno de sus últimos años escolares en un intercambio en China para vivir un año con una familia local en una ciudad del sur del país. Villanueva, intrépida, curiosa y un poco madre al fin, decidió ir a visitar a su hijo a pesar de que los organizadores del intercambio lo prohibían explícitamente.

“Sos como una heroína para mis amigos de acá, nadie se había animado a romper las reglas”, le dijo su hijo cuando la recibió. Así emprendió el primero de dos viajes por la China desconocida. Llenó libretas que luego serían parte de Viento del este, editado este año por Blatt & Ríos y parte de una serie de libros de viajes junto a Sombras rusas (2017) y Otoño alemán (2019). Con ellos publicó, además, Las clases de Hebe Uhart (2015), un auténtico fenómeno de ventas y reediciones que ganó el Premio Lector de la Fundación del Libro de Buenos Aires. Con otras editoriales publicó Maestros de la escritura (2018) y Lloverá siempre: las vidas de María Esther Gilio (2018), que será reeditado en breve por Criatura en Montevideo y que ganó el Premio Casa de las Américas en Cuba.

¿Qué sabías antes y qué creés que sabés de China ahora?

Para mí era el Oriente, el gran misterio. Mi conexión con China era el mejor amigo de mi hermano, cuando yo era chiquita, que era chino y se llamaba Kai Wai Chu. Yo medio que me enamoré de él porque me sonaba como cowboy, y me fascinaba su silencio. Después se fue a Estados Unidos con la familia y yo me hacía toda una historia de que se había ido con los cowboys. Recuerdo eso y recuerdo haber ido al Barrio Chino en Buenos Aires, y también tenés las tintorerías, los supermercados donde todo es made in China. Pero del país no tenía ni idea, no hablaba una palabra en chino, entonces hice un curso intensivo entre ambos viajes para tratar de hablar un poco.

Pero en el primero no entendías nada…

Quería decir algo y me aprendí un saludo de memoria que dije en el aeropuerto y los militares que me recibieron sonreían. Al menos sonrieron, pensé, que no era poco para esa entrada a un país desconocido y comunista. Como arquitecta me interesa cómo se entiende el espacio, en las casas, en la ciudad, en cada cultura. Había hecho viajes para entender el espacio en el Islam y de China sólo conocía esos techos en punta, que apuntan hacia arriba, y quería conocer sus templos, entender de dónde viene esa cosa casi atiborrada. Y lo que aprendí es imposible de transmitir en realidad.

¿Pero qué ratificaste y qué te cambió al conocer el país?

No sé si cambiar, porque no tenía un concepto claro. Yo tenía la referencia de Rusia, un país excomunista en el que muchas cosas siguen perdurando. Lo que no entendía muy bien era cómo podía funcionar el capitalismo en un sistema comunista. Yo trataba de encontrarlo en los detalles. En la mesita de luz, en lo que no anda, en la cantidad de horas de trabajo, en lo ridículo por momentos. Había visto fotos de las fábricas gigantescas y quería tratar de entender eso. Y no es que hallé respuestas, pero algo me quedó de convivir con esos padres chinos.


La experiencia china implicó una inmersión en dos etapas. Primero, viajó por el sur y el norte con esos padres que habían adoptado a su hijo, fue a una festividad familiar en el norte, a pueblitos desconocidos y zonas rurales. Luego, volvería a recorrer unos meses más tarde. Pero aunque algo ha condensado, Vientos del este recupera ese primer viaje en el que la aparición de los “padres chinos”, como les llama, tiene una centralidad llamativa al punto de que es a través de ese vínculo que se cuenta la novedad china. En una parte del libro Villanueva encuentra una foto de una visita del Che Guevara a China y quiere preguntar por esa visita al padre de la familia que la hospeda. La respuesta la sorprendió y, dice, le enseñó mucho de aquella cultura hospitalaria: “La única visita histórica es la tuya”, le respondió.

¿Cómo fue el proceso de escribir el libro cinco años después del viaje? ¿Cómo se recupera ese tiempo que ya ha pasado?

El de China fue el libro que escribí más cercano al momento del viaje. Cuando vivía en Rusia escribía crónicas de viaje periodísticas, para la DPA alemana, y el yo no existe ahí. Y eso en crónica de viaje es muy raro. Porque ahí no interesa tanto el lugar sino la mirada del lugar, lo que uno ve de ese sitio. Yo tuve que hacer todo un trabajo muy complejo para recuperar el yo. Igual fui escribiendo durante el viaje, fue uno de los pocos viajes en los que llené libretas. Pero tu pregunta va a la forma narrativa, cuando escribís el viaje lo reescribís, es como que lo revivís, no sólo en cuanto a imágenes, sino en el espacio: una imagen empieza un texto, pero cuando estás trabajando en la escritura, estás recreando un espacio, recreando un país y una situación. Entonces el tiempo no importa y a veces juega a tu favor. Cuando escribís siempre hay desfasaje: o escribís o vivís.

¿Aunque lo hagas al toque?

Sí. Incluso el diario de viaje, que es lo más cercano a lo vivido, es una evocación de lo que ya pasó. Toda escritura es un repensar, un revivir. Un cuaderno de viaje es distinto porque son notas, pero no sirve para publicar. También podés tener un diario de viaje retrospectivo, ¿y qué hacés si es de actualidad? Le metés reflexión, distancia, lecturas. Tenés más tiempo para pensar tu propio viaje.

¿Es una forma de que lo coyuntural, aquello más periodístico, tenga menos impacto?

Sí y no. Por ejemplo, puede que algo te emocione o atraviese, pero cuando lo estás viviendo, por más que sea emoción, es muy difícil encontrar las palabras para eso. Entonces el trabajo literario es cómo explicar, cómo contar y construir personajes. Vos mismo tenés que construirte como personaje.

Esa construcción de tu yo literario, de ese lugar del que como periodista te habías sustraído, ¿cómo fue?

Pasaba por dos cosas. Por un lado, por la parte periodística, y por otro lado, porque a mí no me gusta hablar de mi vida personal. Cuando era chica, durante la dictadura, yo escribía un diario y criticaba la sociedad que me rodeaba, y me lo encontraron, me lo leyeron y nunca más escribí nada. O lo escondía. Entonces nunca partí de cosas personales, fue como una experiencia traumática. Y cuando volví a Argentina fui al taller de Hebe Uhart porque quería trabajar sobre un personaje, un ruso que era un personaje perfecto para una novela, pero yo no estaba capacitada para eso. Escribí una crónica, sin que apareciera yo, como periodista. Y ella tuvo compasión de mí y me pidió una crónica de la infancia. Y yo no entendía para qué, pero ella sí: un buen maestro de taller sabe que te tiene que sacar tu propia voz, y yo no la tenía. Después de muchos años me di cuenta de que fui al taller a buscar mi propio yo literario, que parece un poco psicológico…

Los talleres a veces tienen eso…

Sí. Y esas crónicas, que se publicaron en varios países, son un poco ajenas a mí. Y algunas las agarré, les puse mi yo y empezaron a ser crónicas de viaje. En parte periodísticas y en parte no. Y me doy cuenta de que esta serie de libros de viaje que estoy sacando van más de la crónica a lo personal. Lo podés vender como una madre que viaja, pero es una crónica de viaje.

¿Cómo medís el grado de aparición de tu yo para que no obture el paisaje?

Siempre pongo el ejemplo de una española, que es bailarina de profesión, que empezó a viajar y publica libros de viaje. Y va a Japón y lo primero que dice es que se pone un kimono y se le erizan los pezones. Y eso es divertido quizás, pero sólo me quedé viendo eso, porque se puso tan en primer plano que no me dejó seguir con otra cosa. Uno debe elegir los temas que va a tratar. Y si querés elegir el género viaje, uno quiere mostrar ese lugar.

Pero a través de tus ojos…

Claro, mi yo está ahí, pero es un filtro. ¿Qué hago? Doy dos pasitos al costado. No me hago una selfie; es un yo desfasado. Si en algún momento pongo algo, es algo interno. En el libro sobre Rusia, por ejemplo, yo no quería hablar del deseo de mi pareja de tener hijos, sino de mis miedos por tener hijos y que fueran monstruos, porque él había estado en Chernóbil. Lo personal tiene que estar en función de lo que querés contar del lugar. ¿Cómo le comunicás al lector que hay miedos que parten de sucesos históricos como es que explote una central atómica? Podés contar eso, porque ya se hizo, pero capaz podés ir por una consecuencia de eso. Una visible. Años después, un periodista es invitado junto a otros, y una señora le ofrece un tomate cosechado allí y él no puede decirle que no, lo come y lo afecta. Y también quería contar que adentro de la central de Chernóbil se puede fumar y además los ceniceros son de cartón. ¡Porque eso es Rusia! ¡Eso era la URSS! Yo quería contar eso, pero tenía que contarlo a través de ese temor personal a quedar embarazada.

¿Viajás por turismo o sólo para contarlo?

Nunca viajé como turista, y cuando quise hacerlo, fracasé. Las únicas dos veces fue porque me gané un concurso y un viaje a África. Participé porque María Esther Gillio, que ya estaba súper vieja, y medio ciega, me dijo que quería ir a África subsahariana y nos anoté en un concurso de crónicas del País Vasco en el que te regalaban un viaje. Le dije: “Mirá, vos querés viajar, no tenemos plata, participá con una crónica para este concurso”. Era algo que ella había escrito en 1965 y estábamos en 2011, yo transcribí y ella se acordaba de todo. Era súper actual, sólo tuvimos que cambiar el nombre de unas marcas de ropa y perfume. Y ella me dice, vos vas a mandar también. Y dije: “Bueno, tengo una crónica de Irán, debería trabajarla porque está seca, periodística”. Y lo trabajamos juntas. Dos semanas después me dicen los vascos que no tenían jurado formado pero que querían avisarle a María Esther que querían publicarla. Al mes se murió.

Y al final ganaste vos el premio Mikel Esseri en 2012.

Sí, un día me llaman mientras yo estaba en un paintball con mi hijo en Buenos Aires, cuando ya me había olvidado de la crónica iraní y todo. Y me dicen que gané y pude ir diez días como turista a Senegal. Pero llegué y me enamoré. No te cuento porque es otro libro, pero ya no fue turismo tampoco.


Lo que no cuenta Liliana Villanueva es que en Senegal se casó con ese hombre del que se enamoró y que la llevó a un campo en el que vivieron algunos meses en las afueras de Dakar. Hasta que sintió que debía regresar. Luego viviría en Montevideo. Luego en Buenos Aires. Luego viajaría a China y lo escribiría.

¿Cómo siguió el contacto con los padres chinos?

El papá chino me manda fotos de allá, porque le gusta sacar fotos. Durante la pandemia yo les escribía pero yo no sabía hasta qué punto podían darme información y cuánto no. En el sur era más problemático el tema de los tifones, porque se inunda todo. Entonces les preguntaba si estaban bien y me decían que sí. Listo. Pero cuando había tifones les preguntaba con más ímpetu y mirá lo que era su respuesta: “La escuela, por suerte, no llegó a inundarse, por suerte, estamos bien y las señoras de limpieza han hecho un gran trabajo’. Para ellos lo primero es la escuela, viven para eso, la aman y así empezaban la respuesta. Para ellos, en un país comunista, lo primero es la comunidad, la vida colectiva. Eso aprendí.

¿Dónde notaste vos, si es que la notaste, la opresión o la censura?

No la noté en ningún momento. Creo que nunca me sentí tan libre y tan segura. Hablo de la China continental, del sur, de la zona no turística. En ningún país me sentí tan bienvenida como en China. Todos quieren ayudarte. Y tiene que ver, no sé si con el comunismo, pero con una mentalidad campesina que aún perdura.

En India sentí algo similar, y el deseo por tocarte o sacarse fotos con los occidentales, pero no parece una inocencia…

No, para nada. Habría que encontrar una palabra para definirlo. Es una alegría genuina a lo diferente. Algo que ya no se encuentra en general en ningún sitio.

Viento del este, de Liliana Villanueva. 264 páginas. Blatt & Ríos, 2023.

Foto del artículo 'La experiencia china de Liliana Villanueva'