A los cuatro años, Almendra pidió ver a Las Ratitas. A los cuatro años, Camilo pidió ver a Vlad y Nikita. Y luego pidió un juguete. Y otro. Y una golosina. Y un viaje a un parque de diversiones. Si no sabés quiénes son Camilo y Almendra, tranquilo, son mis hijes, pero podrían ser los de cualquiera. Si no sabés quiénes son Las Ratitas o Vlad y Nikita, entonces no tenés hijes: bien, te presento un mundo nuevo. Son canales infantiles en Youtube que tienen entre 18 y 25 millones de suscriptores, en los que una familia arma videos alrededor de sus hijes y los ponen a abrir regalos (unboxing de juguetes, golosinas o mercancías varias), visitar sitios (parques y atracciones y hoteles lujosos), idear retos, etcétera. Las visualizaciones -y las ganancias subsiguientes- se cuentan de a cientos de millones. Ese preciso universo, el de los canales infantiles con niñes haciendo las delicias de los espectadores, es el que toma -o en el que se sumerge- Delphine De Vigan en Los reyes de la casa, su última novela.
Una novela de clasificación difusa, que atrae más por las derivas y discusiones -o dudas- que propone que por la trama en sí. Es un multigénero: policial, lectura sociológica de la realidad, distopía. Hay algo incómodo o fallido en esa cercanía con la propia existencia. Una experiencia hiperrealista que nos permite revisarnos a la luz de una trama demasiado cercana. Melanie Claux es una parisina promedio que nació a fines de los 90 y creció en la experiencia de los tempranos 2000 en los que florecieron Gran Hermano y los reality shows. Ella se ha hecho devota de ese mundo y aspira a ser parte de él. Su experiencia fallida nos empuja, 20 años más tarde, a la creación de un canal familiar en el que sus pequeños hijos, Kimmy y Sammy, abren juguetes y demás. Será el canal más exitoso de Francia y todo parecerá feliz hasta que Kimmy sea secuestrada.
Como thriller, las cosas se resuelven demasiado pronto y ahí, quizás, radica un poco el encanto de este libro: cuando la pequeña Kimmy aparece, aflora en el libro lo que de verdad importa. Más allá de los hechos, lo que interesa son los efectos. A veces tenemos una fascinación por las tramas: contame, contame más. Pero nos olvidamos de ver qué se produce a mediano y largo plazo.
En la subtrama, ahí, detrás de los hechos, aflora la lectura de época: explotación infantil, sobreexposición en redes sociales o sobreexposición a pantallas y contenidos sin ningún tipo de curación o criterio más que la tiranía del like, el éxito y el consumo: por un lado, el consumo de ese mismo contenido, y por otro, el consumo que practican los youtubers dentro del contenido. Los reyes de la casa es una combinación de Gran Hermano, reality shows, George Orwell y The Truman Show: un caleidoscopio de referencias a la videovigilancia, la hipersocialización virtual y el control de la vida por parte de un ente genérico que es “el afuera” o “la red”. Y ahí aparece la validación exterior como reguladora de la existencia. En una entrevista, De Vigan hablaba del personaje central y decía que “confunde el like con el amor”, y que es una mujer capaz de “abrazar su época sin contradicciones”.
Así como tiene una potencia muy notoria, la novela también corre un riesgo (Orwell no construyó 1984 alrededor de un hecho popular, sino de un modo de estar en el mundo). De Vigan encastra un sistema de referencias pop y de la vida diaria que hoy resuenan tremendamente, impactan y hacen de espejo refractario de la propia experiencia de vida, pero ¿por cuánto tiempo?
Quizá –y otra vez el elogio de las lecturas mediadas– en el futuro se recuerde este libro por el planteo sobre los derechos de los niños ante la explotación o uso de su imagen en redes sociales. O por los modos de coexistir en ambos mundos -el de carne y hueso y el virtual- y de lo que implican, más allá del modo en que se constituye eso hoy en día. Por momentos parece un libro para ya mismo: demasiado urgente.
El título es una ironía muy linda que juega con la idea de que, en los hogares con necesidades básicas satisfechas, los niños son los reyes de la casa. Pero esos déspotas pueden acabar siendo esclavos de los deseos ajenos. En este caso, los de su madre.
Y ahí aparece otra deriva posible: hablemos del deseo. A los seis años Almendra me pidió grabar un video y subirlo a youtube. Quería ser vista por muchos. Otras veces la descubro, ya con ocho años, hablándole a un público imaginario mientras desarrolla historias y juegos. En el libro está expresada la sobreexposición infantil a modo de explotación por parte de los padres, pero ¿qué pasa con el deseo? Porque lo cierto es que, como Melanie Claux en la novela, el mundo está repleto de niñes que quieren ser youtubers. En América Latina, por caso, muchos quieren ser influencers o youtubers.
Entonces, cuando leemos sobre estos deseos actuales, se vuelve más difusa la posibilidad que imagina De Vigan en la parte más distópica y desacoplada del presente de su novela, donde presenta el enojo de los niños sobreexpuestos de hoy en un futuro próximo.
Pontificadora por momentos, la autora pone el dedo en la llaga sobre ese punto: ¿qué deseamos? O ¿a qué deseos nos está llevando la sociedad actual? ¿Es el deseo algo natural o algo construido? ¿Podemos salirnos del deseo para analizarlo y reinsertarnos en un mundo donde el deseo sea racional? Y, quizá, la pregunta que más dudas me provoca: ¿sabemos a dónde nos llevará el deseo individual de hoy como construcción y estructura social mañana?
En una entrevista, De Vigan cuenta que fue a muchas escuelas a hablar con adolescentes por el libro. Ellos expresan agotamiento por la exposición obligada. “No estar significa no existir”, dicen. Y sufren la presión por ser. Hay algo exploratorio aun en este libro y en esta construcción que estamos haciendo de nuestro vínculo con la exposición y las redes: es viejo, pero es nuevo y vamos descubriendo y readecuando su uso. La puntita del hilo, para tirar mientras evocamos el deseo propio y la demanda ajena, parece estar en tratar de detenernos cada tanto a revisar qué estamos haciendo con nuestra existencia virtual y cómo nos afecta.
Los reyes de la casa. De Delphine De Vigan. España, Anagrama, 339 páginas. Traducida por Pablo Martín Sánchez.