Cuando era pequeño, Brandon Taylor caminaba en medio de animales de granja y trataba, como cualquier niño, de ser aceptado. Primero por sus primos y su hermano mayor, que lo hacían a un lado, y luego por algo más. La soledad es un pozo que se cava desde muy temprano y él lo supo con los años. “Supongo que estuve escribiendo desde muy pequeño para sentirme acompañado”, dirá, en diálogo por correo electrónico con la diaria desde Nueva York, donde vive por estos años, tras una infancia rural en las afueras de Montgomery, capital de Alabama. Hasta 2016, cuando se graduó en Bioquímica, la literatura era una compañía, pero no un modo de estar en el mundo; fue entonces cuando tuvo un viraje: pasó por las universidades de Wisconsin e Iowa, en donde fue becario en un programa de artes y escritura, y se afincó en el camino del artista. Empezó a imprimir sus emociones, su dolor, su tristeza, su soledad, su esperanza y sus procesos en personajes que inspiran a otros y otras en búsquedas tan íntimas como universales.

Con Real Life, su primera novela, fue finalista del Booker Prize en 2020, y con Pequeñas bestias, el libro de cuentos que publicó en 2021 en Estados Unidos y que se editó en Argentina a fines del año pasado, ganó el Story Prize. Los reconocimientos lo sorprendieron. Creyó que estaba escribiendo “historias muy pequeñas, de nicho, que no le interesarían a nadie”. Esa validación fue agradable, reconoce, pero también lo alertó: no quería quedar en estado de espera de validación externa para hacer su trabajo.

Premios, becas y una pequeña fama que se añadió como una costra en las orillas de su personalidad. Los libros, que habían sido desde muy chiquito su compañía, empezaron a ser un modo de exorcizar, de decir, de sentirse menos solo y, quizás, de acompañar. Un modo de vida que, como la soledad y los pozos, también había emergido desde los cimientos: “Aprendí a leer muy chiquito y leía novelas románticas que estaban por la casa, o en el supermercado, mientras mis padres o tíos compraban. Leía constantemente, como una compulsión. Nadie en mi familia entendía por qué y lo veían más bien como una actividad sospechosa. Pero no podía parar”.

A poco de que se publique su nueva novela –The Late Americans saldrá en mayo en Estados Unidos– y mientras escribe otra llamada Forces Great and Small –“una especie de relectura queer contemporánea de Los embajadores, de Henry James, con relaciones abiertas, fotografía y freelancers”–, Taylor explica sus modos creativos, habla de literatura catártica y de salud mental. Su escritura fue un modo de exponer sus propias ideas y problemas psiquiátricos, su búsqueda permanente de compañía. Como los libros. Aunque suele leer más de un libro a la vez, alternando entre ficción y no ficción, mientras está escribiendo o trabajando activamente prefiere sumergirse en aquello que disfruta plenamente, regresar a los clásicos por sobre los contemporáneos –que lo “reconfortan menos”–, nutrirse de Jane Austen o León Tolstoi. Y, últimamente, de Émile Zola, Henry James y Edith Wharton. Y de otras influencias que reconoce y se hacen reconocibles en su trazo: Alice Munro y Louise Glück.

En muchas entrevistas has señalado que en Real Life, tu primera novela, querías narrar la vida de campus de un sector que no suele estar representado en las historias de campus. ¿Había una intención sobre la escena literaria con Pequeñas bestias?

Escribí la mayoría de los cuentos de este libro antes incluso de sentarme a escribir la primera novela. Era mi intento de escribir sobre trastornos mentales e ideaciones suicidas en una forma que no me pareciera aburrida. Hay muchas narraciones sobre trastornos o salud mental que están estructuradas sobre la idea de la recuperación. Incluso en mi vida diaria, cuando intenté compartir con otras personas parte de mi lucha y sentimientos sobre mi deseo de morir, me decían: “Ya lo vas a superar, no te preocupes”. Y eso me hacía sentir peor. Entonces, escribir a Lionel, un personaje que lucha con esas cosas, era un intento de crear a alguien que pudiera simpatizar conmigo. Quizás así pudiera sentir menos soledad o manipulación por parte de las personas de mi entorno. En estos cuentos estaba más preocupado por salvarme a mí mismo creando a alguien que no intentara arreglarme –y a quien yo no tuviera que intentar arreglar– que por la representación.

El color de piel, la clase social e incluso la cuestión queer están rondando permanentemente, pero no parecen ser la trama central de tus cuentos. ¿Cómo hiciste para correr eso de eje y dejar aflorar los sentimientos, la soledad y la dificultad de vincularse?

Siempre estoy interesado en la cuestión de si podemos o no conocernos completamente a nosotros mismos y conocer a otros. Y estoy interesado en los conflictos que aparecen entre personas que creen que se conocen pero que, en alguna manera crucial, no lo hacen. Nunca pude dar por seguras la cercanía, la amistad o las relaciones –no entiendo cómo funcionan, no en realidad, no naturalmente–. Entonces, en mi trabajo estoy envuelto en preguntas que conciernen a la intimidad, a la cercanía y a la alienación. Estas cosas también dominan aquella literatura con la que primero supe identificarme como lector maduro –el trabajo de Albert Camus, André Gide, Roberto Bolaño, James Baldwin y otros–. Pero también me interesa mucho escribir sobre personas reales con problemas reales, no cuentos de hadas. Y parte de eso significa que, si mis personajes son negros, entonces el mundo actúe hacia ellos de determinada manera. O que potencialmente pueda actuar hacia ellos de determinada manera. Entonces, si voy a ser honesto, las cuestiones de raza, sexualidad, género, clase social y otros detalles tienen que entrar en la narrativa. Pero nunca pienso en esas cosas a priori. Para mí, la tensión primaria o la temperatura emocional de mis cuentos tiene que ver con la relación entre lo personal y lo social, así que en eso me enfoco. El resto de las cosas aparece en el andar porque es realista.

Todo eso se ve en el contexto de tus historias: salud mental, parejas abiertas e incluso colapso mental son parte del paisaje. ¿Cuánto te influye la época a la hora de escribir?

Mis personajes viven en una sociedad. Viven en un mundo y un lugar determinados. Si estoy escribiendo realismo honestamente, entonces tengo que tomar en cuenta las reglas sociales y las jerarquías que ordenan sus vidas. Trato de escribir sobre cosas que ocurren todos los días. Y las personas tienen relaciones abiertas y problemas de salud mental y cuestiones sobre dismorfia corporal. Las personas lidian con esto a diario. No incluirlo en mi ficción sería como una falsedad o una idea falsa de universalidad o de tiempo sin tiempo. Creo que uno puede acercarse a ese sentido de atemporalidad si atiende al ritmo de la vida en el momento en que está escribiendo. Así que mis personajes envían mensajes de texto, abren sus relaciones y tienen episodios psicóticos y todas esas otras cosas porque es como vivimos hoy en día. A la vez, nada de esto es particularmente contemporáneo. Las relaciones abiertas y los períodos de enfermedad mental han estado entre nosotros desde hace milenios. Lo que cambió es que tratamos de moderar estas cosas en el discurso público.

¿Cómo fue la decisión de que la historia continua de Lionel, Sophie y Charles estuviese dividida en cinco episodios a lo largo del libro, como una guía de lectura para los otros cuentos?

Esa idea llegó sorprendentemente tarde en el proceso. Al principio, traté de poner los cuentos juntos al principio, en el medio y al final, pero no funcionaban. Entonces pensé: capaz que puedo dividirlo y que las otras historias modulen ciertas partes de esas historias de Lionel, Charles y Sophie. Se me ocurrió probar esto cerca del final de la edición del libro. Al principio estaba muy nervioso por tener que mostrárselo a mi editor, pero él pensó que funcionaba bien. Al final me encantó y pensé “wow, era tan obvio”. Pero es así, a veces tenés que buscar en la tierra infértil antes de que la respuesta obvia te llegue.

¿Creés que se habla poco de salud mental en la literatura contemporánea?

No lo sé. Al menos no en Estados Unidos. Pareciera que cada semana hay dos o tres novelas sobre mujeres jóvenes bajo presión por el capitalismo y el patriarcado teniendo episodios disociativos y moviéndose por una serie de habitaciones descritas muy detalladamente. También creo que lo que prima en la literatura norteamericana actual es un estado de fuga disociada, la prosa es distante y disociada. Los narradores no tienen capacidad de explicar y todo está muy perspicaz y afilado y los sentimientos están lejanos, lo que para mí refleja una época de experiencias muy acotadas. Muchos escritores maduran hoy en un mundo que no tiene explicación, y están intentando expresar lo que se siente al estar aplastados y atomizados por la cultura. Y eso tiene sentido. Yo quería escribir sobre eso de una forma que no fuera esa. Quería escribir un personaje que estuviera lidiando con estas cosas, pero que también tuviera un cuerpo y agencia y actos, y fuera obrado por el mundo. Así que no, no creo que la salud mental sea un tema subrepresentado. Pero sí creo que el modo en que es abordado en la ficción contemporánea se siente, no sé, se siente como si lo hicieran con afectación y sólo desde la voz. No quería eso, quería cuerpos.

En una entrevista dijiste que querías escribir estas historias y personajes que te habría gustado leer. ¿Es un modo de catarsis o sanación?

Normalmente para mí no hay catarsis a la hora de escribir, pero escribiendo a Lionel me sentí mucho menos solo. Me sentí a gusto escribiéndolo, por tener a alguien con quien sentirme comprendido en cuestiones de salud mental y en mis propias actitudes sobre ideaciones suicidas. Para escribirlo tuve que tomar esas ideas y sentimientos sin juzgarlos, y tuve que escribir algunos pensamientos que había tenido por mucho tiempo, pero que jamás había dicho porque temía que las personas me juzgaran. Y al escribirlo a él me sentí mejor, porque me sentí menos solo. Y también pude sentir que modelaba el tipo de cuidado que me habría gustado pero que no recibí de la gente de mi entorno. En parte, claro, porque no les di la chance de mostrarme atención porque estaba preocupado por que hicieran o dijeran algo que me hiciera sentir peor, y, para ser justos, ellos habitualmente decían y hacían cosas que me hacían sentir peor. Así que la respuesta corta es que sí, en algún punto fue una forma de catarsis.