Antes de escribir cualquier cosa sobre Carlos Liscano es ineludible hacer referencia a su coherencia, honestidad intelectual, excepcionalidad como escritor y persona, generosidad como amigo y vecino. En el último tiempo, mientras luchaba contra su enfermedad continuó trabajando con pasión y compromiso; tal es así que en el período de un año publicó La impunidad y su relato, en coautoría con su esposa Mónica Cardoso, Cuba, de eso mejor ni hablar, 74, cuerpo enfermo y, hace apenas unos días, Fin de Siglo editó Esperando a los tártaros: utilidad de las fuerzas armadas.
Desde el título, Liscano homenajea a Dino Buzzati y su novela El desierto de los tártaros, que el autor leyó por primera vez cuando estaba preso en una cárcel militar durante la dictadura. La novela de Buzzati cuenta la historia de Giovanni Drogo, un joven oficial que fue encomendado a la Fortaleza Bastiani. Al llegar advierte que se trata de una frontera muerta. Del otro lado de las murallas, un desierto y montañas. Más allá se sospecha que están los tártaros, y aunque nadie los haya visto en más de 100 años, no hay manera de confirmar que dejaron de existir. Lo que no se pone en duda es la inminencia de un ataque.
En los primeros capítulos de su ensayo, Liscano, a medida que da los santos y señas por donde rodará su argumentación, pone en contexto lo que siente y piensa el protagonista al llegar a la fortaleza. Allí algunos militares llevan más de 30 años cuidando la nada, y el propio Drogo, aunque tiene intenciones de irse de inmediato, pasará toda su vida esperando que por fin algo suceda.
¿Qué pasa para que el joven decida pasarse toda su vida encerrado? El autor dice que es suficiente un tiempo de encierro en el cuartel para que las ilusiones y los sueños del individuo sean asimilados por la vida castrense. La rutina, el orden, el cumplimiento de horarios estrictos moldean al sujeto y lo arrastran a la acedia, que no debe confundirse con aburrimiento ni melancolía. El aburrimiento puede ser combustible para la búsqueda y la creatividad; la acedia, sin embargo, trae consigo el hastío, la abulia, presenta un signo patológico que afecta a quien la padece.
El aislamiento empieza a confundir al militar, lo hace creer que la verdadera vida está en cumplir órdenes absurdas en ese gran escenario en el que se convierte el cuartel. El soldado se pasará la vida actuando. Liscano dice que el simulacro es parte fundamental en la cotidianidad militar. El simulacro de tanto repetirse se vuelve rito y el rito en combinación con lo absurdo arrastra al individuo hacia el embrutecimiento.
El embrutecimiento se da cumpliendo órdenes ridículas, realizando tareas inútiles, obedeciendo cada toque de corneta. Para que el simulacro funcione es fundamental cumplir cada una de las órdenes sin cuestionarlas, sin poner en duda su utilidad, sin poner de manifiesto lo absurdo que supone cuidar un banco recién pintado o una roca en el medio de la nada durante una gélida madrugada. Si lo ordena un superior, hasta el más despistado sabe que se debe cumplir con la tarea para no caer derrotado por el enemigo. ¿Qué enemigo? Vaya uno a saber.
El embrutecimiento termina por convertir al soldado en un potencial peligro, porque del mismo modo que acata una orden inútil, lo hará con órdenes criminales. El embrutecimiento tiene como fin preparar al militar en la guerra, es decir, prepararlo para matar y cometer cualquier tipo de aberración. Aunque esa guerra sea contra los tártaros, de quienes hace más de 100 años no se tiene noticia.
La contraposición militar-civil es otro de los tópicos por donde transita el autor. Esa suerte de raza extraña que supone el civil para el militar pasa a ser un problema, porque el civil, a ojos militares, no tiene la superioridad moral, ni el “carácter” que se adquiere y refuerza dentro de las instituciones castrenses, ¿Cómo puede ser que el civil lleve una vida sin el orden que ofrece la disciplina y la rigurosidad del simulacro? ¿Cómo puede ser que el civil ponga en duda las arbitrariedades que dentro del cuartel son verdades absolutas? En definitiva, el militar, a diferencia del civil, es un ser superior, un estoico, que tiene una serie de valores que se transforman en su razón de ser.
Qué infelices los civiles que no tendrán todo perfectamente diagramado al ritmo impuesto por el toque de corneta, entre orden absurda y ridícula. ¿Cómo es posible que no se esté siempre dispuesto a obedecer? ¿Cómo es posible no confinarse voluntariamente? ¿Cómo es posible vivir sin correr el riesgo de ser aprehendido por la acedia? ¿Cómo es posible no hacer gala del embrutecimiento con el que el militar fue minuciosamente moldeado? ¿Cómo es posible que el civil carezca de honor y disciplina y no se entregue por entero a la patria? ¿Cómo es posible que los civiles prefieran integrar el bando enemigo? ¿Cómo puede ser que el civil prefiera el caos reinante afuera de la Fortaleza Bastiani antes de pasarse décadas esperando a los tártaros?
Esperando a los tártaros: utilidad de las fuerzas armadas. Fin de Siglo, 2023.