“Como esta escritura que fluye para que fluya de mí algo nuevo”, dice Laura, el personaje de su última novela. La voz narrativa de Margarita Heinzen tiene mucho para decir: quiere encontrar eso que todavía no se ha dicho en los libros, busca, siente sobre esos temas, y de a poco elabora un entretejido de múltiples lecturas.

Con una trayectoria que incluye una intensa actividad académica y de gestión en la Universidad de la República y un doctorado en Ciencias Sociales, Heinzen publica ficción constantemente desde 2010. Ese año apareció De las mujeres soles, una colección de relatos editada en España: la autora llevaba un blog y así fue “detectada” por el sello, aunque había recibido una mención en el concurso internacional Horacio Quiroga, que organiza la Intendencia de Salto. En 2014 lanzó La urdimbre y la trama, otra selección de cuentos breves: historias de familia, de pueblos, de amor, de violencia, de muerte y enfermedad, ambientados en la década de 1980 o antes.

Su novela Un montón de espejos rotos ganó el primer premio en el concurso de Narradores de Banda Oriental en 2017. Escrita en primera persona, está protagonizada por Menelvina Pereyra, una estudiante que llega a Montevideo durante la dictadura. Su ciudad de origen tiene río, pero no nombre. Lo personal y lo colectivo se intercalan en una narración que no teme los cambios de tiempo –adelanta y retrocede–, mientras sigue, en la voz de la protagonista, las vicisitudes de un particular momento histórico.

En 2022 apareció A cuerpo abierto (Fin de Siglo), una novela escrita desde la perspectiva de Laura, una mujer adulta, madura, cuyos cambios corporales disparan otros cambios. Distintos retazos, fragmentos, escenas de una vida construyen la dimensión más global, y consiguen hablar de una y a la vez de muchas, configurando la conciencia de un discurso desde la pertenencia a una identidad de mujer.

A cuerpo abierto está cumpliendo un año en la calle. ¿Cómo ha sido este trayecto?

Gratificante. El libro me expone bastante: yo vengo de Paysandú, que es un “pueblo chico” y todo el mundo me conoce, por lo que, antes de que saliera publicado, estaba un poco nerviosa de cómo se iba a tomar, qué iban a decir, pero después de que salió dije “ta, ya está afuera”, y he tenido retornos muy buenos, de diferentes personas, de distintas edades, muchos jóvenes, adolescentes, que en realidad no eran mi público objetivo cuando me senté a escribirlo. Cuando se suelta el libro uno no sabe las vueltas que va a dar.

Mi novela anterior, Un montón de espejos rotos, que habla de la época de la dictadura, cuando fue editada, tuvo su repercusión y todo lo demás, y después quedó bastante quieta. Ahora, con la conmemoración de los 50 años, es como que volvió. Siempre es como tirar una botella al mar, uno no sabe dónde va a terminar y eso es lindo también.

¿Cómo fue el vínculo y trabajo con la editorial? ¿Llevaste un borrador, o lo que vos creías era ya el libro terminado?

Yo tenía el libro pronto, lo había mandado a algún otro lado, y un amigo, Luis do Santos, el autor de El zambullidor, me dijo “¿por qué no le escribís un mail a Estefanía Canalda?”, “mirá que con ella se trabaja bien”, y se lo mandé. Pasó un tiempo y al final me dijo “sí, vamos a publicarlo”. Ahí empezó un trabajo que fue muy bueno; la verdad estoy muy agradecida, sobre todo porque es una editora que se mueve, que le importan las cosas, y además mueve al libro. No le gustó el nombre que yo le había puesto, lo trabajamos juntas y lo cambiamos; la tapa también fue todo un tema porque mi hermana es artista plástica y yo quería que el diseño lo hiciera ella, quería que este fuera para ella, y trabajó mucho con Estefanía. Todo salió muy bien, y todo el mundo quedó encantado con la tapa y con el nombre. Para mí es fundamental la tarea del editor. A los que van al taller de escritura creativa que coordino en Paysandú siempre les digo que se animen a publicar con un editor, porque su trabajo es fundamental, te limpia el texto, te lo levanta; es tu texto, pero cambia.

Al comienzo de la novela hay un epígrafe de Clarice Lispector, “Quiero escribir un movimiento puro”, de Un soplo de vida, su último libro, sobre el sentido de la vida, que escribe poco antes de morir. Creo que funciona muy bien como marco, pero también como diálogo con tu escritura.

Antes de tener la novela tenía mucha cosa suelta, porque a mí el tema del climaterio me había preocupado, y sobre todo la falta de material en la literatura. Como que llega cierta edad y no existimos, las mujeres maduras pasamos a invisibilizarnos, incluso en el arte, y me parecía que no podía ser; ahí empecé a sacar el tema con mis amigas. El libro no surgió como una novela de entrada, sino que fueron anotaciones; yo soy muy de andar con un cuadernito, con la libreta, iba a una charla con amigas y les preguntaba si tenían calores, cómo andaban con el marido. Me empecé a dar cuenta de que era un tema que no se hablaba. Por un lado, tenía todo ese material que era informe y empecé a buscarle el hilo conductor; pensando en eso, llegué al libro de Clarice Lispector. También había releído hacía poco a Virginia Woolf; me gusta mucho lo del monólogo interior, y ahí dije “tiene que ser eso, la cabeza es un movimiento puro”, lo que va por dentro. Yo estoy viviendo mi vida, ahora estoy sentada charlando contigo, pero mi cabeza sigue en otras cosas, siempre tiene otras cosas, entonces me pregunté cómo plasmar ese movimiento puro –como se preguntó Clarice–, cómo logro representar esa mente. Ahí se me ocurrió lo del intercalamiento, y ahí también empecé a ver que podía tener una forma de novela, entre una vida que va transcurriendo en un tiempo real y la cabeza de ella que va para atrás y para adelante.

Margarita Heinzen.

Margarita Heinzen.

Foto: Alessandro Maradei

El otro paratexto es una “Advertencia al lector”: “No va a encontrar una novela histórica, tampoco una comprometida con la realidad social, ni siquiera cuentos frescos del interior del país”. Además, te inscribís en una tradición de literatura escrita por mujeres y nombrás algunas: Virginia Woolf, Toni Morrison. ¿Por qué la necesidad de esta advertencia al lector? ¿Cómo te parás vos frente a esa tradición?

Me pareció que no era claro. Yo tengo algunas amigas, dos o tres personas, que me leen los borradores en bruto como lectoras y una de ellas, cuando le mostré la novela, me dijo que no entendía bien, que perdía el hilo; ahí me dije que capaz estaba bueno realizar una aclaración. Respecto a la tradición de la escritura de mujeres, viví eso que Toni Morrison dice y que la propia Virginia Woolf dice en La habitación propia: una tiene que compatibilizar tantas cosas para poder escribir. Una además sale a trabajar ocho o diez horas; yo siempre tuve trabajos muy demandantes, de cabeza y de tiempo, entonces yo me digo “es tan distinto escribir desde el ser mujer”. Me acuerdo de cuando mis hijos eran chicos, apenas me arrimaba a la computadora a ellos se les ocurría todo, todo junto. Escribí muy poco en ese tiempo.

En tus dos novelas se podría pensar en algunas equivalencias: una primera persona protagonista, en un caso una joven, en el otro una mujer madura, pero en ambas una mujer que interpreta y analiza el mundo desde sus parámetros. ¿Qué hay en común entre Menelvina Pereyra y Laura?

Creo que tienen mucho en común. A mí me gusta escribir en primera persona cuando quiero sentirme cerca del personaje, me gusta la primera persona como un narrador mucho más íntimo, que me permite esos juegos de cabeza, de ir pensando. ¿Qué tienen en común? Capaz que me tienen en común a mí, porque si bien ninguna de las dos son mis historias, así, literalmente autobiográficas, en las dos hay mucho de mí, mucho más de mí que de mi contexto, por ejemplo.

El personaje de Menelvina en un momento dice que recuerda todas esas historias marginales, los comienzos de Fernando Cabrera, la cooperativa de apuntes, la cédula para entrar a la facultad, “como el juego de reflejos de un montón de espejos rotos”, la memoria de todos esos sucesos, la memoria personal y la colectiva. ¿Sentiste una necesidad de volcar esa memoria?

Sí, cuando yo escribí esa novela ya se había escrito mucho sobre la dictadura, pero ahora estamos como revisando todo y vemos que en realidad no se había escrito tanto. No sabemos nada, pero en cierto momento, por 2010, había una sensación de que sí, y a mí me parecía que había una deuda, una historia no escrita, que era la de la vida cotidiana y común de la gente, que por edad o por otros motivos vivió ajena a los procesos. A mí me parecía que todavía había tópicos, cosas que no se habían estudiado de forma profunda. Por ejemplo, el tema de que todo el mundo estaba categorizado: eso es un espanto de sociedad vigilada, y en realidad pasó y como que uno lo internalizó, y la gente que vino de afuera o que estuvo presa no lo vivió, entonces quedó. Me parecía que faltaban miradas; creo que recién ahora se está revalorizando eso de cómo era vivir en una cotidianidad, entre otras cosas. Se ha vuelto a poner en escena a Brecht, que habla mucho de eso, de cómo vive la gente común, la historia que pasaba mientras tanto y que te afectaba, quisieras o no. Lo hice así, pensando sobre todo en los jóvenes; lo menciono en el post scriptum. Me parece que es muy necesaria la cadena de transmisión, que si nosotros no transmitimos qué fue vivir en dictadura, si uno no cultiva esa memoria, de alguna manera estamos expuestos a que vuelva a pasar.

En tus novelas, si bien encontramos esa primera persona mujer, no estamos frente a una escritura autobiográfica. ¿Es algo que descartás o preferís encontrar otra voz narrativa que escape del yo, o que no lo integre completamente?

No, no es algo que descarto. A mí me gusta, me siento cómoda escribiendo en primera persona, pero siempre tengo miedo, porque la gente cree que es autobiográfico. Yo no quiero escribir autobiografía por respeto a mi familia, a mis hijos, que es lo que a mí me importa, porque estoy segura de que si yo doy una versión, por ejemplo, de nuestra familia, mis hermanos se van a enojar y yo no tengo ganas, entonces prefiero ficcionar. Lo mismo con Paysandú: trato de no nombrar a la ciudad; ahora en otra novela que terminé de escribir le inventé otro nombre, un nombre guaraní también. Poder tomarme la libertad de decir que pasaron cosas que en realidad no pasaron: si yo digo que ese club del río es en Paysandú, va a haber uno que me va a decir “eso no era así”, “eso no pasó”. Me tomo esa libertad, prefiero eso; vivir en un pueblo chico es distinto, es diferente.

También hay una necesidad de tomar distancia de lo que se evoca o respecto a lo que se quiere dar forma: “A la espera del momento en que me sintiera lo suficientemente lejos de aquella etapa como para evocarla”.

Muchas de las cosas que aparecen en A cuerpo abierto las escribí en el momento que me pasaban; eran notas, que después obviamente trabajé, y eso no maceró lo suficiente como para transformarse en literatura enseguida. Lo mismo me pasó con Un montón de espejos rotos: la empecé a escribir en 2011, habían pasado ya muchos años desde esa historia pero no la hubiera podido escribir antes, las historias habitan dentro de mí mucho tiempo antes de transformarse en literatura.

En A cuerpo abierto abordás temas tabú, si se quiere, de los que no se habla tanto: la menopausia, la menstruación, el deseo sexual femenino, la vergüenza frente al cuerpo propio y sus cambios. ¿Cómo fue conectar con todo eso?

No fue nada fácil. Como decía, a mí me preocupa mucho cómo lo leen mis amores, mis hijos, mi marido, mis hermanos. Pero en algún momento sentí que tenía que decirlo, tenía que hablar de eso, porque siempre estamos con el tema de los eufemismos. Y después de que estuvo en la prensa yo estaba muy nerviosa por cómo se lo iban a tomar, y la gente, al contrario, en Paysandú sobre todo, que es donde vivo, me ha hecho devoluciones muy interesantes. Entonces me digo que vale la pena ser franca.

Te diría que de los que menos tuve comentarios fue de los hombres maduros; estaban como pudorosos. Pero las mujeres, las jóvenes también, todas pasamos por eso. La menstruación, el dolor, el miedo a mancharse. Ningún varón pasó por la vicisitud de estar frente a la posibilidad de perder un examen, cuando vos sabías y estabas bien preparada, porque te vino la menstruación y no podías pensar en otra cosa, estabas pensando en la vergüenza que te iba a dar levantarte cuando terminaras. Eso que parece como una simple anécdota, es muy del ser mujer. Me interesó rescatar la esencia de esas anécdotas, que esos hechos hablen por sí mismos.

No es un libro sólo sobre la madurez, también está presente lo existencial, toda la experiencia de ser mujer, que en tu caso o en el caso de la protagonista tiene que ver con ser esposa, hija, madre, profesional, amiga.

Sí, por eso me parecía que era importante esa intercalación entre el flujo interior y lo que le iba pasando en la vida. Porque la vida sigue transcurriendo y uno tiene que resolver. Pero hay mucha reflexión que va en simultáneo; volvemos a lo de Clarice, representar ese “movimiento puro”, la cabeza de uno, todo está ahí al mismo tiempo, una cosa te dispara otra, a mí me gusta mucho observar a la gente, una pareja que no se habla mucho en un bar te dispara a pensar en tu propia pareja hoy, cómo es, qué me está pasando, cuán comprensivo es el compañero en estas etapas.

En un momento hablás del río, de su fluir, y lo comparás con la escritura, en ese sentido la escritura para transformar, que posibilita otra cosa. ¿Cómo lo ves?, ¿qué es la escritura para vos?

Sí, la escritura la comparo con un río, será porque estoy muy apegada al río; para mí fue siempre como un río contenido, siempre quise escribir y nunca pude dedicarme a escribir. Cuando tuve que elegir qué estudiar, dije que quería ser escritora, y en casa, por supuesto, me dijeron “¿y de qué vas a vivir?”. Ahí me puse a buscar una carrera más tradicional, en la época de la dictadura; elegí agronomía, que me dio una cantidad de vivencias y satisfacciones, pero me alejó de la escritura. Yo escribía cuando estuve estudiando acá en Montevideo y escribía de antes, cuando era chica, y después pasaron muchos años en que no pude escribir nada, no sé si eran los hijos, si era la carrera, pero siempre tenía como ese debe, me sentía mal porque me sentía insatisfecha. Y en un momento, un día, un compañero de trabajo de la facultad, un profesor, que me llevó en el auto a una parada, me preguntó qué edad tenía. “Ay, 40”, le dije, como diciendo “todos los que tengo”, y él, que era un hombre mayor, me dice: “¿Y ya pensaste qué vas a hacer el resto de tu vida?”. Eso me movió todo, porque me dije “yo sé lo que quiero hacer el resto de mi vida: tengo que escribir”. Por eso también siento que hasta ahí el agua estuvo represada, y, en ese momento, fue como que se rompió el dique y empezó a fluir. Me empecé a sentar, a hacerme tiempo para escribir, a levantarme muy temprano, realmente sentí que tenía un caudal que se liberó a partir de eso. Y sí, el río para mí es muy importante, tanto como la escritura.

Porque además tenías una carrera académica, de docencia y gestión en la Udelar.

Yo me recibí de ingeniera agrónoma, al poco tiempo me casé y nos fuimos a Paysandú, y ahí entré a trabajar en la Estación Experimental de la Facultad de Agronomía, y comenzó mi carrera académica, sobre todo en investigación y en docencia; para seguir formándome –en ese momento no había posgrados en Uruguay– nos fuimos toda la familia a Chile, donde hice una maestría en sistemas de simulación. Y cuando volví, era la época del neoliberalismo crudo y duro, no conseguía dinero para las investigaciones, no había fondos públicos, la Universidad financiaba muy poco, las que financiaban eran las empresas, a las que sólo les importaba las semillas o el fertilizante, y a mí me interesaba el campo natural y el comportamiento animal; estuve un par de años en esa situación y tuve que reciclarme. Ahí me fui a la gestión, primero fui directora de la Estación Experimental, después hubo un concurso para la sede de Paysandú, y lo gané, y quedé como en otro carril, me dediqué a la educación terciaria, a la organización institucional; en ese contexto salió el doctorado en Ciencias Sociales.

Margarita Heinzen.

Margarita Heinzen.

Foto: Alessandro Maradei

¿Y en ese momento la escritura pasó a convivir más fuertemente con tu vida profesional?

Sí, yo ahí ya hacía esas cosas de escribir de mañana temprano y los fines de semana matizaba un poco la escritura con algún otro trabajo académico, A partir de 2003, que fue cuando tuve esa conversación, me lo puse como meta. En ese momento escribí un cuento que se llamaba “Los helados” y lo mandé a un concurso de Bienestar Universitario, para docentes, funcionarios y estudiantes, y me dije “si me va bien, sigo por este rumbo, profundizo”, y me fue bien. Quedé muy contenta porque realmente cuando uno empieza a escribir no sabe si lo que uno escribe tiene valor, y estaba Washington Benavides en el tribunal, entonces para mí fue importante.

¿Y los talleres aparecen después?

Después de ese concurso, sí, decidí empezar un taller. En Paysandú había uno sólo, con una profesora de literatura, al que empecé a ir de noche. Y después busqué en internet y me encontré con una mexicana que había vivido en Uruguay, Carmen Simón, que había sido alumna de Levrero, vivió incluso en su casa. Ella estaba dando talleres con el método de Levrero, por internet, y a los uruguayos, por el sentimiento hacia él, les hacía precio. Entonces me enganché con ella, hice como tres o cuatro años de trabajo en su taller, y ahí me sentí un poco más firme, empecé a aprender técnicas y a pensar cómo escribir.

Ahora coordinás talleres y clubes de lectura.

Eso también fue un proceso, en otro momento de mi vida, cuando ganó Guillermo Caraballo, por el Frente Amplio, la intendencia de Paysandú; me llamaron para ser directora general de promoción y desarrollo, que es una dirección general muy grande que tiene cultura, deporte, turismo, desarrollo agropecuario, es enorme. Acepté por mi compromiso político, pero a la vez no era lo que tenía ganas de hacer en esa etapa de mi vida y me dije “esto sí me va a alejar de la literatura y de la escritura”. Entonces me propuse hacer lo del taller, por lo menos para obligarme una vez por semana a trabajar en eso, y lo propuse en la Uni 3, que funciona en la Universidad en Paysandú. Eso fue en 2015 y sigo hasta ahora. Hay gente que está desde el comienzo, que no se ha ido más; después hay otros que varían, es un taller bastante particular. Además tengo unas horas en Bellas Artes en Paysandú donde doy un curso de escritura creativa y académica.

¿Cómo te vinculás con otras escritoras o escritores de tu generación, de Montevideo o del interior? ¿Te sentís cercana a otras escrituras de acá o la región?

Mi primer amigo literario es Carlos Caillabet; él vivió en Paysandú después de que fue liberado y fue el primero que me dio pelota en leerme los cuentos y darme para delante. Me gusta conversar con él porque le gusta hablar de escritura, hemos intercambiado muchísimo sobre autores, de cómo entendemos que hay que escribir. Ese tipo de conversación me alimenta mucho. Después me he ido vinculando con algunos otros: integro la Casa de los Escritores; ahí hay más poetas, yo soy más de la prosa. Luis do Santos es otro escritor de Salto, con el que hemos tenido algunos intercambios. Y hay una generación más joven, yo estoy tratando de acercarme a algunos escritores de Paysandú que veo que son valiosos y les cuesta sobresalir, como Mario Pons, Marco Rivero. Por los libros me he ido conociendo con otra gente, como Pablo Silva Olazábal, que es un amigo con quien también converso mucho, es más, hasta tengo una columna comentando libros en su programa de radio. Pero, fuera de eso, no siento que tenga una inserción acá, más allá de la Casa de los Escritores.

Como me proyecto desde el interior, siempre para mí fue muy difícil. A mí me daba hasta fastidio todas las cosas que pasaban en Montevideo y no poder ir a nada. En Paysandú hay cierta vida cultural, pero es acotada. Ahora que abrí una librería me lo propuse como un centro cultural, y a veces hacemos eventos.

Se puede decir que en los últimos años se ha producido una relectura del canon literario local, y en esa revisión aparecen o resurgen escritoras. ¿Te sentís en diálogo con esa tradición?

No sé si me siento en diálogo, pero me siento bastante identificada con Cristina Peri Rossi; la leí mucho en los últimos tiempos y con ella siento que comparto una tradición. Capaz también con Armonía Somers, pero no he leído a tantas mujeres uruguayas. De ahora sí, leí a Susana Cabrera, que es mucho más tradicional en su escritura y temas, pero me encantaban sus historias –también una mujer del interior que escribió desde ahí–. Estoy leyendo mucha literatura de mujeres, pero sobre todo de afuera: Elena Ferrante, Mariana Enriquez, Samantha Schweblin, voces como las de Lorena Spatakis en Parestesia, que es fuerte. De acá a Virginia Mórtola también.

Ahora que tenés más tiempo para dedicarle a la escritura, ¿abandonaste la forma breve? ¿O se dio así que las últimas publicaciones fueran novelas? ¿Ya estás escribiendo lo que será el próximo libro?

No, ahora va a salir un libro de cuentos míos en Francia, que lo saca en español una editorial pequeña para un tipo de público específico –universitarios que estudian español–. Ahí hay cuentos, y tengo otro libro de cuentos escrito. Pero el tema de la novela me atrapó, esa posibilidad de construir el mundo, los mundos, y que es de todos los días pensar en los personajes, en las acciones: me encantó ese juego de armar mundos.

El próximo libro tiene varias voces y son todas en tercera persona, incluso no son mujeres todos los protagonistas. Yo estoy contenta con ese producto que me salió, pero todavía no está en ningún lado. Se lo mostré a Carlos Caillabet, quien fue el que me dio para adelante, pero estoy esperando un poco. A mí me gusta dejarlo en reposo y después volverlo a leer, estoy en esa etapa de maceración y ahora también estoy pensando cuál es el siguiente, porque yo tengo algunos temas que me gustaría explorar.