La argentina María Emilia López tiene una amplia experiencia como especialista en educación temprana en su país y como asesora para políticas públicas en otros sitios de América Latina, como Colombia, México y Brasil. Su aporte teórico, dedicado a docentes y mediadores de lectura, está fuertemente sustentado en la práctica. Sus libros –Artepalabra. Voces en la didáctica de la infancia (2007), Un pájaro de aire (2018) y Un mundo abierto. Cultura y primera infancia (2019), entre otros– son de lectura imprescindible para quienes estén interesados en educación para la primera infancia y en mediación lectora.

Ponés el acento en el bebé como sujeto al que ofrecerle libros, al que poner en contacto con la cultura. En Uruguay el tema de la primera infancia está sobre el tapete, en un contexto de campaña electoral y a raíz de los índices de pobreza que se concentran más que nada en esa población. ¿Cómo se ubicaría tu propuesta en un contexto en el que están en juego las necesidades básicas insatisfechas?

Creo que la cuestión ahí está en pensar qué quiere decir “necesidades básicas insatisfechas”, y esa pregunta está relacionada con qué concepto de desarrollo infantil estamos tomando en cuenta para pensar una política pública para la infancia. Durante mucho tiempo, pensar el desarrollo infantil era una cuestión biológica: el desarrollo dependía de la salud física y eso garantizaba el buen desarrollo en la primera infancia. Salir de la pobreza era tener garantizado alimentos, vacunas y determinadas cuestiones de la higiene y la salud física.

Ese concepto de desarrollo todavía sobrevive muchísimo, pero todas las últimas tendencias de la neonatología y la pediatría están haciendo una mirada mucho más abarcativa, y en principio yo diría que algo bien contemporáneo es tomar el desarrollo como un acontecimiento en la vida de las personas que es a la vez biológico, psicológico y cultural. La neurociencia ha ayudado muchísimo a visibilizar que el desarrollo del cerebro está en íntima relación con la cantidad de cuidados afectivos que los bebés reciben. Tiene que ver con la alimentación, y ese es un proceso biológico, pero también tiene que ver con la afectividad; en la medida en que un bebé recibe más demostraciones de afecto, más sincronía en el juego con los otros, más crece el cerebro, que es un órgano biológico. Entonces, el cerebro ya no es sólo biológico, porque crece por la interacción humana, y la interacción humana es desarrollo psicológico, pero a la vez, cuando uno juega con un bebé, no lo hace estoicamente, con las palabras de la vida convencional: juega con el cuchicheo, con los cantos, con los libros, con los poemas, con los cuentos, con las manos, y las manos ya no tienen función física de sostén, tienen función de pajaritos, de mariposas, de alas.

Todo eso que constituye el acompañamiento básico de un bebé es cultural. Entonces lo biológico, lo psicológico y lo cultural están fuertemente entramados en el desarrollo. Esa me parece que puede ser una cuestión clave: cómo mostrar a las personas que diseñan política pública esta triple dimensión del desarrollo: biológico, psicológico y cultural.

Pero también cuando digo “lo psicológico” estoy pensando en el vínculo de los adultos maternantes con los bebés. No me refiero ni a la mamá en femenino ni a la mamá biológica. Pienso en lo maternante como una función más amplia que puede desarrollar cualquier persona de cualquier género, sin importar que tenga filiación biológica con el bebé. Pensar el desarrollo infantil está en íntima relación con pensar el acompañamiento de las figuras maternantes. De la calidad afectiva, de la calidad psicológica de las figuras maternantes depende en gran parte el desarrollo de las niñas y los niños. La condición cultural en la que vivimos hace muy complejo para los adultos maternantes tener el tiempo físico y el tiempo psíquico para estar en esa disponibilidad de juego, para ejercer una verbalización suficiente.

Otro tema de este momento es que hay muy escasa verbalización, nuestras formas de lenguaje son mucho más acotadas, pero los bebés y los niños pequeños necesitan altas dosis de verbalización, entonces, si los que estamos en este trabajo específico con la primera infancia no ponemos un alerta sobre esto y no ayudamos y acompañamos a las familias y a los maestros a volver consciente esta necesidad de verbalización y a volver consciente también cómo se nos escapa esta práctica, es muy difícil que los adultos puedan ofrecer esa cantidad de lenguaje oral y también esa cantidad de corporalidad, si pensamos en los bebés sobre todo: estar en el regazo, estar en cuerpo del adulto, ser acariciado, juegos corporales rostro a rostro.

Estos, que en otra época eran los elementos por antonomasia de la cultura de crianza, en este momento no lo son, casi que están en extinción; pero los bebés siguen naciendo con la misma necesidad de recibir este tipo de cuidados básicos. Por eso yo planteaba: pensemos qué es lo básico. Desde mi punto de vista, lo básico es la interacción humana, suficiente interacción humana, verbalización, contacto corporal y materiales de la cultura como, por ejemplo, el juego, los libros, el poema, las palabras, que estén en gran disponibilidad.

En Un mundo abierto recuperás el concepto de “generación mutante” de Franco Berardi. ¿Qué desafíos implica para el trabajo con la primera infancia?

En este momento en los jardines de infantes, en las escuelas primarias, hay muchísimos niños con diagnósticos cercanos al espectro autista, por ejemplo. Muchas veces me pregunto cuántos de estos niños y niñas tienen un verdadero diagnóstico del espectro autista y cuántos están diciendo “no me alcanza con el bagaje de comunicación humana que me están dando, entonces me pierdo, no puedo conectar”. Creo que esto es algo súper importante, porque muchísimos niños lo están diciendo. A los adultos nos cuesta mucho ver eso porque, como nuestra disponibilidad ha variado, es más escasa, no podemos ver claramente que esa es la demanda. El problema se vuelve un problema del niño, pero es un problema social, es un problema de todos nosotros, de todos los humanos.

Hay una condición humana que ha mutado, en la que tenemos muy escasa disponibilidad para la interacción humana, y para mí esto es un grito de los niños que dicen: esta interacción no me alcanza, por favor, necesito más, y si no recibo más me desconecto, no sé cómo hablar, funciono agresivamente desde el punto de vista corporal porque no sé qué hacer con una incomodidad, no sé qué hacer con un dolor, simplemente reacciono de una manera casi instintiva y violenta. Este cuadro es muy complejo y los adultos estamos preocupados. Veo muchos maestros, papás, mamás angustiados por este tema.

Pero también me da la sensación de que no estamos acertando en nuestro propio diagnóstico. Por eso es tan importante visibilizar lo que entiendo como mutación humano-tecnológica. No somos los adultos malas personas a las que no nos interesan los niños, no somos personas desresponsabilizadas de la crianza; lo que ocurre es que no estamos acertando en qué pide la crianza, qué nos piden las crianzas, cada niño y cada niña que está en una situación perturbadora o en una situación disruptiva con respecto a la escuela, al jardín, a la familia incluso. En este sentido, pensando otra vez en las políticas públicas de primera infancia, creo que este tendría que ser un punto específico: cómo, como sociedad, tratamos de hacernos suficientes preguntas que no sólo tomen en cuenta lo que tú decías, que es importantísimo, los niveles de pobreza biológica, alimentaria, sino también qué otros problemas están aconteciendo y que todavía no podemos ver.

Ignacio Lewkowicz, en 2002 o 2003, decía “frágil el niño y frágil el adulto”. Y es así, sigue siendo así cada vez más. Tal vez los adultos que investigamos estas cuestiones tenemos que poner muchísimo ojo en la fragilidad adulta y no cargar sobre los niños el problema de las fragilidades infantiles. Las fragilidades infantiles son el resultado de nuestra fragilidad adulta. Hace falta que pensemos mucho, que estemos juntos, que hablemos con las familias, que hagamos talleres no sólo para leer cuentos, sino para pensar estas cosas.

Es importante que no hagamos un taller para decirles a las mamás y a los papás “tienen que jugar una hora todos los días con sus hijos”, sino abrir la pregunta: por qué será que no podemos jugar, que no sentimos placer, cómo sería sentir placer, qué cosas nos dan placer, podemos recuperar ese placer, tenemos que inventar otras formas de juego. Abrirlo, convertirlo en preguntas hace que cualquiera que esté en esa función se sienta más acompañado. Porque no es un problema moral, es un problema mucho más profundo.

María Emilia López (archivo, junio de 2024).

María Emilia López (archivo, junio de 2024).

Foto: Mara Quintero

No creo que el descuido en las crianzas actuales sea un problema moral, porque tampoco creo que sea un descuido, creo que es una incertidumbre. Los sentidos con que ejercíamos la crianza perdieron fuerza. Lo que hacíamos ya no sirve. Pero hay cosas que hacíamos y que eran importantísimas que las perdimos y no las podemos ver. Entonces, me parece que es fundamental no moralizar las crianzas, no juzgar las crianzas, sino convertir estas preguntas en un territorio de reflexión compartida con las familias.

Lecturar y la recuperación del tiempo

¿Qué significa lecturar, este concepto que acuñás en tus libros?

Por un lado, el concepto de lecturar me surge de esa práctica cotidiana de profunda interacción con los niños y con los bebés leyendo. Creo que tiene mucho que ver con la intersubjetividad y con la posibilidad de leer bebés: no sólo leerles libros a los bebés, sino leerlos a ellos, sus actitudes, sus acciones, sus sentimientos. Para eso hay que estar muy cercano, no sólo física sino mentalmente. Es un ejercicio bien difícil y nos tenemos que preparar mucho para eso.

“Lecturar” surge un día en que estoy leyendo con un grupo de bebés y yo misma me doy cuenta de cómo para ver si sigo con este libro, si damos vuelta la página, si cambiamos de libro, estoy observando gestos mínimos de los bebés, acciones mínimas que, si no estuviera en una actitud muy amorosa y muy receptiva, se me pasarían de largo. Para interpretar determinados gestos de los niños y las niñas pequeñas hay que estar en una actitud amorosa que hace que uno vea más allá de lo explícito, más allá de lo evidente. Ahí me surgió esto de lecturar como leer y amar. Lo que pensé es que “dar de leer” es una acción mucho más unilateral: yo te doy el libro para que leas, selecciono el libro, tengo el poder sobre el libro, sé leer y te doy a leer. Lecturar tiene una mixtura. No puedo lecturar si no puedo leer lo que a ti te está pasando en este momento. No sólo el libro que elegiste: por qué página vas, qué hacés con el dedito cuando vas leyendo, qué te interesó, por qué te habrá interesado eso más que otra cosa. Pongo un ejemplo con un bebé pero podría ser con niños y niñas más grandes.

Aparece una idea más amplia de que quien lectura está en una relación de amor hacia el lecturado, en el sentido de escucha, de permeabilidad, de combinar eso que va ocurriendo entre uno y otro en la lectura. Es un concepto que no es unilateral, que es más democrático y nos pone en cierto plano de igualdad con relación a la interpretación, a la construcción de sentido. Leer es construir sentido, y Graciela Montes, entre muchísimos autores, ha trabajado esta idea. La relación adulto-niño, en esa construcción de sentido, sigue siendo una relación compleja, porque a veces nos cuesta mucho ceder la interpretación que nosotros tenemos, no llevar un libro hacia una interpretación moral, la cuestión de la moraleja está muy viva todavía. Es importante no seleccionar este libro para tratar este tema que me interesa como maestra: cuando me interesa un tema y selecciono un libro en función de eso, todo mi trabajo va a ir abocado a que se queden con ese tema, y eso es lo contrario de lecturar, pero además significa obturar las derivas que necesariamente debe tener una lectura literaria, porque el arte es eso: una serie de derivas inapresables, subjetivas, donde puede haber un Virgilio, un guía que nos lleva de alguna manera, pero siempre con esa apertura y esa porosidad para que el lector o la lectora construya su propio sentido.

En la práctica de la mediación suele haber tensiones con el mundo adulto. Por ejemplo, los niños suelen pedir una y otra vez el mismo libro, incluso ir repetidamente a la misma página. ¿Por qué a los adultos a veces nos cuesta tanto asimilar esa necesidad de los niños de repetir una lectura, una escena?

Tal vez ahí influye que los adultos tenemos la idea del libro para aprender algo, este concepto de que el libro sirve para aprender cosas. Pero los niños no leen libros para aprender cosas, o esto es bastante secundario. Cuando un niño elige un libro informativo sí tiene que ver claramente con aprender cosas: cómo funcionan las canillas, qué pasa en el fondo del mar o lo que fuere. Pero los niños leen libros, sobre todo cuando hablamos de literatura, por muchos motivos que no tienen que ver con el aprendizaje. Es posible que repitan un libro porque les da un enorme placer, porque les resulta divertido, porque quieren volver a estar en esa historia. Un libro es como un juguete para un niño, y vemos que reiteradamente juegan con un mismo juguete. Hay juegos que a lo mejor les duran seis meses como su preferido; con los libros pasa lo mismo. Además, los libros tienen historias que a veces tocan fibras muy íntimas, que no son explícitas, y la opción repetida tiene que ver con “este libro me hace pensar, en un sentido muy profundo, en algo que a mí me ocurre y en lo que me interesa seguir horadando”.

El libro se mete con un sentimiento, con una preocupación, con un deseo que necesita repetirse para poder componerse con lo que le está pasando. Yo diría, primero, que hay un derecho del lector a elegir el mismo libro tantas veces como quiera, y que esa elección repetida nunca es inocua, nunca es trivial, esa elección repetida tiene que ver con una necesidad. Es buenísimo que como adultos seamos respetuosos de esa necesidad, aunque a veces no entendamos demasiado bien qué es lo que está en juego.

María Emilia López (archivo, junio de 2024).

María Emilia López (archivo, junio de 2024).

Foto: Mara Quintero

Otra cosa que me interesa es la observación de que no hay un método para lecturar: es un vínculo que se construye entre los actores. Más allá de que, de todas maneras, hay pautas que se pueden inferir de tus planteos teóricos –y de los de otros autores–, esto implica una acción con un componente intuitivo, en la que la observación es un elemento fundamental: hay que estar atento y disponible.

Yo diría que no hay método pero sí una metodología que tiene que ver con la escucha, con la disponibilidad, con otra noción de tiempo. Si yo tengo que trabajar con maestros o con mamás y papás sobre construir las condiciones para lecturar, una de las cosas que diría es que hay que estar en el piso, estar a la misma altura, que los libros estén disponibles y construir una especie de burbuja de tiempo. Una burbuja de tiempo quiere decir que los celulares no van a estar presentes, que no vamos a aceptar interrupciones del afuera, que esta media hora nos vamos a dedicar a una burbuja de tiempo que no tiene interrupción.

Eso en el mundo contemporáneo es algo casi subversivo, porque estamos todo el tiempo atacados por distintas variables que hacen que no podamos dominar el tiempo. Tomar esa decisión es algo muy complejo porque la relación tiempo-sujeto está modificada, está muy alterada. Vivimos con relación al aparato. Esta variación en la relación tiempo cronológico-tiempo subjetivo es muy determinante en la relación con los niños. Entonces, construir esa burbuja de tiempo en la que no va a haber interrupción, en la que no va a haber otra cosa, en la que no voy a combinar leer con otras cosas, es importantísimo. Puede pensarse como un asunto metodológico, como una de las reglas básicas para lecturar. Va a ser un tiempo laxo en el que, a lo mejor, toda la media hora estamos con el mismo libro, o vemos un montón de libros porque estamos haciendo un picoteo, porque así estás hoy como niño con tu necesidad. Y muchas veces de eso se va construyendo un ritmo dialógico entre el adulto y el niño, nos vamos entendiendo, nos vamos conociendo en esa nueva faceta.

A partir de la afirmación de Walter Benjamin de que los grandes vigilan el “mundo de la percepción de los niños” decís que “clasificar libros para los inclasificables niños puede ser una tarea ligada a la belleza... o a la vigilancia”, y planteás el problema de “cómo se emancipan los pequeños lectores en las interacciones de la necesaria mediación adulta”. ¿Cómo funciona esta tensión?

Clasificar libros puede estar ligado a la belleza o la vigilancia, y yo creo que todavía está mucho más ligado a la vigilancia. Muchas veces se habla de seleccionar libros según la edad, y yo sostengo que la edad del lector o la lectora no es biológica sino cultural, pero todavía tiene muchísimo peso esto de libros para niños de dos a cuatro años, de cuatro a seis años, porque les interesan estos temas, y porque si no, no los van a entender. Creo que esos son dos prejuicios vigilantes sobre la posibilidad del lector.

Fijate que empezamos hablando del desarrollo, que casi siempre es mirado únicamente desde el punto de vista biológico. En este caso también. Cuando uno pregunta “qué me recomendás para un lector de cinco años”, piensa que la lectura es biológica. Los cinco años, sin ningún otro matiz, es un concepto biológico, mientras que la edad cultural, la experiencia cultural es totalmente variable de acuerdo a lo que te ha tocado, a lo que te han lecturado, a tu subjetividad: qué cosas te interesan, qué cosas te cuestionan en este momento.

Pasar de una selección desde la vigilancia a una selección desde la belleza es uno de los desafíos más importantes que tenemos como mediadores, tanto educadores, bibliotecarios y demás. Franco Berardi dice que la belleza está en el descarrilamiento de las representaciones. Me encanta eso y me parece que tiene que ver con lo que dice Benjamin sobre tutelar la soberanía del niño. Si la belleza está en el descarrilamiento, está en lo que se sale de la norma, en lo que se sale de lo previsible. Cuando seleccionamos libros por temas –como si fuera tan sencillo seleccionar libros por temas, ya que hay libros que ponen muchísimos temas en juego y el tema que para mí es prioritario no lo es para otro lector–, estamos anulando el criterio de belleza. Ya no nos interesa el descarrilamiento, que es lo propio del arte: decir de modos diferentes, observar de modos diferentes las cosas que ya están dadas. Y ningún buen libro literario se deja atrapar en un único tema. A veces hay un tema central, pero hay un montón, aparentemente secundarios, que se unen, se nutren, y los lectores hacen sus propias derivas temáticas. Para mí eso es casi una obsesión.