Así como ciertas ciudades pueden asociarse a la obra de determinados escritores –la Lisboa de Fernando Pessoa, la Londres de Virginia Woolf, la Buenos Aires de Roberto Arlt, la Nueva York de Paul Auster–, también hay autores que se han propuesto aprehender las particularidades de una ciudad, esto es, sus misterios, sus encantos, sus fealdades y, en definitiva, sus múltiples contradicciones, a partir de recorrerlas, observarlas y apresarlas en un volumen. El desafío se vuelve más interesante aún si el autor de marras escribe ya no sobre su ciudad natal sino sobre una en la que no se habla su idioma natal, adensando así la trama de sus cavilaciones y revelaciones.
Es lo que ocurre, para mencionar apenas dos ejemplos, con la novela La ciudad de la niebla (1909), en la que el escritor español Pío Baroja se apropia de la Londres de comienzos del siglo XX y la vuelve protagonista de la historia junto a sus personajes de carne y hueso (de ficción), y con Las voces de Marrakech (1967), el curioso diario de viaje que el escritor búlgaro Elías Canetti llevó durante su recorrida por la ciudad marroquí a mediados de la década del 50 del pasado siglo. Por esa misma senda se puede ubicar el flamante volumen Una traducción de París, del poeta, ensayista y traductor argentino Jorge Fondebrider.
A diferencia de una incursión puntual, que puede ser de unos pocos días, semanas o incluso algunos meses, y con cuyos sedimentos de percepción el escritor elabora a posteriori la obra sobre la ciudad en cuestión, en el caso de Fondebrider y París el vínculo se ha mantenido durante más de 40 años, diversificándose en varios viajes y estadías. Muchos de los largos períodos de residencia de Fondebrider en la capital francesa se han debido a las becas otorgadas por el Centre National du Livre para realizar sus investigaciones sobre Gustave Flaubert, Guy de Maupassant y Georges Perec, autores a los que ha traducido copiosamente (acaba de aparecer, de hecho, de la mano de la editorial Eterna Cadencia, su monumental traducción de la novela póstuma de Flaubert Bouvard y Pécuchet, que continúa la senda de sus anteriores versiones de Madame Bovary y Tres cuentos).
La condición de traductor de Fondebrider es el elemento clave de su abordaje de París, expuesto ya desde el título del volumen y evidenciado en su propia manera de recorrer y contar la ciudad: de igual forma que con los libros que traduce, el autor establece conexiones, se detiene en determinados elementos (calles, edificios, plazas, estaciones de metro, barrios), aporta datos precisos y conduce al lector con la pericia de un guía experimentado que evade todos los lugares comunes de la recorrida. La Torre Eiffel, por ejemplo, esa postal perseguida por todos aquellos que viajan a París, a cuyas espaldas ilustra miles de selfis exhibidas fugazmente en las historias de Instagram, es mencionada dos veces en Una traducción de París y de pasada, pues el recorrido de Fondebrider se interesa en otros aspectos de la ciudad luz. “Como se habrá visto, en mi París casi no hay iglesias, siendo una ciudad llena de ellas. Prácticamente, tampoco museos, porque, por un lado, los he visitado consecuentemente durante muchos años hasta que un día ya no soporté la idea de estar diez segundos delante de un cuadro y verme casi de inmediato obligado a desplazarme hasta el siguiente como lo indica el protocolo fijado por la multitud impaciente de visitantes”, escribe sobre el final del volumen.
Lejos del turismo de masas, de la versión reduccionista de una ciudad a un puñado de lugares abarrotados (y carísimos), largas filas de espera, innumerables puestos de suvenires y las mismas tiendas comerciales que operan en todas las grandes ciudades, el recorrido de Fondebrider por París es tan personal como cautivante, aunque en las cuatro décadas en que ha caminado la ciudad haya ido advirtiendo las insoslayables señales de la decadencia, pautadas, entre otros aspectos, por el consumo. Cuando reflexiona sobre la cantidad de librerías que rodeaban a la Sorbona durante sus primeras visitas a París, desaparecidas todas y ocupados sus puestos por locales de Starbucks, señala en una nota al pie: “Nunca entendí que una ciudad célebre por sus magníficos cafés y por la calidad de esa bebida consiente en afearse con esos engendros creados a imagen y semejanza de los estadounidenses, célebres en el mundo entero por no saber tomar buen café. Porque, convengamos, privilegiar la porcelana y la loza que le escriban a uno el nombre en un vasito de papel es más bien estúpido”.
Atravesado por un humor sardónico, siempre chispeante –el capítulo en el que Fondebrider y su esposa recorren los puentes de París, abarrotados sus laterales por millones de candados con nombres de enamorados (“un símbolo que a priori uno bien podría imaginar contrario al amor”), puede leerse como una deliciosa comedia de enredos–, Una traducción de París es un volumen erudito que interconecta la historia más antigua de la ciudad con los problemas del presente (como en el capítulo ‘Las huelgas del transporte’), que analiza la gestión de Joseph-Gaspard de Chabrol-Volvic, Claude-Philibert Barthelot y Georges Eugène Haussmann, los tres prefectos del Sena que, entre 1815 y 1870, terminaron de construir la ciudad prácticamente como se la conoce hoy, y que se acompaña por la presencia de otros ilustres caminantes de sus calles como Charles Baudelaire, Walter Benjamin y Julio Cortázar.
El libro es, también, una celebración de la amistad, de todas aquellas personas que alojaron a Fondebrider en sus múltiples viajes y que con él recorrieron algunos espacios de la ciudad, y finalmente Una traducción de París también funciona como uno de los tantos capítulos de una posible autobiografía del autor.
Una traducción de París, de Jorge Fondebrider. 296 páginas. Pre-Textos, 2023.