Desde hace décadas, la del historiador y politólogo Gerardo Caetano es una voz tan autorizada como familiar: su trabajo académico va de la mano con sus intervenciones públicas sobre temas que suelen cuestionar los rumbos del país. La aparición de un libro en el que reúne diversas facetas de su trabajo constituye un evento excepcional, no sólo en su carrera, sino en un ambiente en el que no suele producirse este tipo de ediciones integrales cuando se trata de autores en actividad.
La novedad de lo histórico: política, derechos, integración y democracia es parte de la serie Antología esencial que publica el Clacso y que reúne la obra de intelectuales latinoamericanos como los argentinos Elizabeth Jelin y Horacio González. Sobre el libro y lo que significa, conversamos con Caetano, que unas semanas atrás asumió como presidente de la Academia Nacional de Letras.
¿Esta antología puede ser una puerta de entrada a quienes quieran adentrarse en tu trabajo?
Yo diría que sí, que puede servir para eso. Fue un libro hecho con restricciones y con opciones. Las primeras tenían que ver con el espacio. La mayor parte de mis publicaciones han sido libros que he escrito solo o con otros; incluso algunos los he escrito en dupla y en otros casos he participado con otros liderando proyectos de publicación. Para esta antología elegí tomar textos de mi autoría –una parte; hay muchos más– y textos que hubieran salido en artículos de revistas especializadas o de prensa y que estuvieran dispersos, como una forma de reunirlos. Algunos de esos textos son muy difíciles de hallar, sobre todo para alguien que no conoce el rumbo. Por otra parte, elegí cinco focos temáticos, que no son todos, pero que de alguna manera engloban algunos puntos sobre los que yo he trabajado intensamente: la historia política del Uruguay y sus debates ideológicos; la cuestión de las identidades, de los derechos, de las relaciones entre memoria e historia; la historia del Mercosur y de los procesos de integración regional; referencias biográficas muy variadas, de gente que conocí y que no conocí; y luego un foco final centrado en la cuestión democracia y política en América Latina.
Por esa decisión de publicar trabajos de autoría exclusiva no aparecen tus colaboraciones con José Rilla, por ejemplo.
Claro, con Pepe Rilla hasta 2004 tenemos muchas publicaciones en conjunto, y he publicado con Raúl Jacob, con Hugo Achugar, he coordinado con José Pedro Barrán y con Teresa Porzecanski las Historias de la vida privada... El único de los textos que aparecen en coautoría es uno con Gustavo de Armas y Sebastián Torres, que forma parte de un libro que publicamos en 2014. Y ahora mismo, por ejemplo, estoy dirigiendo un grupo con Magdalena Broquetas en el que trabajamos las derechas y las nuevas derechas. Yo creo que no se investiga en soledad y que aun en textos de autoría propia siempre expresamos intercomunicaciones con otros. En ese sentido, yo diría que para hablar de mi trayectoria hay que hablar de eso, de cómo yo me he integrado en grupos, en programas, en instituciones, hablar de mis compañeros de ruta, con quienes he compartido muchas cosas. Aquí tenía que hacer una opción para recoger cosas que estuvieran dispersas. Podría haber hecho otra opción, pero tomé esta, que tenía un eje práctico y me permitía seleccionar con un criterio y poder referir algunos ejes temáticos de mis preocupaciones. Pero sigo pensando que cualquier investigador trabaja en instituciones, en comunidad, y que no anda solo.
La primera sección apunta a tus trabajos sobre el 900, la época en la que surgen grandes familias ideológicas en las que, de algún modo, todavía podemos reconocernos. ¿Cómo empezó el interés por ese período que desembocó en tus estudios sobre el batllismo, sobre el liberalismo y el republicanismo?
Los psicoanalistas siempre dicen que cada persona tiene su fantasma privilegiado. Bueno, yo creo que todos los historiadores tenemos nuestro período privilegiado. Yo he trabajado sobre historias largas de Uruguay, he trabajado sobre América Latina, he trabajado sobre otros períodos, incluso sobre el pasado más reciente, he hecho y hago análisis de coyuntura absolutamente signados por el presente, pero hay un período al que siempre vuelvo, el que me gusta más, en algún sentido, para bien y para mal: finales del siglo XIX, 1890 y la década del 30 del siglo XX. Hay razones prácticas: yo empecé a investigar en el Claeh bajo la dictadura. Allí había una opción en el programa de investigaciones que dirigía Carlos Zubillaga, que tenía que ver con un criterio académico pero también con las posibilidades de investigar bajo una dictadura, que era trabajar las tres primeras décadas del siglo XX. En ese período de alguna manera se configura una matriz de cultura política, de concepción de la democracia, una matriz incluso de vínculos entre el Estado y la sociedad que marcarían a Uruguay por décadas. Tu lectura respecto a que el debate sobre las grandes familias ideológicas del 900 todavía está presente entre nosotros es legítima, pero yo no lo hago con esa intención. No creo que sea un período de hegemonía batllista, creo que hubo dos grandes familias ideológicas, y aunque el batllismo tuvo un rol fundamental, también el Partido Nacional tuvo un rol fundamental, y dentro del Partido Nacional el herrerismo particularmente. La izquierda, además, ya comenzaba a tener una dimensión social, por supuesto mucho menor a la que tiene hoy. Para mí se define una matriz ideológica prevaleciente que es republicano-liberal, en ese orden, y se construye también un Estado social escudo de los débiles y un vínculo especial entre la política, el Estado y la sociedad civil que todavía nos habita. ¿Quiere decir esto que aquel debate de grandes familias ideológicas traduce o está expresado por la competencia política contemporánea, en donde de un lado está el Frente Amplio y del otro lado está la llamada coalición multicolor? No necesariamente, pero obviamente hay vínculos, hay cruces y eso tiene que ver con la relevancia de aquellas generaciones. En un contexto de época en el cual buena parte de los países latinoamericanos marcaban su impronta, Uruguay era un país pequeño, sobre todo en población, entre dos gigantes inestables, y construyó una matriz que en muchos aspectos tiene perdurabilidad, aunque yo siempre remarco la necesidad de evitar el anacronismo, que es la primera advertencia del historiador. Pero en Uruguay, a pesar de que es un país muy republicano, hemos tenido y todavía tenemos dinastías políticas muy fuertes. Hace 100 años José Batlle y Ordóñez era una de las figuras centrales, pero Luis Alberto de Herrera, que no formaba parte de su generación, también lo era, y Pedro Manini Ríos, el abuelo de Guido Manini Ríos, en 1913 rompía con el batllismo y construía lo que durante dos décadas y media sería el núcleo de la derecha colorada. También se matrizaba la laicidad, el vínculo entre religión y política. Entonces hay que jugar con esas líneas de larga duración, como diría Braudel, pero también hay que evitar la tentación del atajo anacrónico: “Ah, esto es aquello, esto es lo mismo”. No. Siempre hay novedad.
Ahí nos venimos al título del libro, que juega con algo que intuitivamente parece una contradicción: “la novedad del pasado”.
La historia de los títulos es fascinante. Podría hablar de muchos títulos y de cómo fueron definidos. Muchas veces los autores de los títulos no son los autores de los libros. En este caso le pedí el primer prólogo a Martín Puchet, un uruguayo que hace más de 40 años vive en México, un brillante intelectual con quien tengo un vínculo fraternal, y él en su prólogo justamente pone “la novedad de lo histórico”. Él es un economista, matemático, y marca la fascinación que tuvo al ingresar en el taller de un historiador. A mí me pareció fascinante la experiencia de un economista matemático que al prologar el libro hablaba de la novedad de lo histórico y de esta tensión: como tantas veces se dice, estábamos buscando respuestas para el presente y nos cambiaron el pasado. O creíamos que la respuesta era esta y nos cambiaron las preguntas. Yo creo que esa tensión entre pasado y futuro, entre novedad y continuidad, entre cambio y permanencia es de lo más fascinante del oficio del historiador. Uno diría que todos los historiadores están en la búsqueda del cambio, del acontecimiento que marca una inflexión, pero muchas veces buscando eso se encuentra con la continuidad. Otras veces ocurre al revés. De alguna manera Puchet había registrado esa tensión desde una mirada disciplinariamente externa. Le pedí permiso y le dije “acá está el título de la antología”.
Dijiste al pasar: “Uruguay, ese pequeño país entre dos gigantes”. Otro de los núcleos del libro es el Mercosur y la historia regional. ¿Uruguay es un lugar privilegiado para reflexionar sobre estos temas?
Otro referente que aparece muchas veces en el libro, al cual conocí y admiré, y con el cual puedo tener distancias y cercanías en muchas cosas, es el Tucho [Alberto] Methol. Él decía, y me han confirmado muchos colegas, no solamente en América Latina sino en el mundo, que Uruguay es una buena atalaya para observar y para interpretar el Mercosur, América Latina, y aun el mundo occidental. La idea de atalaya era maravillosa, porque el Tucho vivía en la punta entre [las calles] Brecha y Juan Carlos Gómez; literalmente parecía una atalaya desde donde se veía el Río de la Plata. La dimensión de la escala, sobre todo lo que se ve en lo poblacional, es una clave fundamental, se asocia mucho con otra idea que ha sido reiterada muchas veces en la historia uruguaya: la del país laboratorio. Ricardo Pascale hablaba mucho de ella, y el año pasado dos investigadoras argentinas publicaron un libro que se llama Laboratorio Uruguay. Un país de escala pequeña puede hacer cosas que un país de escala mucho más grande, como Brasil, no puede hacer, pero además la escala pequeña marca que es un país que necesariamente tiene que vivir hacia afuera, no puede depender de su mercado interno. Uruguay está marcado por la idea de la apertura. Tiene que estar abierto al mundo; la discusión es cómo. Uruguay no puede resolver sus asuntos como tantas veces lo ha intentado, para mal, a la uruguaya, en un mundo tan desafiante. Efectivamente, Uruguay es una buena atalaya para ver el Mercosur, pero también sufre al Mercosur. Es un país que vive en la región y no puede vivir contra la región, es un país cuya política exterior, como decía Luis Alberto de Herrera hace más de 100 años, tiene que definirse en función de círculos concéntricos: primero Uruguay, después Brasil y Argentina, después América Latina, y después el mundo. No puede saltearse todo eso, pero cuando tratar con Brasil y Argentina se vuelve tan diferente y cuando el Mercosur parece configurarse como una zona de sustitución de importaciones ampliada, obviamente que a Uruguay no le sirve. Tampoco le sirve a Uruguay, y vuelvo a recoger otra imagen de Herrera, ser un Gibraltar en el Río de la Plata, porque eso lo va a confrontar directamente con Argentina y Brasil. Desde Uruguay se ve claramente lo que el Mercosur no debe ser y no debió haber sido: un mercado que no se proyecta como la plataforma común para pelear al mundo. En un mundo en donde la energía es tan importante, el agua, los alimentos, la biodiversidad son tan importantes, vivir de espaldas a la región parece medio absurdo. La calidad de nuestras aguas no se define fronteras adentro, ni siquiera la de nuestros ríos. Nosotros podemos tener opciones energéticas que articulen con una de las regiones más potentes en materia energética en el mundo. Por eso yo creo, de manera crítica, que Uruguay es una buena atalaya para ver la región y también el mundo.
La región también aparece en la sección del libro dedicada a la democracia en América Latina. ¿Hasta qué punto la política uruguaya es sólo la política uruguaya? ¿Hay una tensión entre la historia fundacional uruguaya y el presente mundial?
Sí, y en el libro ese es uno de los asuntos. Yo siempre he estado en contra de la visión y del tropismo isleño de los uruguayos. Siempre he tratado de afirmar que Uruguay no se comprende fronteras adentro, que Uruguay no debe cultivar su visión excepcionalista, que no debe regodearse en sus diferencias con la región. Por supuesto que las tiene: basta mirar un poco. Es la única democracia de partidos que va quedando en América Latina y eso es un patrimonio y una diferencia. Uruguay tiene una historia institucional cargada de equilibrios que en otros países de América Latina no ocurren. La escala pequeña a nivel de población ha permitido cosas muy raras. Cuando vienen los historiadores extranjeros se quedan muy sorprendidos de que en Uruguay haya habido divorcio por la sola voluntad de la mujer en 1913 o de que ya desde el final del siglo XIX la laicidad era un concepto prevaleciente, y de que acá política y religión no se confunden, en un continente que sigue teniendo una matriz mayoritaria cristiana. Yo a veces digo que Uruguay, gracias a Dios, es el país más laico del mundo. Verdaderamente lo creo. Todo eso es diferencia, pero el cultivo de la diferencia no lleva a evitar la necesidad de tomar a Uruguay como un caso distinto pero comparable. Es aquello que decía [Eduardo J] Couture: la comarca y el mundo. Para entender a Uruguay obviamente hay que mirar afuera. Uruguay, como dice [José] Mujica, es un país de contrabando: contrabando de ideas, de gente, es un país donde prácticamente todo viene de afuera. Es un país que se construyó aluvionalmente, porque hasta 1850, cuando empiezan las grandes oleadas inmigratorias, era un país vacío y abierto al poblamiento. En todo lo que luego sería Uruguay había 200.000 personas, entonces obviamente si buceamos en nuestros abuelos o bisabuelos, en todas las tradiciones, lo absolutamente autóctono de Uruguay es muy poco. Como ha definido Jaime Roos: Uruguay es una ensalada con muchos ingredientes que tiene, sin embargo, un gusto especial. Por eso la tensión: Uruguay tiene cosas particulares, algunas habilitadas por su escala pequeña, otras por su historia, pero no es una isla y por eso cada vez que se dice “no, pero en Uruguay tal cosa no va a ocurrir”, “no, pero Uruguay es distinto”, teórica y metodológicamente es un camino al error. Muchas de las cosas que se decía que en Uruguay no iban a pasar finalmente ocurrieron. Creo que hacia adelante, con esta pulsión de mundo tan fuerte de nuestro tiempo, cultivar la vocación isleña y cultivar la visión del Uruguay excepcional es mala opción.
Methol condensó en el título de su obra más conocida, El Uruguay como problema, muchas de esas disyuntivas identitarias. En el capítulo más heterogéneo del libro también hablás de los consensos sobre derechos humanos de las últimas décadas y sobre la forma en que Uruguay afrontó la pandemia. Todo eso está en un capítulo referido a la identidad.
Viví como un enorme honor que cuando se incorporó ese libro del Tucho a la colección de clásicos uruguayos yo tuviera que hacer el prólogo, y estuve considerando fuertemente ponerlo en esta segunda parte del libro. Lo tuve que sacar porque no entraba. Creo que la idea del título y la idea de muchas cosas del libro tienen que ver con esto. El Tucho decía que la única manera de vivir efectivamente a Uruguay es vivirlo como problema. Era, otra vez, una idea muy buena. Vivir a Uruguay como problema no es negar su identidad, es evitar el provincianismo, es evitar, por ejemplo, el antiporteñismo como base de nuestra visión nacional, es evitar esta idea de “lo que ocurre en Argentina acá nunca va a ocurrir”. Consumir todo lo argentino –la televisión, las revistas, la novela argentina– pensando que nosotros somos distintos (y, por supuesto, mejores) es una visión provinciana. Borges –que se decía oriental, porque consideraba que el nacimiento partía de la concepción, y según su relato había sido concebido por sus padres en una estancia cercana a Fray Bentos, y que además creó muchos personajes memorables, como Funes el memorioso, que eran orientales– decía que un uruguayo en un continente muy nacionalista era casi un argentino. Eso a los uruguayos les sonaba espantoso. Sin embargo, luego cuando prologó el catálogo de la primera exposición de Figari en Buenos Aires, Borges dice que Figari es el primer pintor argentino y de inmediato aclara que no es imperialismo y empieza a desglosar por qué lo dice, a desglosar la región y la pintura de Figari y su paleta, y cómo expresaba una luminosidad especial y cómo eso era una tensión, una ensalada con un gusto especial. Para ver ese gusto especial hay que vivir a Uruguay como problema, porque si no, vas a creer que acá el gusto es la lechuga más el tomate más la cebolla, y en verdad el gusto son las especies y las formas que han agregado gallegos, asturianos, catalanes, napolitanos, turineses, piamonteses, franceses, ingleses, judíos, africanos. Todo ese mosaico es lo uruguayo. En clave geopolítica, en clave cultural, en clave política, en clave social, para ser entendido Uruguay tiene que ser vivido como un problema. Sobre todo se ve en su política exterior, pero también en múltiples dimensiones.
Más allá de lo que representa esta antología para nuevos lectores o para especialistas, algo que no encontrará aquí alguien que haga un trabajo biográfico son tus intervenciones en debates públicos. Sos de los intelectuales que eligen seguir interviniendo, y que además son escuchados. Ha habido varios hitos en tus apariciones; por nombrar sólo dos, tu posicionamiento contra un tratado de libre comercio con Estados Unidos durante el primer gobierno frenteamplista, y tus advertencias en 2019 sobre la aparición de un partido militar en Uruguay. ¿Esa disposición a participar en la conversación pública es un deber, un placer? ¿Cómo se ubica en tu obra?
Me viene desde el origen. Siempre ha sido una señal de identidad y un norte en el que creo. Creo que un intelectual –y ahí ya hay una postura: hoy hay muchos académicos que niegan que existan intelectuales, que reivindican que el intelectual no tiene que opinar sobre el mundo o sobre su sociedad, sino que tiene que perfeccionar su foco en un pequeño asunto y volverse un especialista– tiene que cultivar un vínculo, no solamente con relación a sus colegas, sino con relación a la sociedad en la que vive. Tiene que hablar para esa sociedad también, y de alguna manera lo tiene que tomar como un desafío de su oficio. No es que lo proponga como algo que tienen que hacer todos, pero por lo menos lo tomo como una definición propia, creo en la figura del intelectual público. Alguien que tiene un compromiso público de ser un huésped incómodo, muchas veces a contramano, indisciplinado respecto a los relatos más al uso en función de las referencias sociales, culturales, partidarias. Cuando la política está tan llena de lugares comunes y de relatos impuestos y de política del coaching, creo que el intelectual público tiene la función de decir “bueno, a mí no me parece”. Es una opción personal; siempre la he tomado como una obligación. Confieso que me ha hecho estar a la intemperie muchas veces.
¿Qué te ha costado y qué te ha brindado esa opción?
Me brinda algo que yo reivindico mucho: un eco. No el eco de quienes descubren la piedra filosofal con lo que yo digo, sino ayudar a pensar, problematizar los asuntos, no necesariamente para pensar como yo pienso, pero sí para “ver qué dice este sobre este tema”, y saber que lo que yo digo, en el error o en el acierto y tratando de fundarlo de la mejor manera, es sólo estrictamente lo que yo opino; por supuesto, con evidencias, con preguntas, con documentos. Pero nadie nunca podrá decir que yo hablé para un partido, para un grupo, para una institución. Reivindico eso como un gran honor. Me han ofrecido muchas cosas, y no solamente de un único partido, para hacer política, desde chico, y yo entendí que no. Eso no quiere decir que no tenga opciones políticas –las tengo–, pero es una cosa muy rara: yo creo mucho en la necesidad de los partidos, pero no podría formar parte de un partido, porque no puedo disciplinar lo que digo a lo que el partido necesita que diga, y entiendo que un partido no puede estar permanentemente tensionado por lo que un tipo dice en su leal saber y entender. Soy libre para opinar y eso me ha dado muchas satisfacciones, pero también me ha traído agravios, ataques, en muchos casos proscripciones, estar en listas negras, ha hecho que alguna gente milite especialmente contra lo que yo opino antes de leerlo o antes de escucharlo. Yo me precio de eso, y aunque no estoy en redes por una cuestión de voluntad –creo que pueden ser un maravilloso instrumento de comunicación, pero también un instrumento de destrucción masiva–, es una forma de encarar la actividad intelectual. No la propongo como la única forma, ni siquiera como la mejor. Me viene de mi historia personal: yo me formé en dictadura y mi primera definición es la democracia, y para que haya democracia tiene que haber personas que digan lo que piensan en el error o en el acierto, buscando fundar sus reflexiones y sin buscar nada más que la interlocución, la escucha. Eso que parece tan simple es cada vez más difícil y cada vez más peligroso. De alguna manera he elegido vivir en esa tensión, y puedo asegurar que es una de las cosas que me producen satisfacción. A la larga, cuando hacés el balance, decís “yo no me escondí, traté de colaborar desde mi visión”. Seguramente me ha dado mucho y seguramente me ha quitado mucho, pero en todo caso ha sido una opción deliberada que tiene mucho que ver con mi historia y mis orígenes.
La novedad de lo histórico: política, derechos, integración y democracia, de Gerardo Caetano. Planeta/Clacso, 2023.