La quinta novela de Lalo Barrubia es también la entrega 21 de la colección Discos, de Estuario Editora, que continúa publicando títulos en torno a las mejores o más representativas obras de la historia de la música uruguaya y rioplatense. Algunos libros de la serie tienen perfil más ensayístico, testimonial o crítico, y otros una impronta más ficcional; Ferrocarriles entraría dentro de esta última categoría, y su autora se vuelve la segunda escritora mujer en participar en la colección. Como aclara el título, aquí se inspira en un disco no tan recordado como merecería, que Jorge Galemire sacó en 1987.
No es la primera vez que Barrubia incorpora la música como tema o telón de fondo; más bien, en casi toda su narrativa está presente, aunque quizás no con tanta relevancia como en esta novela o la anterior, Rompe la quietud (Criatura, 2019). En buena medida, Ferrocarriles vendría a ser la otra cara de la misma historia y funciona como una suerte de spin off de aquella. Si en Rompe la quietud el protagonista y narrador era un yo masculino en primera persona, al que apodaban “el pálido”, en esta, la protagonista también en primera persona es “ella”, la que en aquel relato no tuvo voz ni nombre, aunque era constantemente referida. En ambas, la historia de la música de los últimos 50 años funciona como cortina para la historia de amor que se quiere contar.
Se trata de un vínculo inconcluso que perdura latente, en parte, por la imposibilidad de su concreción. El poder de las canciones para contener la historia, pero sobre todo para expresar lo que no puede ser dicho de otro modo, permite transmitir lo que los protagonistas no pueden verbalizar, en una muestra del poder del arte para resignificar momentos y darle sentido al pasado.
La relación en sí tiene algo de azaroso: vivir en un lugar de las dimensiones de Montevideo posibilita frecuentar los mismos lugares, los mismos bares si se comparten gustos, intereses o círculos sociales. Una podría trazar equivalencia con aquel azar que encontraba a Horacio y a la Maga en las plazas o puentes de París, su salir sin saber si iban a encontrarse, pero sabiendo bien los lugares donde eso podía ocurrir.
El relato oscila, vacila y se desdice en la propia escritura. En clave de memorias o confesiones íntimas, destaca el ritmo de escritura para recrear y reconstruir la oralidad y la voz coloquial de los personajes, que nos envuelven y nos hacen parte de su historia.
El libro se estructura con capítulos que llevan el nombre de las canciones del disco de Galemire, pero comienza por el lado B, y no por el A, porque así era como lo escuchaba la protagonista. Esto apunta a una forma hoy casi abandonada de escuchar música: tanto al vinilo como al casete se los escuchaba completos y de corrido, aunque divididos en lados.
La materialidad del propio objeto funciona como tema. En un tiempo en que el acceso a la cultura se daba a través de lo físico, comprar un disco o que alguien te hiciera una grabación casera equivalía al acceso al bien cultural, a la música, a lo nuevo, y también la posibilidad de ser parte de algo.
En forma análoga, aquí la memoria puede detenerse, rebobinarse, adelantarse hacia la próxima canción. A medida que el personaje recuerda, los hechos llegan, pero no siempre en orden cronológico. Son capítulos como escenas, fragmentos del pasado que a la vez se entreveran con las canciones, con sus sonidos, con el significado de sus letras y con el presente de la narración. Esta es una novela de crecimiento, con el tiempo como unidad de aprendizaje vivencial, de la juventud a la madurez del personaje, del vínculo y de la música.
Como las anteriores obras de Barrubia, esta no escapa a la representación generacional. Nuevamente Lalo se asume, por intermedio de su personaje, como portavoz de una generación que fue joven en la década de los 80, que vivió la salida de la dictadura con la estridencia de lo que estuvo aplacado por mucho tiempo. Algo de eso quedó documentado por Guillermo Casanova en la película Mamá era punk (1988), donde una jovencísima Barrubia es una de las entrevistadas. Aparecía allí otro costado de la esperada apertura democrática: la falta de oportunidades para los jóvenes y la consiguiente tentación de la huida. En ese sentido, en la narrativa de Lalo siempre aparece esa voz que puja, que se erige desde la impostura o la incomodidad: “La sociedad estaba empobrecida, la reciente y mal estacionada democracia perdía aceite a chorros y el futuro estaba cuestionado por falta de pruebas”.
En la novela se asoma constantemente lo social, la historia colectiva, la cultura y política de un país en un contexto particular, en sincronía con la obra de Galemire y el ambiente de músicos que frecuentaban La Barraca y tocaron con él. Galemire aparece como el que mejor representaba lo que estaba pasando en la música de ese entonces: había logrado sintetizar en Ferrocarriles lo que había cultivado de la música local y extranjera (la new wave, el pop y el rock de bandas como The Police o Talking Heads). Su disco es el centro, pero como dice la autora, también podrían haber sido el Autoblues de Fernando Cabrera, o Influencia, de Jorginho Gularte.
Ferrocarriles apareció en un intermedio de felicidad de fines de los 80: las canciones tienen una impronta de optimismo esperanzador, en el juego de las letras, en los arreglos de los instrumentos. La protagonista nos dice: “Todos nos dejamos subyugar por las vibraciones y las imágenes archivadas de los momentos en los que nos sentimos felices”. Cantar, bailar su música, la imagen de la felicidad unida a las canciones, cada una con su particularidad. No todas las canciones eran nuevas, y muchas después tuvieron otras versiones del mismo Galemire, pero el personaje prefiere quedarse con las que sonaron ahí, tan propias de un tiempo, de otro tiempo. Nada mejor para viajar un rato hacia él que este testimonio hecho novela.
Ferrocarriles, de Lalo Barrubia. 312 páginas. Estuario, 2023.