Como se sabe, la exposición prolongada al sol puede provocar diversas complicaciones físicas, tales como fiebre, daño cerebral, insuficiencia funcional de algún órgano e incluso la muerte. Al margen de la lectura clínica del fenómeno, la insolación en sí no es otra cosa que una manifestación del poder del llamado Astro Rey sobre la sempiterna fragilidad del cuerpo humano, una recordación de que toda vida está regida y determinada por coyunturas externas, tan caprichosas como inevitables, y que basta la fuerza de unos rayos solares atravesando el cuero cabelludo de un mortal para descomponerlo o desaparecerlo.
En su imprescindible Diccionario de símbolos, Juan-Eduardo Cirlot presenta al Sol como sucesor directo e hijo de Helio Apolo y, siguiendo a Alexander Krappe, sostiene que el astro hereda de aquel dios la cualidad de verlo todo y, por ende, de saberlo todo. Esa certeza del poder sobrehumano del sol la manifiesta muy bien la narradora de la novela breve Insolación, de la escritora montevideana Teresa Porzecanski (1945), cuando al principio mismo del libro dice: “El sol es un ser pensante –perverso– que se incendia a sí mismo. Lo supe desde el primer día de aquella insolación: géiseres, licuefacción, caldos que hervían desde la creación de los mundos estaban asolándome, amenazándome, en vigilancia perpetua”.
Insolación es la historia de una insolación, pero no del episodio concreto a partir de la mera exposición al sol sino de toda una vida atravesada por los ecos (o más bien los rayos) del episodio inaugural. El disparador del relato es la insolación que la narradora, entonces una niña de ocho años, padeció cierta vez mientras caminaba por unos médanos. La imagen previa a la insolación aparece a pleno en la página 101 del volumen, luego de que se acalla la voz narradora, en un interesante juego de ribetes autobiográficos, que cuestiona y al mismo tiempo diluye la autoría y el protagonismo del relato que acabamos de leer: la autora niña y su hermano aparecen subidos a la parte trasera del auto del tío Victorio, en medio de la ambientación de una casa de balneario, en la década del 50 del siglo pasado.
A partir de la foto familiar que antecede la insolación que padecerá la niña por varios días (“Después de lo que parecieron horas sin tiempo, ya bajo la sombra de los aleros de la casa, comencé a sentir que me caía, me mareaba, sucumbía... Así estuve días y noches, noches y días, mi abuela venía a ponerme paños fríos en la frente y en los labios resecos, me tomaba la temperatura y me hacía beber jugos de raíces crudas, brebajes macerados con plantas raras, y alguien se sentaba a leerme cuentos de los que yo perdía el hilo en los primeros minutos”), se desarrollan y ensamblan las diversas historias que atraviesan esta breve novela, pautada por encuentros, desencuentros, una inestable pátina erótica, ausencias y diversas búsquedas e interrogantes espirituales.
La progresión argumental se desarrolla a modo de viñetas de no más de una página y media, abriendo el juego a un proceso de condensación y a un manejo algo arbitrario de la elipsis. Cuando el elemento místico se hace fuerte en el relato, la voz de la narradora parece por momentos perder el rumbo, entregándose a una suerte de relato enfebrecido por la propia insolación. De esa forma, la historia del rabino y cabalista Izjak (ben Solomón) Luria Ashkenazi (1534-1572) se cruza con la del anciano vendedor de esponjas Ziskin Sanman, con el recuerdo de Ernesto, un amante, con los textos que a la narradora le remite un tal Cusiel y con la presencia de una silenciosa modista que vive en la puerta de al lado a la de la protagonista. Da la sensación de que tamaño mejunje argumental requeriría de un espacio más amplio para alcanzar una mayor cohesión interna y para que cada una de las líneas argumentales abiertas se ensamblen (o no) en un todo, que deje atrás la condición de meros bocetos que muchas de ellas terminan adoptando.
A lo largo de su vasto trabajo literario, que ha sabido abrevar en la novela, el cuento, la poesía y el ensayo, Teresa Porzecanski ha dado pruebas más que sobradas de un claro dominio de la escritura, razón por la cual no dejan de llamar la atención algunos pasajes descuidados de Insolación, tales como un “ya lo dijimos” que aparece en la página 33, o “la música asciende de volumen” en la página siguiente, por no hablar de “¿Alguien se habría adueñado de su casa tal vez o el mismo Rufo, anduviera por donde anduviera, se habría dividido en dos?” y de “se frotaban sin ilusión contra el interior de las cacerolas cuando estas no querían liberar sus residuos”, que descolocan al lector.
Novela de extensión breve pero de una densidad contenida, Insolación se termina agotando en su propio cruce de tramas y en el endeble hilvanado interno que se propone unirlas en una aparente totalidad. Como un efecto secundario de la insolación original, aquella que afectó a la narradora cuando era niña prodigándose en el relato de toda una existencia, también sobre este libro brilló en demasía el sol.
Insolación, de Teresa Porzecanski. 104 páginas. Criatura, 2023.