El 1° de junio de 1988, desde algún lugar de Virginia, Sam Shepard, entonces de 45 años, le escribió una carta a su amigo y exsuegro Johnny Dark, diciéndole al final: “No sé qué más decirte salvo que ocasionalmente extraño esos días increíbles en los que nos drogábamos y vagábamos por los mercados o andábamos en moto o simplemente observábamos la vida y hacíamos viajes mentales. Hubo algo grandioso en esa época, pero supongo que se ha terminado. Es difícil creer que las cosas pasen así nomás, pero supongo que uno simplemente continúa con la siguiente saga en su vida”.

En ese párrafo perdido se cifra la clave ontológica de la visión de Shepard de lo que, por conveniencia o comodidad, llamamos el transcurrir, pero, también, la asunción de que la existencia se encamina inevitablemente hacia un final, agotadas las diversas sagas que la componen.

En los meses previos a su muerte, ocurrida el 27 de julio de 2017 a los 73 años, y mientras la esclerosis lateral amiotrófica se cebaba con su cuerpo, limitándole el movimiento de los miembros, Shepard escribió la breve novela Espía de la primera persona, pieza que se convertiría en su testamento literario y que concluiría –aunque mientras haya baúles con papeles e hijos asesorados por abogados el verbo siempre será difuso– una de las obras más importantes de la ficción estadounidense de las últimas décadas, con mojones tan destacados como Luna Halcón (1973), El niño enterrado (1978), Crónicas de motel (1983), Locos de amor (1983) y El gran sueño del paraíso (2003). Dejo fuera de estas consideraciones, no por falta de importancia sino porque quiero centrarme en la labor estrictamente literaria de Shepard, su prolongada vinculación con el cine, que va desde su trabajo como actor en películas como Days of Heaven (Terrence Malick, 1978), The Right Stuff (Philip Kaufman, 1983) y Black Hawk Down (Ridley Scott, 2001) a su condición de guionista (o más bien coguionista) en obras tan diversas como el grandilocuente bodrio Renaldo and Clara (Bob Dylan, 1978) y el icónico film Paris Texas (Wim Wenders, 1984).

La obra literaria de Shepard explora como muy pocas entre las de sus generacionales lo fragmentario, lo no dicho y la brevedad convertidas en fortalezas expresivas. El ejemplo de lo anterior es la disposición escritural de Crónicas de motel, que fuera su primer libro traducido al español de la mano de la editorial Anagrama: relatos breves se entrecruzan con poemas a modo de registros dispersos, entre fotografías de carretera (la noción de desplazamiento es otra clave de la escritura de Shepard), para componer un tomo de tintes autobiográficos que funciona, además, como un mapa de ruta por la América de las autopistas y los moteles, las carreteras secundarias y las estaciones de servicio. La misma disposición hacia lo fragmentario y lo autobiográfico puede apreciarse en otro texto clásico de Shepard, Rolling Thunder. Con Bob Dylan en la carretera (1977), que documenta la gira que en 1975 el autor de “Like a Rolling Stone” y su banda emprendieron por 22 ciudades del noreste de Estados Unidos.

Espía de la primera persona despliega una vez más el estilo fragmentario y condensado de Shepard, con una impronta netamente autobiográfica: en el centro del relato hay un hombre postrado por una enfermedad, que requiere de la permanente atención de sus familiares, mientras que, del otro lado de la calle, alguien espía sus movimientos. La suma de fragmentos alterna las voces de los narradores, de tal forma que en ocasiones habla el espía y en otras el espiado, aunque uno y otro se confunden, se entremezclan y se afantasman, tal como percibe la realidad la mente de un hombre enfermo, cuya condición sobre el universo subrayan la tristeza y la finitud que lo aproxima al irreversible final.

Hay en el relato una recurrencia a aprehender vivencias por intermedio de una memoria fugaz y deshilvanada, que hibrida la experiencia personal con la de toda una época, para el caso la década de 1970, clave para el narrador y también para el autor, como ejemplifica este pasaje: “El período que intento recordar, el período que pretendo evocar aquí es frágil. Como una costra muy reseca que te toqueteas. Ese período está borroso. No lo tengo muy claro. Debió de ser…, debió de ser, diría que a mediados de los 70. O por ahí. ¿Qué sucedió? No lo recuerdo bien. Camboya. La ofensiva del Tet. Helicópteros derribados. El Watergate. Muhammad Ali. Flota como una mariposa, pica como una abeja. El rey castaño de la Triple Corona que ganó en Belmont por 32 cuerpos. Da igual cómo hiles los recuerdos, es imposible escapar de la confusión de esa época”.

En la nota final se informa que Shepard comenzó a redactar este libro en 2016, escribiendo las primeras páginas a mano, debido a que ya no podía utilizar la máquina de escribir por las complicaciones de su enfermedad. Luego grabó otras partes de la novela, que sus familiares transcribieron, y sobre el final tuvo tiempo de revisar el manuscrito con la ayuda de Patti Smith, su amiga de larga data. Tamaña entrega a su arte –que recuerda a la que, por las mismas fechas, llevó adelante el escritor argentino Ricardo Piglia, aquejado de la misma enfermedad, que terminó de escribir Los casos del comisario Croce con un hardware que le permitía redactar a través de la mirada, al no poder valerse ya de sus manos–, desarrollada, como se dice, hasta el último día de su vida, vuelve más que destacable esta obra póstuma de Shepard y, aunque no se encuentra a la altura de sus grandes textos, justo es decirlo, su irrupción en las mesas de novedades de las librerías no deja de significar otro triunfo del Arte, así, con mayúsculas, sobre la Muerte, irremediablemente también con mayúsculas.

Espía de la primera persona, de Sam Shepard. 104 páginas. Traducción de Mauricio Bach. Anagrama, 2023.