En el ámbito de la música popular uruguaya –una entelequia tan amplia como heterogénea que, cual criatura de Frankenstein, se compone de elementos diversos e incluso contradictorios–, la obra de Osiris Rodríguez Castillos (1925-1996) constituye en sí misma una anomalía. Formada por intereses y cualidades múltiples (atento observador de los modos y las costumbres de los más humildes, poeta de elaboradas imágenes que nunca se vuelven mera retórica, compositor que abreva en géneros musicales olvidados o cultivados por muy pocos, diestro ejecutante de la guitarra, cantor de reposado registro y decidor más que recitador de poemas que se vuelven canto), la obra de Rodríguez Castillos sentó escuela y se volvió “de culto”, sin perder nunca el carácter popular.
Basta como subrayado de esto último atisbar la innúmera cantidad de versiones que hasta el día de hoy siguen recibiendo algunas de sus piezas más conocidas, tales como “Gurí pescador”, “La galponera”, “Décimas a Jacinto Luna” y “Domingo de agua”. Esa celebrada condición anómala que volvió a este artista único e incomparable, precursor y maestro de muchos, ya se encuentra presente en su primer disco, Poemas y canciones orientales, editado en 1962.
62 años después de la aparición de aquel disco, dos inquietos investigadores del acervo folclórico nacional, auténticos detectives salvajes de la música popular uruguaya y de la región, a saber, Hamid Nazabay (1978), en cuyo legajo se encuentran trabajos sobre Amalia de la Vega, Arturo de Nava y Aníbal Sampayo, entre otros, y el escritor Martín Palacio Gamboa (1977), que ha hurgado en la vida y obra de Carlos Molina, Clemente Padín y poetas brasileños varios, acaban de publicar dentro de la batalladora, ecléctica y algo despareja colección Discos de la editorial Estuario el libro Poemas y canciones orientales. Osiris Rodríguez Castillos, en el que diseccionan el álbum inaugural de quien se propuso fundar (dado los raptos de egolatría a los que era tan afecto), más que contribuir como otro más, un cancionero netamente uruguayo.
Luego de dos sendos y documentados capítulos que ofician como una suerte de introducción –“Había que hacer un cancionero uruguayo” y “Detesto los discos”–, en los que los autores ubican a Rodríguez Castillos en el contexto cultural y sociopolítico de su época (el tratamiento de ciertos temas sociales en sus canciones, la inmediata emergencia de la canción de protesta, la necesidad de distanciarse del folclore argentino que permeaba el repertorio de otros cantores locales, el sistema de trabajo discográfico) y subrayan su particular situación en el ambiente (“La performática osiriana era la del solista con su guitarra. Mientras cantaba o recitaba, ejecutaba las obras. En eso hay un sistema de alta complejidad, que involucra lo motriz y lo neuropsicológico. Porque tocar esas obras, y además realizar la puesta en voz precisa y eficaz, desde la técnica del canto o el recitado, sumada a los imperativos interpretativos, es absolutamente complejo. No abundan casos como el de Osiris en la música popular”), Nazabay y Palacio Gamboa proceden a analizar cada una de las 12 pistas que conforman Poemas y canciones orientales.
La rigurosidad quirúrgica puesta en la exégesis de cada pieza del disco, las múltiples conexiones establecidas a la interna de cada canción y en su vínculo con las obras de otros artistas, el puntilloso desmenuzamiento de la cuestión netamente musical (que va más allá de estudiar el abordaje que Osiris realizó de géneros como la canción norteña, la milonga, el cielito y el gato para introducirse en la técnica del ejecutante para cada obra) y la profusa documentación, que va desde un pormenorizado relevamiento bibliográfico al registro de testimonios puntuales de allegados al artista, con un aparato de notas al pie que bordea las 300, convierten al volumen en uno de los textos más exhaustivos dedicados a una obra discográfica particular en nuestro medio.
Entre los múltiples hallazgos que ofrece este libro pueden mencionarse, a modo de simples ejemplos, el análisis del vínculo que los autores establecen entre Rodríguez Castillos y el cantautor brasileño Dorival Caymmi (1914-2008), particularmente entre la canción “Gurí pescador” y el primer LP del bahiano, Canções praieiras; la forma en que Osiris recupera y actualiza un género entonces olvidado, e indefectiblemente unido a cierta impronta identitaria nacional de la mano de Bartolomé Hidalgo, como es el cielito, en el capítulo dedicado a “Cielo de los tupamaros”; la contextualización de la incorporación de un riff blusero en la magistral canción “Caminos de los quileros” –la obra cumbre osiriana, a juicio de este escriba–, y la impronta de Johann Sebastian Bach (1685-1750) en la milonga “La galponera” (otro hit inevitable de Osiris) y su particular disposición del contrapunto, que convierten la pieza en la obra más compleja del autor. A modo anecdótico, los autores recuperan en el capítulo dedicado a esta milonga el pasaje de una entrevista al escritor argentino Rodolfo Fogwill (1941-2010), en el programa Al pan, pan, de Radio Sarandí, pocos días antes de su fallecimiento, donde con su característica exaltación se refiere a “La galponera”: “Yo la tengo en mi notebook y se la he hecho escuchar a músicos de todo el mundo [...] a directores de orquesta, no pueden creer [...] ¡Hace un contrapunto!... con la misma mano toca una milonga y un candombe a la vez”.
Ameno y erudito, de apabullante documentación y prístina escritura, con una prosa que fusiona los estilos propios de cada uno de los autores en un fraseo particular –todo un logro en sí mismo–, este libro es de lectura obligatoria (sin coerciones, claro) para todos aquellos interesados en la música popular en general y en la obra de Osiris Rodríguez Castillos en particular.
Poemas y canciones orientales. Osiris Rodríguez Castillos, de Hamid Nazabay y Martín Palacio Gamboa. 240 páginas. Estuario, 2024.