La muerte del hermano mayor, una figura rebelde dentro del ámbito familiar que logró la fama como artista musical, reúne a los otros dos en un cementerio de Zaragoza. Pero no cualquier cementerio, sino uno alemán, que ha recibido durante décadas los cuerpos de los descendientes de los colonizadores que llegaron a España desde Camerún cuando en 1916 la nación africana fue conquistada por aliados durante la Gran Guerra.

Según Fede Schuster, uno de los hermanos y uno de los narradores rotativos que se van turnando los episodios, aquel es “un cementerio de nazis medio abandonado”. Y de ello irá hablando Los alemanes, última ganadora del Premio Alfaguara de Novela, lo que supuso su publicación simultánea en todo el territorio de habla hispana y 175.000 dólares para el autor, el español Sergio del Molino.

Esta novela habla de nazis y de la decadencia de una familia que supo ser puntal en la elaboración de embutidos y que luego se fue cayendo a pedazos como las letras que reciben a los deudos cuando llegan al cementerio. Los “alemanes del Camerún” ya no son lo que eran porque se han dispersado por España y el resto de Europa y porque sanamente han diluido su sangre con la de otros, aunque los Schuster (los mismos de las salchichas Schuster) todavía se aferran al alemán como segundo idioma, a las frases que aprendieron de sus padres y a la mitología de su regreso al continente europeo, un siglo atrás.

El motor de la historia es conocido: la muerte de un integrante de la familia obliga a replegarse, a repensarse, a evaluar las dinámicas pasadas y presentes. Fede y su hermana Eva reconectan ante la ausencia de la persona que hacía de pegamento fraterno. Él da clases en Alemania y ella se dedica a la política local, pero aquello que los une surge en cada visita a la taberna local, donde la bebida se mezcla con delicatessen salida de algún cerdo.

Cada uno de ellos tiene, a su vez, una relación que motiva las reflexiones sobre la germanidad y sobre la identidad en general. Son necesarias para que el autor vuelque sus inquietudes en forma de monólogos, algunos internos y otros que surgen en mesas de bares y cafetines. Son párrafos largos, durante los cuales el interlocutor escucha atentamente. La acción es, casi toda, acción pasada que lenguas no muertas recuerdan en charlas demasiado unidireccionales.

Por suerte Sergio del Molino sabe cómo hilar pensamientos, anécdotas y hechos históricos. Se habla de Gabi, el hermano fallecido, y de aquella noche en que recibió una golpiza de parte de su padre, pero también se habla del apoyo de Hitler a los alemanes en el exterior y de quienes escaparon al finalizar la Segunda Guerra Mundial y encontraron en Franco a un huésped perfecto.

La muerte es el motivador de las primeras charlas, pero lo que motiva la acción es la llegada de las caras visibles de un grupo de empresarios israelíes que hacen con equipos deportivos lo mismo que con muchas viviendas en los reality shows: comprarlos en ruinas, ponerlos más lindos y venderlos a un precio mayor. En Zaragoza, planean una inversión millonaria que incluye la construcción de un barrio entero y un centro comercial. El único obstáculo es el voto negativo de Eva.

Al cierre de la página 53 llega la frase que sacudirá a los protagonistas hasta el final: “¿Tú estás segura de que tu familia no puede hacerte daño?”. Los israelíes arrojan el chantaje sobre la mesa, que luego se extenderá a las actividades de Fede y mantendrá en vilo a los Schuster mucho más que a los lectores, que en ningún momento pueden imaginar un secreto más fuerte que todo lo que se cuenta a viva voz sobre los nazis. Cuando se devela, está más cerca del parto de los montes, aquel del que nacía un ratón.

“¿Heredan los hijos la culpa de los padres?”, se preguntaba el jurado que le dio el premio a Los alemanes. Para Ziv y Gal, quienes buscan cerrar el negocio del club de fútbol, no caben dudas: “El nazismo se transmite por la sangre. No es una ideología, es una enfermedad, como la hemofilia o la diabetes. Y creo que la culpa se hereda y que los crímenes de nuestros antepasados son nuestros también”, dice uno de ellos. La reparación histórica queda perdida dentro de la condena por portación de apellido de este par de chantajistas.

Seguimos leyendo porque queremos saber qué sucederá después de las contracciones de los montes. Sergio del Molino sabe cómo contar historias, aunque por momentos acapare demasiado la atención con cada uno de los personajes a los que les toca contarlas: todos son hábiles declarantes, protagonistas de charlas Ted, menos interesados en la conversación que en la oratoria.

Cuando la bomba de información explota, varias piezas del tablero se ven zarandeadas por la onda expansiva. Más allá de la presencia de una figura real que es reducida a la caricatura que nos quieren vender sus detractores (página 287), la modificación del statu quo obliga a los protagonistas a hacer algo más que hablar del otro lado de la mesa de un bar. Los alemanes de Zaragoza se enfrentan a un nuevo desarraigo y a una nueva búsqueda de la identidad, que seguramente los vuelva mejores personas, aunque más no sea por una culpa heredada de la que el texto los hace demasiado responsables.

El autor refresca los temas de siempre en base a una voz atractiva, de la que claramente está enamorado. El golpe de timón llega muy cerca del final, pero nadie puede decir que el resto del viaje no haya sido disfrutable.

Los alemanes, de Sergio del Molino. 336 páginas. Alfaguara, 2024.