De forma paralela al largo río de tinta que corre desde hace décadas sobre la dictadura cívico-militar, que incluye el abordaje a los años propios del régimen (1973-1985), el fermental período previo y las repercusiones tras la vuelta a la democracia, compuesto por ensayos, testimonios, autobiografías, biografías, entrevistas e investigaciones periodísticas del más variado tenor, avanza otra corriente, más angosta en su cauce pero inagotable también, ocupada por los libros de ficción sobre el mismo tiempo histórico. Un listado posible, parcial y decididamente arbitrario podría incluir títulos como El color que el infierno me escondiera (1981), de Carlos Martínez Moreno, La balada de Johnny Sosa (1987), de Mario Delgado Aparaín, Hoy fue uno de esos días (1993), de Milton Fornaro, El furgón de los locos (2001), de Carlos Liscano, La piel del otro: la novela de Amodio Pérez (2001), de Hugo Fontana, Saltos mortales (2002), de Sylvia Lago, Ojos de caballo (2005), de Henry Trujillo, Las arañas de Marte (2011), de Gustavo Espinosa, Todos mienten (2017), de Rafael Massa, y Entusiasmo sublime (2017), de Juan Estévez. En ese mismo estante puede acomodarse el flamante volumen El viaje, del fotógrafo devenido novelista Armando Sartorotti (1956), que se alzó con el máximo galardón del 29° Concurso Narradores de la Banda Oriental.

Breve, compuesta por capas espaciales y temporales que se cruzan de formas diversas (el eje Uruguay-Argentina entre 1973 y 1976, Suecia entre 1976 y 2009 y Uruguay, más específicamente Montevideo, en 2009), con una voz en primera persona ocasionalmente interrumpida por textos epistolares, la novela sigue el viaje de regreso a Uruguay del exiliado Pablo Sanromán Wojcik luego de 33 años de residencia en territorio sueco. El universo íntimo de los afectos por familiares y amigos se entrevera con la logística propia del desplazamiento y el redescubrimiento del país natal, al tiempo que al impulso del relato de las peripecias del periplo afloran los recuerdos de aquellos años duros. El resultado es un texto fragmentario, de ágil progresión argumental, una escritura llana (por momentos periodística) y un omnipresente elemento emotivo que dos por tres peligra con provocar el hundimiento de la trama en un exceso de añoranza y extrañamiento.

En el centro de El viaje, como núcleo secreto de la acción y de los desplazamientos del protagonista por la ciudad de Montevideo que acaba de recuperar luego su ausencia, se encuentra “la tatucera de Talcahuano”, un espacio oculto en una vivienda que fuera adquirida por el Movimiento en los años álgidos de la lucha armada. Alrededor de ese espacio arquitectónico, no registrado por el contralor inmobiliario oficial de la ciudad, Pablo Sanromán Wojcik intentará una doble recuperación –que no se describirá acá para no arruinarle el viaje a quienes aún no se acercaron a la novela–, pautada por una de las figuras literarias más ricas de la ficción norteamericana del siglo XIX, a saber, el Wakefield de Nathaniel Hawthorne (convenientemente señalado por Martín Lasalt en el prólogo), protagonista del cuento homónimo publicado por primera vez en la revista New-England, en 1835, y que ha sabido latir tanto en las ficciones de Franz Kafka como en las de Paul Auster.

Cuando el elemento emotivo despeja el cielo argumental, Sartorotti logra los mejores momentos de la novela, como el cruce clandestino del río Uruguay que el protagonista emprende en 1974 para llegar desde suelo argentino a Salto. El despliegue narrativo intensifica la tensión y el peligro se palpita, verdaderamente, línea tras línea, página tras página. Algo similar ocurre con el relato del vínculo que Pablo Sanromán Wojcik mantiene con su hermano médico y con su cuñada una vez vuelto a Uruguay. En esa historia dentro de la historia, y a diferencia de lo que ocurre en otros momentos más explícitos de la novela, Sartorotti se vale de sutiles trazos o de cuidadas elipsis para conformar un complejo entramado familiar.

En cuanto a la escritura en sí, el punto más débil de la novela se encuentra en los textos epistolares, que remedan el lenguaje íntimo, de entrecasa, que se mantiene con un corresponsal frecuente, de la propia familia, y que en su pretensión de no dejar fuera determinada información que puede ser clave para la trama lleva a la sobreexplicación, como cuando en un momento de una carta a su madre, por ejemplo, el protagonista narrador escribe: “Todavía no me recupero de la muerte de Zalma, mi hermanita” (acotación de vínculo innecesaria frente a la progenitora). Hay también decisiones extrañas, como aclarar en una nota al pie: “Antel: Telefónica del Estado. Uruguay”, pues si la intención de este paratexto fue la de brindarle información precisa a un eventual lector extranjero, el autor también debió precisar en otras notas qué significan El Día, la Onda y el Sorocabana. Al margen de estas imprecisiones de estilo, El viaje se lee como una concentrada novela episódica, con una cuidada pátina noir y un interesante desglose de esa condición a la que se han visto obligadas muchas personas durante gobiernos militares: la clandestinidad.

El viaje, de Armando Sartorotti. 128 páginas. Ediciones de la Banda Oriental, 2024.