Leila Guerriero conoció a Silvia Labayru por un artículo que publicó Página 12 en marzo de 2021. Para ese entonces Labayru llevaba más de 40 años sin hablar públicamente y no porque no tuviera nada que decir. En ese artículo, titulado “El secuestro de Silvia Labayru. La llegada a la ESMA y el parto en cautiverio”, está el origen de La llamada: un retrato, la última producción de Guerriero. Un libro que, como toda la obra de la autora, sitúa al periodismo en lo mejor de la literatura de la realidad.
Silvina Labayru integraba la organización armada peronista Montoneros, donde militaba en el sector de inteligencia, que dirigía el escritor Rodolfo Walsh. Tenía 20 años y estaba embarazada de cinco meses cuando la secuestraron y llevaron al centro clandestino de tortura y exterminio que la dictadura militar argentina montó en el Casino de Oficiales de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada. Entre 1976, año en que Labayru llegó a la ESMA, y el fin de la dictadura, en 1983, por allí pasaron unas 5.000 personas. La mayoría fueron asesinadas y enterradas sin nombre en fosas comunes o lanzadas al Río de la Plata en los llamados “vuelos de la muerte”. A las embarazadas las mantenían con vida hasta que daban a luz. En casi todos los casos los bebés eran entregados a militares o policías que los criaban como hijos propios, mintiéndoles sobre su origen e identidad.
Al menos 37 mujeres parieron en la ESMA, les robaron a sus hijos y las hicieron desaparecer. Ese era el final que también esperaba a Labayru, pero algo torció su destino y la salvó junto a Vera, la niña que parió en la mesa donde la habían torturado.
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Ese algo que salvó a Labayru es que, además de sitio de tormento y muerte, la ESMA también fue el escenario donde se desarrolló un siniestro proyecto político cuyos hilos manipulaba el almirante Emilio Massera y ejecutaba Jorge Acosta, el Tigre. En la ESMA, y por cuentagotas, algunos secuestrados eran rescatados de “capucha”, donde, torturados e inciertos, esperaban la muerte, para ingresarlos a “la pecera”, donde empezaban un proceso que los marinos llamaban “de recuperación” y que quizá los devolvería a la vida. Nadie podía elegir ser de la partida. Simplemente lo convocaban. También podían en cualquier momento ser dados de baja. Siempre sin motivo.
“Una persona podía entrar en proceso de recuperación, ser puesta en libertad y enviada a otro país. [...] Una persona podía entrar en proceso de recuperación y ser ejecutada. Los motivos por los cuales el destino era uno u otro son oscuros, y terminan en el mismo callejón: no se sabe. La arbitrariedad garantiza un pavor perfecto: infinito”, dice Guerriero.
Mercedes Carazo, una oficial mayor montonera de gran prestigio entre los suyos, fue la salvadora de Labayru. Licenciada en Física, inteligentísima, a los marinos les gustaba hablar de política con Cuqui, como la llamaban los compañeros de militancia. Ella había subido a la pecera y pidió que trajeran a la joven embarazada porque necesitaba sus servicios. “A Mercedes Carazo le debo la mitad de mi vida, porque gracias a ella dejé de ser un número”, dice y repite su protegida. Carazo también fue quien entregó a Vera a la abuela materna cuando los marinos decidieron liberar a la bebé y dársela a su familia biológica.
La “hermana” de Astiz
Con seguridad otros hechos ayudaron a Labayru a escapar de la muerte. Venía de una familia de militares, era políglota, viajada, tenía clase y una belleza que aturdía. La autora y todas las personas entrevistadas en el libro no pierden oportunidad de evocar su hermosura física y su encanto personal. Con ese equipaje propio y heredado la joven ingresó al “staff”, etiqueta usada en la jerga naval para referirse al grupo de hombres y mujeres que hacían las más variadas tareas en régimen de trabajo esclavo.
El proceso de recuperación de las mujeres suponía obligaciones extra: adoptar un estilo “femenino” de vestir, maquillarse, cuidar la línea y entregarse a un marino. “Todavía no has demostrado que estás recuperada porque tú no has puesto los dedos”, le advirtió el Tigre Acosta, recordándole que no había entregado a ningún compañero. “La forma de demostrar que no nos odiás es que tengas una relación con alguno de los oficiales”, concluyó. Dos meses después de parir a Vera, otro marino, Alberto González, a quien llamaban el Gato, la violó. A partir de ese momento y hasta el final del cautiverio fue su esclava sexual. La mujer del marino también participaba en las violaciones que tenían lugar en casa del padre de Labayru cuando este estaba de viaje o en la propia casa de González.
Pero la prueba más dura y abyecta a la que debió someterse como una ordalía aún no había llegado. Obsesionados con las Madres de Plaza de Mayo, los marinos infiltraron en el grupo al capitán Alfredo Astiz, seguros de que descubrirían la mano de la subversión escondida en la naciente organización. La operación terminó con el secuestro y la desaparición de tres madres, dos religiosas francesas –de quienes los marinos se burlaban llamándolas las “monjas voladoras”–, dos familiares de desaparecidos y cinco militantes de derechos humanos.
A Labayru la obligaron a ser parte de la operación haciéndose pasar por hermana de Astiz. En esa condición asistió a reuniones en las que, sentada a su lado, aterrada y muda, adivinaba el final. Como en la ESMA no había límites, los represores le dijeron que ella también estaría presente en el bar donde llegaría el grupo de tareas: “Tú vas a estar sentada ahí hasta que vengan, y cuando estén todos los vamos a secuestrar a ellos y a ti también”.
Así fue. La secuestraron por segunda vez. “Después de eso se abrieron las aguas de la tierra para mí”, dice Labayru. A partir de ese momento, y sobre todo cuando por fin salió en libertad y emprendió el exilio, fue “la traidora”, “la que se infiltró con Astiz”, “la que entregó a las madres”. Una apestada. Tanto que debió instalarse con el marido y la hija pequeña en Ibiza para escapar al asfixiante y acusador ambiente de los exiliados argentinos en Madrid. Cuando volvió a Buenos Aires, parte de los suyos no la querían en reuniones familiares, y organizaciones de derechos humanos rechazaban su testimonio aun si ella insistía en que podía dar información sobre el destino final de muchos desaparecidos.
La crítica de Labayru hacia la militancia que eligió en su juventud es demoledora: afirma que la inmolación de los jóvenes no sirvió para nada o, peor, contribuyó a la perpetuación de la dictadura, que la gente prefiere hacer del desaparecido un héroe y no un derrotado, que Montoneros no protegió a su gente. Extrema y amarga, pero nunca cínica, se hace cargo de sus elecciones sin cubrirlas de un manto épico.
Así le ha hablado a su hija: “Los milicos me torturaron, me secuestraron, mataron a tu tía, me tuvieron un año y medio ahí, tu naciste arriba de una mesa. Todo eso es a cargo de los milicos. Pero la responsabilidad de que tú nacieras en la ESMA es mía y de tu padre. [...] Porque un bebé no tiene por qué nacer en un campo de concentración, y nosotros sabíamos que eso podía ocurrir”.
Sin concesiones
Guerriero define La llamada como “el retrato de una mujer”. Es cierto. Pero la obra también puede leerse como la crónica de la construcción de un vínculo –de la autora con su protagonista– en el que hay empatía, pero nunca concesiones ni miradas piadosas.
Desde el primer encuentro, Guerriero advirtió a Labayru que no sometería el trabajo a su aprobación. La retratada lo aceptó. Nunca grabó las entrevistas ni puso condiciones, salvo el resguardo de la intimidad de sus hijos. Dice que ya no le importa lo que piensen de ella. Y mucho se ha dicho y escrito sobre Silvia Labayru.
En Judas, la verdadera historia de Astiz, el infiltrado (Sudamericana, 1996), Uki Goñi la describe con los trazos de la bella y la tonta: una figurita endeble que tiene una relación amorosa con el capitán de fragata que hoy se sabe que fue su violador. Otros, para explicarla, recurren al síndrome de Estocolmo, que ella descarta con desprecio: “Me parece una porquería suprema eso [...]. Una persona no se identifica con el enemigo. Adopta momentáneamente comportamientos que necesita para la supervivencia”.
Una y otra vez Labayru menciona que sólo le preocupa la frialdad con que narra el horror. Le llama “desafectivización”. Quizá también sea pudor, temple o miedo a desarmarse. De todo eso hay en el relato. Lo que Labayru no tiene nunca es actitud o acento de víctima.
En una entrevista para la revista digital Coolt, Guerriero dice que cuando uno está trabajando en un perfil “lo que tiene que hacer es tratar de ver de muy cerca para después contar de lejos”. Eso está logrado. Guerriero escribe una historia compleja e incómoda, llena de pliegues y cosas nunca dichas sin apelar a la reivindicación ni a la condena. Transita por territorios oscuros y dolientes de donde Labayru no sale ilesa, como no puede hacerlo nadie que se haya atrevido alguna vez a dar una vuelta por su cárcel.
La llamada: un retrato, de Leila Guerriero. 430 páginas. Anagrama, 2024.
El siniestro mentor de la vice
El testimonio de Silvia Labayru contribuyó a la condena por violación de Alberto González, el Gato, delito que sumó a los de desaparición y tortura por los que cumple prisión perpetua en el penal de Ezeiza. En marzo la revista Noticias dedicó la portada a González, a quien llamó “el siniestro mentor de la vice”.
En un pasado no muy lejano la hoy vicepresidenta Victoria Villarruel visitaba con frecuencia al marino, a quien considera un “segundo padre”. Según Noticias, González también sería el verdadero artífice de Los llaman jóvenes idealistas y Los otros muertos, libros cuya autoría se atribuye Villarruel y que usa como manifiestos en su cruzada para abrirle camino a la llamada “verdad completa” sobre el pasado.