Debe haber sido cerca del cambio de siglo. Para algunos, lo que se llamaba difusamente “posmodernidad” significaba caos y superficialidad. Otros, en cambio, disfrutábamos del atrevimiento de ese arte que permitía reunir lo serio y lo infantil, lo “culto” y lo que veíamos en la tele, el capricho y el plan. Ya había unos cuantos trabajos que describían lo que estaba pasando, principalmente en la arquitectura y la literatura. Faltaba alguien que lo explicara. Entonces, nos llegó Fredric Jameson.

Andaba internet, pero no funcionaba como hoy, y ciertas novedades aterrizaban con retraso. El libro se llamaba Posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, había sido publicado en español por Paidós en 1995, el original estadounidense era de 1991 y estaba organizado alrededor de un artículo de 1984. Allí, este profesor marxista norteamericano recogía y discutía lo estudiado hasta entonces –Aprendiendo de Las Vegas, de Robert Venturi, El lenguaje de la arquitectura posmoderna, de Charles Jenks, las tipologías de Issab Hassan y La condición posmoderna, de Jean-François Lyotard– y lo vinculaba con los diagnósticos sobre la globalización de los mercados y la financiarización de la economía. En una época de avance neoliberal y desilusión política –se había terminado el socialismo a la rusa, habían triunfado Menem y Lacalle Herrera–, Jameson trajo (revivió) el entusiasmo por interpretaciones ideológicas de la cultura que nos rodeaba.

El libro impresionaba por dos cosas más. Afirmaba que el pastiche que caracterizaba al posmodernismo –esa especie de collage que, a diferencia de la parodia, no tiene finalidad clara– estaba relacionado con un cambio y un problema en la percepción de la historia, que había pasado a verse como desvinculada de la existencia individual; el capitalismo había encontrado sus topes y agolpaba la mirada al pasado de forma acrítica y, sobre todo, carente de emoción. Esa concepción de la historia, sin embargo, era también una forma de “relato”, y al ponerlo en evidencia, Jameson refutaba la visión del anticomunista Lyotard, que había registrado la ausencia de grandes narraciones colectivas como una característica fundamental de la posmodernidad. Al hacerlo, Jameson se colocaba un escalón más arriba; después de todo, estaba acometiendo una tarea abrumadora: poner al presente en perspectiva.

Lo otro que llamaba la atención era el tipo de obras y autores que Jameson comentaba. Además de figuras consagradas en la década de 1960, como Andy Warhol, John Cage y Jean-Luc Godard, aparecían otras más estimulantes, de esas que nos obligaban a preparar funciones trasnoche, rastrillar bibliotecas anglo y piratear discos caros, como David Lynch, Thomas Pynchon, los Talking Heads, The Clash y Gang of Four. Por si fuera poco, había menciones a escritores de ciencia ficción esparcidas en cada capítulo del libro, como si se tratara –ahora es obvio– de un género digno de la mayor atención. Sin duda, había que leer a Jameson.

Bicho importado

Antes de dar a conocer Posmodernismo..., Jameson ya ganó un lugar destacado en la academia estadounidense como difusor del marxismo cultural. Se había formado en Europa en la década de 1950, sus primeros trabajos se apoyaron en los de György Lukács, Louis Althuser y pensadores de la Escuela de Frankfurt, y se abrió una carrera en el ámbito de la literatura comparada (su tesis doctoral se centró en las peculiaridades de Jean-Paul Sartre).

Marxismo y forma (1971) dejaba claro que Jameson recogía el énfasis por lo formal como ángulo privilegiado para el análisis de los fenómenos culturales. Con ánimo provocador, solía repetir que la relación entre las obras y las sociedades en que se habían producido era más evidente en los estilos, estructuras y soportes materiales que en los contenidos. En The Political Unconscious (1981) había una consigna en la primera página: “¡Historizar, siempre historizar!”, para comprender en qué condiciones se había creado el arte a estudiar –el libro se focaliza en la literatura realista y en la de los albores de la modernidad– y desde qué marcos interpretativos se lo recibía. Sin sutilezas, el título informaba que Jameson se había sumado a quienes hibridaban marxismo y freudismo; para él, había que tratar los textos como si fueran pacientes a analizar, y sus síntomas –lo formal– permitían el acceso a los nudos simbólicos.

Maestro a distancia

La publicación de Posmodernismo..., que revisitó en muchas obras posteriores, convirtió a Jameson en una celebridad académica, aunque nunca fue un intelectual mediático como el también marxista y lacaniano Slavoj Žižek (con quien coescribió un estudio sobre multiculturalidad), el “antiposmoderno” Jürgen Habermas o su compatriota Noam Chomsky, por nombrar a pensadores de izquierda con intervenciones públicas fuertes. Sin embargo, nunca dejó de escribir artículos –principalmente en revistas como The New Left Review, en la que conoció a su compinche Perry Anderson– en los que comentaba fenómenos culturales actuales. De hecho, casi todos sus libros se componen, en buena medida, de compilaciones de textos aparecidos en otros medios, y ese fue el caso de dos de sus obras más recientes.

Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción (2005) es un estudio sobre la literatura utópica, que Jameson vincula estrechamente al género especulativo (el título en inglés habla de “utopía y otras ciencia ficciones”). Entre las ideas clave está la de que la ciencia ficción es un fenómeno histórico, no sólo porque nace junto a la novela histórica y actúa como espejo de ella, sino porque debemos abordarla como un relato sobre el presente, aunque tenga (o pueda tener) al futuro como horizonte temático. Además de escritores utópicos clásicos (Tomás Moro, Edward Bellamy - William Morris), Jameson examina, entre otras cosas, novelas de Ursula Le Guin, Samuel Delany, JG Ballard, su exalumno Kim Stanley Robinson y, especialmente, Philip K Dick, a quien venía introduciendo concienzudamente en sus programas de estudio.

Aunque no llega a afirmar, como había hecho Carl Freedman en Critical Theory and Science Fiction (2000), que la ciencia ficción es, más que un género literario, un modo de pensamiento, Jameson ciertamente la privilegia como forma de acceder a proyectos de alternativas políticas y podría decirse que es uno de los tantos coautores de esa frase que apunta a la falta de imaginación como causa de la proliferación de ficción apocalíptica.

Inventions of a Present: The Novel in its Crisis of Globalization apareció hace pocos meses, cuando Jameson estaba por cumplir 90 años, y allí, con una disposición similar, vuelve sobre autores que lo habían interesado en su madurez, como Joseph Conrad, Henry James y García Márquez (Manuel Puig fue otro latinoamericano que estuvo en su radar), y analiza a otros que lo atrajeron en los últimos años, como William Gibson (Neuromante es una novela clave para él) y Margaret Atwood.

Para muchos de sus compatriotas, Jameson escribía en un estilo complejo, y recibió alguna que otra burla al respecto, posiblemente de parte de personas poco habituadas a leer a los pensadores franceses y alemanes con los que él se había nutrido. Como profesor, sin embargo, parecía ser muy claro y paciente, o al menos eso transmiten los registros en Youtube. Hay uno del año pasado en el que, ya con bastón y ante una audiencia de íberos impasibles, sigue adelante con sus reflexiones sobre The Wire y David Simon a pesar de que ninguno de los estudiantes ha leído el texto indicado. La serie y sus innovaciones formales –en esto también era consecuente– habían renovado su entusiasmo por el cine y la televisión, a los que consideraba legítimos continuadores de anteriores revoluciones estéticas. Jameson murió el domingo en su casa, en Killingworth (Connecticut), pero eso no modifica la cercanía con la que nos transmite la pasión por sus “mapeos cognitivos”.

Arqueologías del futuro en Biblioteca País