Ante los múltiples y cada vez más rápidos avances tecnológicos, y al igual que sucede con otros medios de comunicación, la radio ha sabido reinventarse sin perder el carácter misterioso que conforma el núcleo de su atractivo: una voz o muchas voces emitidas a través de las ondas que alcanzan su sentido al ser recibidas por un escucha. El cine se ha acercado de innúmeras maneras al vasto universo de la radio –desde la hilarantemente película autobiográfica Días de radio (Radio Days, 1987), de Woody Allen, a la excesivamente sensiblera Me llaman Radio (Radio, 2003), de Michael Tollin, pasando por la estridente Buenos días, Vietnam (Good Morning, Vietnam, 1987), de Barry Levinson, a la perturbadora La vasta noche (The Vast of Night, 2019), de Andrew Patterson–, al igual que la literatura, que ha encontrado en el universo sonoro de la emisión radial temas y motivos recurrentes, siendo uno de los más destacados (al menos entre los que recuerda este escriba) el cuento “El enorme receptor de radio” (“The Enormous Radio”2), de John Cheever, originalmente publicado en The New Yorker _en 1947 y que puede leerse en el ladrillo _Cuentos y relatos, que con traducción de Aníbal Leal publicó la editorial Emecé en 1980.

En la novela La locutora comunista, libro que obtuvo el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura en 2024, el escritor montevideano Marcos Grajales coloca la radio en el centro mismo de la historia, volviéndola leitmotiv, escenario y espacio de encuentro y reflexión para las múltiples historias que se van desenrollando. Bruno, el protagonista narrador de la novela, es un escritor exitoso y conductor de un programa radial nocturno, escuchado por una audiencia diversa, una fauna variopinta que interactúa, en ocasiones de forma peligrosamente directa, con el hombre detrás de la voz que sale noche tras noche por las ondas.

Cautivado desde niño por el embrujo de la radio, o más bien por el de la voz grabada, el narrador ha llegado a convertirse en una prolongación fantasmagórica que vive entre el sonido y el silencio, pautado por esa luz roja de “al aire” que se enciende y apaga durante el acto comunicativo en el estudio. Esa condición ontológica que habita en el vínculo del personaje con el sonido, subrayada por el contundente epígrafe de Miles Davis que encabeza el libro –“El silencio es el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de todos los ruidos”–, conecta la sustancia narrativa de La locutora comunista con el trabajo sobre la voz humana emprendido por la escritora francesa Maylis de Kerangal en el libro de cuentos Canoas (publicado el año pasado por Anagrama, con traducción de Javier Albiñana) y, especialmente, con la novela El silenciero (1964), del argentino Antonio Di Benedetto.

El asesinato de Soledad, la locutora comunista y pareja de Bruno, narrado desde la perspectiva de la primera persona del testigo directo en las páginas iniciales del libro, determina la serie de evocaciones, idas y vueltas, decisiones y reconversiones del presente del protagonista, en un flujo espiralado que le da un cuerpo espeso y muy bien logrado a la novela, que prescinde de una cronología lineal para desarrollar los aspectos más luminosos y al mismo tiempo sórdidos de una relación sentimental. La cualidad del narrador para escuchar y percibir las voces de sus interlocutores en imágenes (en un taxista, por ejemplo, “su voz de cigarro sonaba descascarada”; en los matices vocales del portero Quispe “se percibe el moles de la quinoa, piedra contra piedra, su risa suena a sonajero de cascabeles de pezuña”; la voz del técnico de sonido de la radio “suena a bollo en hojalata y a rallado breve de canela o comino”, etcétera) densifican la particular percepción sensorial del personaje, otorgándole una peculiaridad que se convierte en el aspecto más importante de la novela.

En la permanentemente subrayada condición de autor exitoso de Bruno se cifra el elemento más endeble de La locutora comunista. Algunos de los breves cuentos que redacta para leer durante su audición, profusamente celebrados por los oyentes y por su editora (un personaje bastante estereotipado, que persigue a su autor con ahínco y algo de candor), y que aparecen desperdigados en cursiva a lo largo del libro, son textos decididamente menores, que no justifican la devoción que parecen generar (aunque es un hecho que los libros de ficción que encabezan las listas de los más vendidos suelen ser obras chatas, alejadas de cualquier pretensión literaria y escritas para el gran público). Estas breves piezas, que giran en su mayoría alrededor de la comunicación radial (“El radioescucha sabe que, aparte del locutor, otras personas trabajan en la radio”, comienza diciendo uno; “El informativo de la radio transmite a diario noticias sorprendentes y terribles que ponen a prueba nuestra credibilidad” es el arranque de otro), además de su magro valor literario tienden a interrumpir el flujo de la narración de Bruno, que se vuelve especialmente álgido al momento de narrar los albores de su relación con la locutora comunista.

Al margen de unas pocas palabras mal cortadas en los saltos de línea, algunos usos problemáticos de los tiempos verbales (“La secretaria de Malena llamó al celular, me deja mensajes que no quiero escuchar, y no lo hago”) y ciertas molestas erratas (aparecen Olson Welles y Patty Smith en las páginas 120 y 140, respectivamente, por ejemplo), La locutora comunista es una interesante novela que le hinca el diente a ese universo sonoro que, lejos de retraerse, trabaja minuto a minuto para reinventarse, sin perder el carácter misterioso de sus orígenes.

La locutora comunista, de Marcos Grajales. 192 páginas. Estuario, 2025.