Es, quizás, una de las imágenes más intrigantes de nuestro acervo fotográfico. De pie, frente a su casa de la calle Río Branco 1394, el expresidente, rodeado de acólitos y vestido a las apuradas, empuña un arma en cada mano. La escena, más propia de la acción cinematográfica que del acontecer político, es un cuadro de inminencia, y por eso los ojos no terminan de saciarse con los detalles: la sonrisa preocupada en los rostros, el cuello desnudo del exmandatario que contrasta con el impecable atavío de los presentes, las miradas que se fijan en un punto fuera de foco, la tensión que reverbera y, de nuevo, esos revólveres empuñados. Revólveres que, apenas un rato después del momento que registra la cámara, acabarán con la vida de Baltasar Brum, su portador, el presidente más joven en la historia del país y el apasionado impulsor de las reformas batllistas, cuyo gesto definitivo y fatal se transformó en símbolo de resistencia ante la tiranía. Aunque quizás, tal como explora La calle del sacrificio, la más reciente novela de Hugo Burel, el reconocimiento no haya estado a la altura del sacrificio e, incluso, haya sido convenientemente ignorado.

En esas horas previas al suicidio se concentra esta novela que se lee a buen ritmo y explora los fragmentos de la historia de manera respetuosa, tal como sostiene Gerardo Caetano en el prólogo. El historiador concita allí las coordenadas biográficas imprescindibles de Brum: su origen hacendado y de padres brasileños, su temprana adhesión a la causa batllista, su pensamiento de avanzada en la defensa de los derechos de la mujer o la redistribución de la tierra, su joven llegada al poder, su labor al frente del periódico El Día, la defensa de sus convicciones con un apasionamiento romántico que, por ejemplo, lo enfrentó en el campo de duelo con Luis Alberto de Herrera o Juan Andrés Ramírez. En su corta vida, Brum fue responsable de algunos hitos tales como la creación de la Caja de Jubilaciones y Pensiones o las leyes de descanso semanal obligatorio y de accidentes de trabajo, entre otros.

Con esa impronta, y ante los rumores del golpe de Estado que ejecutaría Gabriel Terra aquel 31 de marzo de 1933, Brum no quiso aceptar la traición que se estaba gestando. “Nuestro pueblo es un pueblo manso, acostumbrado a votar cada dos años, a dirimir los problemas en las urnas; está anonadado ante la caída de las instituciones. Hay que organizar, y para inculcar la idea de la resistencia hay que dar ejemplo. La patria reclama sangre [...] y yo le ofrezco la mía”, le dijo Brum a uno de sus acólitos, abrigando la esperanza de que el disparo fatal redujera los años de dictadura que se avecinaban.

No obstante, y por distintas razones que el libro explora, la ofrenda no parece haber sido del todo comprendida. Los prejuicios en torno al suicidio, ese mal que tanto, tristemente, nos ronda, hicieron su trabajo, alentados, además, desde el poder. Seis días después de la muerte de Brum, por mensaje radiofónico, Terra expone las razones del quiebre institucional. Habla allí del “trágico extravío que sufriera al suicidarse el doctor Brum, después de corroborar que el pueblo y sus amigos lo abandonaron en un momento que él consideraba supremo”. Es cierto que Brum esperaba mayor apoyo de la ciudadanía aquella mañana en la que, salvo por los cláxones de los vehículos y los sándwiches que una confitería cercana distribuía entre el grupo de curiosos, todo seguía más o menos normal en la pequeña República herida por el quiebre institucional. Pero desmintiendo los dichos de Terra, allí estuvieron presentes los amigos de Brum, apoyándolo y constatando, de algún modo, que aquella muerte poco tenía que ver con un rapto de enajenación o desvarío, sino con una decisión meditada y racional.

Para indagar en las motivaciones y resonancias del conflicto, Burel hace volver a Brum de la muerte un 31 de marzo, pero de 2023, 90 años después de aquel disparo certero en el pecho. El fantasma de Brum se pasea así por una 18 de Julio que todavía conserva algunos vestigios de su tiempo, tal como ese “oprobio” arquitectónico que para los montevideanos de la época fue el Palacio Salvo, o el hermoso edificio del Jockey Club arruinado ahora por la desidia. En ese deambular de flâneur imposible, Brum emite juicios en los que, por momentos, parece colarse la voz del propio Burel, y se lamenta por la escueta placa que, recién en 2012, colocaron los miembros de su partido en la fachada de su casa, la cual ni siquiera fue conservada como museo. En esas horas postreras que el personaje rememora, se cuela una profusión de hechos y de nombres, algunos injustamente olvidados y otros borrados de la historia dada su colaboración con el dictador.

Escrita en primera persona, pues, la novela podría haber corrido el riesgo que siempre supone darle una voz verosímil a un personaje histórico, especialmente cuando de una figura política se trata, pero el resultado es correcto y se mantiene durante el extenso monólogo.

Un dato de contexto resulta curioso por la superposición de coincidencias: ese afiche de la película estadounidense Dirigible (Frank Capra, 1931) que el fantasma de Brum evoca en la fachada de su casa y el zépelin alemán que surcó el cielo capitalino un año después de la muerte de Brum, saludado con admiración por Terra, en un gesto de afinidad entre totalitarismos. Más de medio siglo después, El dirigible (1994), de Pablo Dotta, se afanaba en ubicar la imagen inexistente del disparo de Brum, quizás para señalar la incomprensión de su enorme dimensión simbólica. Son pliegues y repliegues fascinantes entre historia y ficción alrededor de una muerte en la cual resuenan, paradigmáticos, aquellos sangrientos idus de marzo que en la vieja Roma dieron muerte a otra república.

La calle del sacrificio, de Hugo Burel. 202 páginas. Sudamericana, 2025.